El gigante no se percató ni de mi presencia, y eso que yo tenía buena voz. Mi abuela siempre decía que tenía madera de tenor. Yo siempre le bromeaba diciéndole que ya estaba mayor: "No es lo mismo tener madera de tenor que tener un tenedor de madera". Hasta el pequeño Guybrush se reía.
Estaba a punto de gritarle de nuevo cuando vi cómo una multitud se reunía a los pies del gigante. No entendía bien lo que había sucedido, pero interpreté que el gigante estaba siendo acosado por la gente de Rostock. Durante un instante empatizé con él; sabía lo que era ser discriminado por el físico. Pronto se enturbió mi arrebato empático cuando el coloso abrió la boca. No le entendí ni una palabra. Agitó su arma, que era enorme, alejando a todos los presentes, y luego golpeó el suelo, levantando una nube de polvo gris. ¿Qué carajo estaba ocurriendo?
Comencé a saltar de tejado en tejado, dejando una estela de hollín a mi paso, revelando así un rostro enrojecido por el alcohol. Ya tenía una edad, pero en aquel terreno era ágil, igual que un gato. Me planté en un edificio de unos cuatro metros y medio de altura, de manera que mi presencia estaba a la altura del rostro de aquel tipo. ¿Qué clase de músculos eran esos?
—¡EH! ¡TÚ! —grité incitado por mis impulsos, para, un instante después, darme cuenta de que no sabía qué decir. Inflé el pecho y coloqué una vez más las manos en la cadera—. Te perdono por haberme pateado —no me quedaba otra; no quería tener que medir fuerzas con una presencia así—. ¿Quién eres? ¡Hip! Muy pocos han podido patear, a lo largo de la historia, a Tofun Threepwood. Es todo un hito, muchacho. —Subí y bajé las cejas dos veces consecutivas, una de mis técnicas de persuasión infalibles. Quería evaluar quién era el gigante; la cárcel me había hecho comprender que no había que juzgar a un libro por su portada. Además, no podía evitar relacionar los frutos de la charla con mis excompañeros con el potencial de aquel cuerpo fornido: podría ser un buen fichaje.
Deslicé ligeramente la vista para percatarme de que, entre ese extraño polvo gris que se había extendido a ras del suelo, había cuerpos inconscientes de los que antes osaban amenazar al enorme humano. Tragué saliva sonoramente; una gota de sudor recorría mi frente. Estaba acojonado.
Estaba a punto de gritarle de nuevo cuando vi cómo una multitud se reunía a los pies del gigante. No entendía bien lo que había sucedido, pero interpreté que el gigante estaba siendo acosado por la gente de Rostock. Durante un instante empatizé con él; sabía lo que era ser discriminado por el físico. Pronto se enturbió mi arrebato empático cuando el coloso abrió la boca. No le entendí ni una palabra. Agitó su arma, que era enorme, alejando a todos los presentes, y luego golpeó el suelo, levantando una nube de polvo gris. ¿Qué carajo estaba ocurriendo?
Comencé a saltar de tejado en tejado, dejando una estela de hollín a mi paso, revelando así un rostro enrojecido por el alcohol. Ya tenía una edad, pero en aquel terreno era ágil, igual que un gato. Me planté en un edificio de unos cuatro metros y medio de altura, de manera que mi presencia estaba a la altura del rostro de aquel tipo. ¿Qué clase de músculos eran esos?
—¡EH! ¡TÚ! —grité incitado por mis impulsos, para, un instante después, darme cuenta de que no sabía qué decir. Inflé el pecho y coloqué una vez más las manos en la cadera—. Te perdono por haberme pateado —no me quedaba otra; no quería tener que medir fuerzas con una presencia así—. ¿Quién eres? ¡Hip! Muy pocos han podido patear, a lo largo de la historia, a Tofun Threepwood. Es todo un hito, muchacho. —Subí y bajé las cejas dos veces consecutivas, una de mis técnicas de persuasión infalibles. Quería evaluar quién era el gigante; la cárcel me había hecho comprender que no había que juzgar a un libro por su portada. Además, no podía evitar relacionar los frutos de la charla con mis excompañeros con el potencial de aquel cuerpo fornido: podría ser un buen fichaje.
Deslicé ligeramente la vista para percatarme de que, entre ese extraño polvo gris que se había extendido a ras del suelo, había cuerpos inconscientes de los que antes osaban amenazar al enorme humano. Tragué saliva sonoramente; una gota de sudor recorría mi frente. Estaba acojonado.