El oni, tan grande que, aun sentado, debía encorvarse para caber en tan lamentable y hediondo antro, se tapaba los ojos con la mano y apoyaba al mismo tiempo el peso de su cabeza sobre ella, soltando un gruñido exasperado de tanto en tanto. Tenía en la mesa frente a él, ridículamente pequeña en comparación a su altura, una jarra del denominado “meado” que, al igual que la de su compañero y “capitán”, había sustraído a unos marineros inconscientes que no lograron terminárselo. Sólo necesitó probar un sorbo de ella para saber que preferiría beber las aguas contaminadas por diarrea de jabalí antes que volver a acercarse aquella porquería a los labios.
Muchos eran los calificativos que a Balagus se le estaban pasando por la cabeza para describir a Silver. Todos y cada uno de ellos iban de “inútil cantamañanas” para abajo, pero sabía que debía callar. Al fin y al cabo, él tampoco había conseguido hacer nada para mejorar su situación.
El grito de un marinero de una mesa céntrica sacó al gigantón de sus lúgubres pensamientos, haciéndole mostrar varios de sus dientes en un hosco gruñido más fuerte de lo normal. Con profundo desagrado y desgana, alzó la cabeza y se retiró la mano lo justo y necesario para poder ver con un ojo. Con la frustración que se le estaba acumulando, estaba a media excusa de montar una pelea en aquel mismo intento de taberna.
Sin embargo, la historia empezó a interesarle lo suficiente como para quitarse la mano por completo y prestar toda su atención. “¿Un ballenero atacado por un rey marino tan cerca de la costa? Si está fondeado para repararse, será vulnerable, especialmente justo cuando hayan terminado…”
Con un pesado revés de su enorme manaza, sacudió a su compañero de un palmeo en el hombro, y señaló con la cabeza al grupillo.