Atlas
Nowhere | Fénix
03-09-2024, 11:39 AM
28 de Verano del 724
—¿¡Cómo que desconocido!? ¡Nadie en todo Loguetown puede ser desconocido para mí!
En la última planta del Casino Missile, las paredes insonorizadas recubiertas de vistoso papel de seda roja recibieron sin inmutarse las iracundas palabras de quien, sin duda, mandaba en aquella reunión. Con las cortinas semicorridas y de un impoluto color blanco, la luz que entraba en la estancia era la justa para iluminar la mesa de caoba que albergaba el encuentro. Cuatro sombras se encontraban en torno a ella, una por lado, pero sólo una de ellas se encontraba en pie. Su rostro escondido en la sombra, se había levantado y había lanzado el vaso a la nada. Un whiskey con más años que cualquiera de los que estaba sentado se deslizaba ahora por el suelo. Tras unos segundos, al fin se tranquilizó y reanudó el discurso en un tono más calmado:
—Esto no puede seguir así. Ya son más de dos meses en los que circula parte del producto sin que nos enteremos. La voz aún no se ha corrido del todo, así que no podemos permitirnos un solo fallo más. Si ahí fuera comienzan a pensar que pueden actuar al margen de nosotros habremos iniciado el camino hacia nuestro fin... ¡Así que encontrad ya a quien mete esa maldita droga en mi isla!
Aquélla era la señal de que la reunión había finalizado. Las otras tres sombras, que no se habían atrevido a abrir la boca en ningún momento, se alzaron a la vez como un resorte y se dirigieron a la salida de la amplia estancia. La primera de ellas, situada a la derecha de la principal, correspondía a una mujer de mediana estatura con un moño alto adornando su cabeza. La segunda, a la izquierda, parecía pertenecer a un hombre de abdomen prominente y piernas cortas. La tercera, por último, al frente, era alta y espigada. Los pasos de los desconocidos se apresuraron a la salida, arrastrando los pies a toda velocidad sobre la tupida alfombra que cubría la estancia casi por completo.
***
El oleaje golpeaba con fuerza la madera de la embarcación, pero no con tanta furia como lo había hecho la noche anterior. Las calles de Loguetown, bajo un cielo al find espejado, reflejaban con su superficie plagada de charcos los efectos de una de las tormentas de verano más violentas que se recordaban en bastante tiempo.
A primera hora de mañana, las primeras embarcaciones comerciales se unían a los barcos pesqueros que ya habían descargado la pesca del día en los muelles. Un sonoro crujido precedió el atraque. Las cuerdas comenzaron a volar desde la cubierta buscando quien las atase para que la marea no arrastrase al navío. Asimismo, la pasarela ya anunciaba con caer desde un lateral para permitir el desembarco de un sinfín de cajas, barriles, alfombras enrolladas y casi cualquier cosa que pudiese caber en la imaginación humana.
De forma paralela, en los más sucios y malolientes callejones que circundaban la zona portuaria, esos que los marineros usaban como servicios improvisados cuando la cola era demasiado larga —y cuando no, también—, se asomaba un sinfín de ojos hundidos en sus cuencas enmarcados por rostros castigados en exceso. Las prominencias óseas destacaban como cordilleras en un valle y, si alguien se hubiese molestado en dar un paseo por la zona, habría podido comprobar que no eran pocas las personas entre cuantas había allí que no debían superar los cincuenta kilogramos. Las miradas de todos ellos, nerviosas, circulaban de barco en barco como si esperasen una señal divina que les indicase el camino a la tierra prometida. Pero ¿a qué estaban esperando?