Hay rumores sobre…
... una isla que aparece y desaparece en el horizonte, muchos la han intentado buscar atraídos por rumores y mitos sobre riquezas ocultas en ella, pero nunca nadie ha estado en ella, o ha vuelto para contarlo...
[Aventura] [A - T1 (Autonarrada)] El Rey del Calabozo
Atlas
Nowhere | Fénix
14 de Verano del 724

El Rey del Calabozo

«Éste sí», me dije por fin. Había sido una ardua tarea de semanas de duración. Durante muchos días seguidos me había dedicado a recorrer la base del G-31 en Loguetown, así como las zonas próximas a la misma, en busca del lugar perfecto donde, por decirlo de algún modo, poder pasar desapercibido. Mi objetivo era hallar un lugar donde poder evadirme, donde no pudiese ser encontrado si no era mi deseo. En definitiva, un punto seguro donde el dichoso sargento Shawn no pudiese dar conmigo a la hora de los entrenamientos. Sí, no creo que a estas alturas nadie se vaya a sorprender por la naturaleza de mis más profundos anhelos.

La cuestión era que, al menos por el momento, había batido el récord de tiempo sin ser localizado. En una zona marginal del puerto, en un área lo suficientemente próxima a la base de la Marina como para no tener que desplazarme demasiado, pero lo suficientemente alejada como para que no me viesen ojos indiscretos, había dado con mi rincón. En aquel área las barcas eran las dueñas y señoras de la zona. La mayoría de ellas pertenecían a humildes pescadores que se hacían a la mar mucho antes de que amaneciera para llevar producto fresco a la lonja por la mañana. Entre todas las embarcaciones había algunas que habían sido abandonadas hacía más o menos tiempo. Varias estaban en un estado lamentable, pero dos o tres de ellas —una de las cuales me albergaba— no habían sido abandonadas hacía mucho y aún se mecían alegremente con el oleaje.

Para ser más concreto, llevaba exactamente cinco horas y diecisiete minutos panza arriba, sometido al suave vaivén de las olas y sin más preocupación que cubrirme la cara con unos retales de fina tela para evitar quemarme. ¿Qué más podía pedir? Si todo iba bien, más tarde o más temprano ese maldito Shawn ascendería o le asignarían un nuevo destino y, habiendo encontrado el escondite perfecto y sin nadie empeñado en perseguirme, habría alcanzado el paraíso.

Algo parecido a un glup lo devoró todo. La película que con mimo y esmero había dibujado en mi cabeza se resquebrajó primero para después romperse en mil pedazos. Los diminutos fragmentos saltaron por los aires —metafóricamente, claro— junto al sinfín de astillas en que se deshizo la barca que me había estado acogiendo. La gruesa y firme manaza del sargento Shawn había aferrado con fuerza mi cara, estrujándola con violencia contra el suelo de la frágil embarcación y sumergiéndome durante escasos segundos. Al salir, como cada vez que pasaba más tiempo del estrictamente necesario bajo el mar —lo cual era muy poco tiempo—, mi cuerpo y mi espíritu no eran más que frágil y mustio papel arrugado.

—A ver si te pensabas que ésta vez te ibas a librar, Mosegusa —rugió el calvo al tiempo que me cargaba sobre el hombro como un saco de patatas y emprendía el camino de regreso a la base del G-31.

***

—No sé si lo tuyo es ya una cuestión de tozudez o simplemente de estupidez —comentó Shawn desde lo alto.

Como cada vez que me pillaba en uno de mis intentos de saltarme los entrenamientos —prácticamente a diario—, el sargento me había obligado a desplazarme al área de entrenamiento para llevar a cabo una suerte de "adiestramiento correctivo". Al menos así lo llamaba él. Dicha actividad consistía esencialmente en entrenar durante más tiempo y con más intensidad que el recluta medio que simplemente cumplía religiosamente con sus rutinas.

Las sesiones eran muy diversas: desde pasar interminables horas realizando un extenuante trabajo aeróbico hasta entrenamiento con armas, pasando por pesadas jornadas en las que lo que primaba era el desarrollo de la fuerza. Éstas últimas eran sus preferidas, por supuesto, así que eran las que más había llevado a cabo. Otra cosa quizás no, pero debía reconocer que gracias a él el reflejo que me devolvía el espejo era bastante agradable de contemplar —modestia aparte—.

