Octojin
El terror blanco
04-09-2024, 03:25 PM
Octojin se sintió algo avergonzado cuando Asradi notó su esfuerzo por contenerse durante la comida. Estaba intentando comer más despacio y mostrar modales que no eran exactamente propios de un tiburón gyojin como él. Pero cuando la sirena le tocó el brazo y le dijo que no tenía por qué contenerse, algo en él se relajó. Soltó un suspiro y, aunque aún intentaba no parecer una bestia y se sentía algo avergonzado, comenzó a comer de manera más natural, disfrutando de la carne jugosa sin la tensión anterior. No importándole si se manchaba o tenía que dar un par de giros bruscos a la carne para cortarla con sus dientes. Aquello para él era disfrutar de la comida, y sinceramente, incluso le sabía mejor. El simple hecho de no limitarse a guardar las formas y centrarse en disfrutar de la comida, le dio una tranquilidad enorme.
A medida que masticaba con mayor soltura, Octojin sintió cómo el sabor salado y fuerte de la carne llenaba su boca. Era un gusto primario, sencillo, pero más que suficiente para un hambre como la suya. Aunque la comida no era de una calidad extraordinaria ni estaba aliñada con nada, en ese momento, le sabía como un manjar. Se permitió un par de mordiscos más bruscos, aunque sin llegar a ser desordenado. No quería que la sirena pensara que había perdido completamente los modales. Aun así, se sentía más cómodo. Estaba al lado de uno de los suyos, y aquella simple conexión le brindaba tranquilidad.
Después de comer, Octojin asintió ante las palabras de Asradi, viendo como se iba a dormir y caía pronto en un profundo sueño. Aquello le hizo ver al tiburón que la sirena estaba claramente cansada y había pasado un día muy atareada, algo que sin duda había hecho mella en su energía.
El habitante del mar se levantó con algo de esfuerzo y comenzó a recoger los restos de la comida. Los llevó a la entrada de la cueva y, usando el cuchillo que Asradi le había prestado, intentó cortar más trozos de la bestia. El proceso fue difícil; la carne era dura, y a pesar de su fuerza, necesitaba emplear paciencia para separar los grandes pedazos. Finalmente, logró cortar varios trozos decentes y los colocó cerca del fuego, asegurándose de que no se cocinaran demasiado rápido, sino que lo hicieran a fuego lento. Aquello sería su cena, o su desayuno, depende de a qué hora despertase la sirena.
Satisfecho con el trabajo, se acercó al resto del cuerpo de la bestia, lo levantó con facilidad, pero no sin antes suspirar e intentar dejar el cuerpo totalmente erguido, y lo llevó hasta la orilla del río, desde donde lo lanzó, observando cómo la corriente se lo llevaba. Pensó en voz alta que de esa forma evitarían atraer a más carroñeros, lo cual sería clave para poder descansar en paz esa noche.
Afuera, los ruidos de la selva continuaban, pero no había señales de bestias cercanas. Octojin observó los enormes árboles que se alzaban entre el río y la cueva. Se acercó y, con un fuerte golpe, los agitó, haciendo que algunos frutos y grandes hojas cayeran al suelo. Recogió un par de hojas gigantescas y volvió a la cueva. Dejándolas en la entrada. Hizo ese camino un par de veces más, cargando todos los frutos que habían caído de lo alto del árbol.
Yendo despacio e intentando no hacer ruido, fue colocando todos los frutos en una parte cercana al fuego de la cueva, pero lo suficientemente alejados para que no sufrieran ningún daño ni se pusieran malos. Cuando ya los tuvo todos listos, miró hacia las hojas y se quedó pensativo unos segundos. “¿Debería…? Sí, por qué no”
El habitante del mar se acercó sigilosamente hasta las hojas, las agarro y con sumo cuidado se acercó a Asradi, quien estaba dormida cerca de la hoguera. Con delicadeza, la cubrió con las hojas, acomodándolas sobre su cuerpo como si fueran una manta improvisada. Luego, en un gesto de cariño y agradecimiento por todo lo que había hecho por él, le acarició suavemente el brazo. La sirena no se movió, solo respiraba tranquila, y eso le dio a Octojin la paz que necesitaba. Le entraron muchas ganas de tumbarse allí, junto a ella, y poder gozar de un descanso más que merecido. Pero aquello hubiera sido imprudente, debía vigilar que ninguna bestia o peligro se acercase.
Se sentó a su lado, apoyando la espalda en la pared y con la mirada fija en el fuego, esperando tranquilamente. Su mente enseguida comenzó a divagar, atrapada por la danza hipnótica del calor. El fuego era fascinante, en su propio y destructivo modo, pero representaba algo tan opuesto a su esencia que no podía evitar sentir un contraste profundo. En sus ojos, el agua siempre había sido su refugio, su fuerza vital. El océano lo definía, le daba su poder, su identidad. Allí, entre las corrientes profundas, se sentía invencible, como si formara parte de algo mucho más grande que él. El agua le daba vida; era calmante, envolvente, flexible pero inmensamente poderosa. Podía ser feroz en tormentas, pero también pacífica en la quietud de una bahía.
El fuego, en cambio, era todo lo contrario. Era devorador, imparable en su propia naturaleza. Donde el agua daba vida, el fuego se alimentaba de ella, consumiéndola hasta reducirla a cenizas. El fuego era energía en su forma más cruda, y aunque el gyojin lo veía ahora como una herramienta necesaria para calentar y cocinar, nunca podría sentirse tan en paz con él como lo hacía con el agua. El agua nutría, el fuego destruía.
Aun así, comprendía el papel que ambos elementos jugaban en el mundo. Mientras que el agua daba forma a la vida, el fuego representaba la renovación a través de la destrucción. Era como si ambos fueran fuerzas que mantenían el equilibrio del mundo. El agua podía calmar los fuegos, pero el fuego, a su vez, transformaba la materia de manera que el agua nunca podría. Ambos eran necesarios, a pesar de sus diferencias.
Para el tiburón, el fuego era algo que observaba con respeto distante, sin comprender del todo su naturaleza. Se preguntaba cómo los seres de la superficie habían aprendido a convivir con él, a controlarlo para que les sirviera en lugar de destruirles. Él, por su parte, prefería la suavidad de las mareas, el abrazo de las profundidades que lo arrastraban y lo liberaban al mismo tiempo.
Todos aquellos pensamientos se daban mientras el crepitar de las llamas seguía llenando la cueva. "El fuego no cambia su camino, solo consume lo que se le pone delante. Y cuando acaba, lo deja todo en ruinas. Pero el agua… el agua tenía el poder de curar, de refrescar, de hacer crecer la vida donde el fuego solo dejaba destrucción.” Terminó reflexionando.
A medida que masticaba con mayor soltura, Octojin sintió cómo el sabor salado y fuerte de la carne llenaba su boca. Era un gusto primario, sencillo, pero más que suficiente para un hambre como la suya. Aunque la comida no era de una calidad extraordinaria ni estaba aliñada con nada, en ese momento, le sabía como un manjar. Se permitió un par de mordiscos más bruscos, aunque sin llegar a ser desordenado. No quería que la sirena pensara que había perdido completamente los modales. Aun así, se sentía más cómodo. Estaba al lado de uno de los suyos, y aquella simple conexión le brindaba tranquilidad.
Después de comer, Octojin asintió ante las palabras de Asradi, viendo como se iba a dormir y caía pronto en un profundo sueño. Aquello le hizo ver al tiburón que la sirena estaba claramente cansada y había pasado un día muy atareada, algo que sin duda había hecho mella en su energía.
El habitante del mar se levantó con algo de esfuerzo y comenzó a recoger los restos de la comida. Los llevó a la entrada de la cueva y, usando el cuchillo que Asradi le había prestado, intentó cortar más trozos de la bestia. El proceso fue difícil; la carne era dura, y a pesar de su fuerza, necesitaba emplear paciencia para separar los grandes pedazos. Finalmente, logró cortar varios trozos decentes y los colocó cerca del fuego, asegurándose de que no se cocinaran demasiado rápido, sino que lo hicieran a fuego lento. Aquello sería su cena, o su desayuno, depende de a qué hora despertase la sirena.