En cualquier caso, aquel día me había citado con mi arma para, nada más llegar, colocarle sendos pesos en los extremos y ponerme a practicar movimientos de guardia y corte con los dos extremos. Ello incluía guardias circulares, altas y bajas, así como movimientos ofensivos de todos los gustos y colores. ¿Las horas que pasé allí? No tenía ni la menor idea, pero bajo mi percepción aquella jornada fue, por algún motivo que desconocía, excepcionalmente dura. Cuando caí al suelo extenuado y me levanté entre temblores por cuarta vez fue cuando, por fin, el muy condenado dio por concluida la sesión con dos sonoras palmadas.

Y allí quedé, tendido boca arriba e iluminado sólo por la luz de un único foco situado a muchos metros de altura justo sobre mí. Respiraba entrecortadamente. Cada vez que comenzaba a espirar tenía la agonizante sensación de que no había aire en mis pulmones, por lo que enseguida intentaba inspirar de nuevo, cada vez con una intensidad y una avidez mayores. Al mismo tiempo, el nada desdeñable charco de sudor que había comenzado a cobrar forma a mi alrededor fue expandiéndose poco a poco. Tampoco tuve nunca claro cuánto tiempo estuve quieto en la misma posición, pero juraría que mi respiración fue recuperando la normalidad más o menos al mismo tiempo que el charco dejó de crecer. Fue ahí cuando caí rendido.

***

Desperté en el mismo lugar donde la extenuación me había vencido. Más tarde me informarían de que había permanecido en aquella posición en torno a tres horas. ¿Que quién me lo dijo? Las personas que se encargaron de despertarme, claro. El ruido de las puertas del área de adiestramiento al abrirse a altas horas de la noche me sacó del mundo de los sueños. El foco seguía encendido sobre mí y había logrado aturdir mis retinas, por lo que lo único que alcanzaba a ver era un círculo luminoso en cuyo centro me encontraba y, alrededor, insondable oscuridad. De la misma comenzaron a emerger, como espectros uniformados, reclutas y soldados de la Marina que cuchicheaban sin cesar.

—Vaya, pero mira a quién tenemos aquí —dijo una voz familiar.

—¿No es ése el recluta al que el sargento Shawn siempre lleva cogido del pescuezo? —continuó otra voz, ésta menos familiar.

—El mismo. Una vez me lo topé yo y se libró del adiestramiento correctivo, pero algo me dice que en esta ocasión no ha tenido tanta suerte.

Conforme la conversación continuaba, los propietarios de las voces se fueron acercando cada vez más. Poco a poco fui siendo capaz de distinguir a una larga lista de marines, algunos más familiares y otros menos, pero todos destinados a la base del G-31 en Loguetown. ¿Qué demonios era aquello? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué hora era?

—No tiene ni idea de qué está pasando -rio una mujer en algún lugar a mis espaldas.

—Normal, ¿no? —intervino de nuevo la primera voz—. Tú tampoco tenías ni idea de dónde habías ido a parar la primera vez.

Mientras hablaban, dos pares de manos me asieron y me sacaron a rastras del círculo luminoso en el cual me había encontrado en todo momento. Una vez fuera de él, ya sin la luz golpeándome directamente, pude apreciar con más precisión lo que estaba sucediendo. No menos de una veintena de marines se había congregado en el área de entrenamiento, perfectamente ataviados con sus uniforme y armas de combate. Mientras charlaban, se iban a aproximando a uno de ellos, el que sin duda había hablado primero y parecía llevar la voz cantante, para entregarle un puñado de berries.

Siendo capaz de distinguir sus facciones fui capaz de reconocerle a la perfección. Se trataba del sargento Garnett, un tipo de baja estatura pero musculoso como un verdadero toro. En una única ocasión el encargado de localizarme no había sido Shawn, sino él. Aquel día había sido el único que no me había visto sometido a un duro correctivo disciplinario en forma de entrenamiento. A decir verdad no había tratado demasiado con ese tipo, pero la impresión que me había dado era la de ser un tipo extrovertido y relajado, alguien con quien se podía hablar. No obstante, aquello no explicaba qué estaba pasando.

—Bienvenidos al Torneo del Calabozo —comenzó a decir entonces el sargento Garnett al tiempo que guardaba todo el dinero en una bolsa de tela—. Sé que todos sabéis de qué va esto, pero tenemos un nuevo invitado —añadió al tiempo que me dirigía una sonrisa burlona—. Como sabéis, es una especie de concurso que organizo todos los meses sin que los que mandan más se enteren, porque ser parte de la Marina no debe impedir que nos divirtamos un poco. Es muy sencillo. Hoy quedamos todos aquí para vernos las caras y reunir el dinero, diez mil berries por cabeza, y mañana nos encontraremos aquí a la misma hora, las tres de la mañana, para llevar a cabo el torneo. Las normas son sencillas. El área de combate es la iluminada por ese foco, que permanece encendido toda la noche. No se puede matar o herir de gravedad, pero lo demás está permitido, por lo que usaremos réplicas en madera de las armas que normalmente usáis. El que pase todas las eliminatorias, gana. Sencillo, ¿verdad? —inquirió, mirándome fijamente y extendiendo la mano en mi dirección y dando por seguro que estaría interesado en participar. No tenía demasiado claro por qué, pero lo cierto era que desde que había comenzado la explicación me había picado la curiosidad—. ¡Y ya sabéis, además del premio está permitido apostar!

***

—Yo he vuelto a apostar por Musashi —dijo un joven recluta situado a mi derecha—. Ha ganado los últimos tres meses con bastante soltura. La mayoría viene porque les gusta apostar, pero ninguno tiene la habilidad de Musashi.

Lo que decía aquel muchacho era  un fiel reflejo de la realidad. Aquel día había sido, probablemente, el único en el que no me había intentado saltar el entrenamiento. La explicación era muy sencilla: tenía un motivo de peso para procurar no llegar rendido a las tres de la mañana. Y es que ese espíritu competitivo, tan paradójico en mí como la presencia del bien y el mal en cualquier ser humano, había hecho de las suyas y me empujaba a convertirme en el Rey del Calabozo, pues así llamaban al vencedor.

En cualquier caso, mi primera ronda ya había tenido lugar y se había resuelto con una rápida victoria por mi parte. Estaba claro que las sesiones disciplinarias dirigidas casi a diario de forma sistemática por el sargento Shawn habían hecho efecto en mí. Durante los lances me había sentido mucho más ligero, seguro y, en cierto modo, letal que durante los sucesos acontecidos hacía ya algunas semanas en las islas Gecko.

Entre combate y combate me dedicaba a hablar con los allí presentes. Siempre había tenido cierto don para la palabra, la conversación o para entablar relaciones cordiales con los demás. ¿Cómo si no podía pretender librarme de las consecuencia de mis escaqueos en la mayoría de ocasiones? En cualquier caso, enseguida identifiqué un patrón común en todos los que estábamos allí. A la mayoría se les había abierto en algún momento algún expediente disciplinario, venían de ambientes poco saludables o recomendables o, sin llegar a tales extremos —como era mi caso—, tenían poco apego por el método de trabajo tradicional en la Marina, lo que les había granjeado cierta mala fama entre los demás.

Ronda a ronda me encontré sin esperarlo realmente en la final del Torneo del Calabozo. El tal Musashi, soldado raso, se encontraba frente a mí, ambos enfrentados en el círculo luminoso. Usaba un shinai en representación de la katana que emplearía en una situación real. A mí me habían buscado a última hora un bo y, tras realizar algunas modificaciones, habían conseguido imitar con bastante acierto mi naginata doble.

En cuanto Garnett dio por iniciado el enfrenamiento nos comenzamos a mover en círculos. Los dos observábamos con cuidado cada gesto del adversario. Un paso lateral más corto o más largo que los anteriores podía ser el preludio de un ataque. Yo fui el primero en tomar la iniciativa, dando dos pasos hacia delante para, tras realizar un movimiento giratorio horizontal con mi arma, lanzar un tajo oblicuo descendente de derecha a izquierda. Musashi alzó su arma y detuvo mi ofensiva para, acto seguido, girar sobre sí mismo y proyectar un corte horizontal en dirección a mi torso.

Tuve que dar un largo salto hacia atrás para evitarlo, quedando justo en el límite del área de combate. Mi rival no quiso desaprovechar la oportunidad, por lo que, buscando no darme ni un respiro, lanzó una estocada directa a mi abdomen. La desvié como buenamente pude tras realizar un movimiento rotatorio con la naginata. Aprovechando el impulso de la primera rotación ejecuté una más que fue seguida de un golpe horizontal en dirección a su cuello. No faltó mucho para llegar a su objetivo, pero el muy condenado consiguió apartarse de la trayectoria con un potente salto hacia atrás que nos dejó en una situación similar a la del  inicio.

Los lances se sucedieron con idéntico resultado durante no menos de treinta tensos minutos. Podía escuchar a mi alrededor que el resultado ya no estaba tan claro entre quienes nos observaban y las apuestas comenzaban a moverse, a cambiar.

Musashi se abalanzó una vez más sobre mí, lanzando un tajo vertical que pude interceptar con mi arma, en aquella ocasión sin demasiada dificultad. Las respiraciones eran entrecortadas y algún jadeo de esfuerzo se escapaba en los momentos en que la situación requería que diésemos incluso un poco más de nosotros mismos. Allí, bajo la luz del foco y a unas horas en las que sólo quienes estaban de guardia se mantenían despiertos, el esfuerzo provocaba que el sudor gotease desde nuestras manos, precipitándose hacia el suelo  con una cadencia tan sufrida como constante.

A día de hoy creo que el elemento decisivo fue la resistencia, la capacidad de sacrificio que Shawn había puesto en mí a base de incansable tesón. No era técnicamente superior a Musashi, pero aquel golpe, que fue previsto por su parte, no pudo ser detenido. Fue un tajo horizontal a la altura de sus costillas, el cual nació de una maniobra de evasión en la que roté sobre mis talones para posicionarme junto a su costado derecho, a una distancia aproximada de metro y medio. El espadachín intentó acomodar su posición  y colocar su arma en vertical para frenar la trayectoria de mi ofensiva, pero llegó tarde y no fue capaz de ejercer toda la fuerza necesaria.

Su espada cedió y mi naginata golpeó sus costillas con un duro golpe seco, sordo y fiel anunciante de que había un nuevo vencedor del Torneo del Calabozo. Musashi experimentó cómo su respiración se afanaba por no volver cuando él lo requería. A consecuencia de esto y del propio dolor, soltó su arma y se dejó caer al suelo, apoyándose sobre sus rodillas y sus manos para, poco a poco, volver a ser capaz de tomar aire.

—¡Tenemos nuevo campeón! —exclamó entonces el sargento Garnett, que lo había estado observando todo con mucha atención—. ¡El recluta Atlas Mosegusa, apodado Nowhere por vosotros, se acaba de proclamar como nuevo vencedor del Torneo del Calabozo! ¡Enhorabuena, recluta!

Sonreí como pude, aunque la extenuación me empujaba a tirarme en el suelo cuan largo era a esperar que el cansancio dejase de intentar adueñarse por completo de mi cuerpo. No obstante, antes de hacerlo acerté a aproximarme lo suficiente al sargento para que, tal y como se proponía, pudiese levantar mi puño en señal de victoria.

***

—Pues sí, se ha hecho con el Calabozo en menos que canta un gallo. Es una pena que no sea alguien más propenso al trabajo. Aunque seguramente si lo fuese nunca habría llegado a poner un pie por allí —dijo Garnett, divertido, mientras se sentaba en un sillón del despacho de la capitana Montpellier.

Ésta se encontraba apoyada en el alféizar de una de las ventanas de su despacho, la cual había abierto de par en par para obtener una imagen casi inmejorable de la base del G-31. Su miraba saltaba de un grupo de soldados al siguiente sin ningún tipo de orden, como quien se sienta en un parque a ver las palomas y los patos para pasar el rato y, sencillamente, disfrutar de la paz y la tranquilidad.

—Parece que fue ayer cuando me llevaste a mí por primera vez —comentó distraídamente la capitana—. Pero bueno, creo que tampoco podíamos esperar otra cosa. Ni él ni ninguno de la última remesa de reclutas tendría demasiados problemas para coronarse, ¿no te parece?

—Seguramente no. Si no se malogran podrían llegar muy alto.

—No sé a quién me recuerdan —bromeó la capitana, apartándose por fin de la ventana y sentándose al otro lado del escritorio—. En fin, supongo que después de tantos años la respuesta sigue siendo que no, ¿verdad? Me han vuelto a pedir que te sondee. Cada vez es más difícil dar con oficiales competentes, ya sabes.

—Mi respuesta no cambiará nunca, Beatrice —contestó el sargento—. Mi sitio está aquí, en la base. ¿Quién si no reconduciría a esos jóvenes talentos que no pueden ir por el camino principal? Sin ir más lejos, la Marina probablemente se habría perdido a alguien como la capitana Montpellier si no se hubiese topado con un simple sargento. No, soy mucho más útil por aquí —sentenció—. Seguiré procurando que el talento no escape y que la semilla de la justicia germine en quienes necesitan otro tipo de cuidados... Ya sabes, menos agua y más música clásica.
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[A - T1 (Autonarrada)] El Rey del Calabozo - por Atlas - 02-09-2024, 02:13 PM

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