Satisfecho con el trabajo, se acercó al resto del cuerpo de la bestia, lo levantó con facilidad, pero no sin antes suspirar e intentar dejar el cuerpo totalmente erguido, y lo llevó hasta la orilla del río, desde donde lo lanzó, observando cómo la corriente se lo llevaba. Pensó en voz alta que de esa forma evitarían atraer a más carroñeros, lo cual sería clave para poder descansar en paz esa noche.
Afuera, los ruidos de la selva continuaban, pero no había señales de bestias cercanas. Octojin observó los enormes árboles que se alzaban entre el río y la cueva. Se acercó y, con un fuerte golpe, los agitó, haciendo que algunos frutos y grandes hojas cayeran al suelo. Recogió un par de hojas gigantescas y volvió a la cueva. Dejándolas en la entrada. Hizo ese camino un par de veces más, cargando todos los frutos que habían caído de lo alto del árbol.
Yendo despacio e intentando no hacer ruido, fue colocando todos los frutos en una parte cercana al fuego de la cueva, pero lo suficientemente alejados para que no sufrieran ningún daño ni se pusieran malos. Cuando ya los tuvo todos listos, miró hacia las hojas y se quedó pensativo unos segundos. “¿Debería…? Sí, por qué no”
El habitante del mar se acercó sigilosamente hasta las hojas, las agarro y con sumo cuidado se acercó a Asradi, quien estaba dormida cerca de la hoguera. Con delicadeza, la cubrió con las hojas, acomodándolas sobre su cuerpo como si fueran una manta improvisada. Luego, en un gesto de cariño y agradecimiento por todo lo que había hecho por él, le acarició suavemente el brazo. La sirena no se movió, solo respiraba tranquila, y eso le dio a Octojin la paz que necesitaba. Le entraron muchas ganas de tumbarse allí, junto a ella, y poder gozar de un descanso más que merecido. Pero aquello hubiera sido imprudente, debía vigilar que ninguna bestia o peligro se acercase.
Se sentó a su lado, apoyando la espalda en la pared y con la mirada fija en el fuego, esperando tranquilamente. Su mente enseguida comenzó a divagar, atrapada por la danza hipnótica del calor. El fuego era fascinante, en su propio y destructivo modo, pero representaba algo tan opuesto a su esencia que no podía evitar sentir un contraste profundo. En sus ojos, el agua siempre había sido su refugio, su fuerza vital. El océano lo definía, le daba su poder, su identidad. Allí, entre las corrientes profundas, se sentía invencible, como si formara parte de algo mucho más grande que él. El agua le daba vida; era calmante, envolvente, flexible pero inmensamente poderosa. Podía ser feroz en tormentas, pero también pacífica en la quietud de una bahía.
El fuego, en cambio, era todo lo contrario. Era devorador, imparable en su propia naturaleza. Donde el agua daba vida, el fuego se alimentaba de ella, consumiéndola hasta reducirla a cenizas. El fuego era energía en su forma más cruda, y aunque el gyojin lo veía ahora como una herramienta necesaria para calentar y cocinar, nunca podría sentirse tan en paz con él como lo hacía con el agua. El agua nutría, el fuego destruía.
Aun así, comprendía el papel que ambos elementos jugaban en el mundo. Mientras que el agua daba forma a la vida, el fuego representaba la renovación a través de la destrucción. Era como si ambos fueran fuerzas que mantenían el equilibrio del mundo. El agua podía calmar los fuegos, pero el fuego, a su vez, transformaba la materia de manera que el agua nunca podría. Ambos eran necesarios, a pesar de sus diferencias.
Para el tiburón, el fuego era algo que observaba con respeto distante, sin comprender del todo su naturaleza. Se preguntaba cómo los seres de la superficie habían aprendido a convivir con él, a controlarlo para que les sirviera en lugar de destruirles. Él, por su parte, prefería la suavidad de las mareas, el abrazo de las profundidades que lo arrastraban y lo liberaban al mismo tiempo.
Todos aquellos pensamientos se daban mientras el crepitar de las llamas seguía llenando la cueva. "El fuego no cambia su camino, solo consume lo que se le pone delante. Y cuando acaba, lo deja todo en ruinas. Pero el agua… el agua tenía el poder de curar, de refrescar, de hacer crecer la vida donde el fuego solo dejaba destrucción.” Terminó reflexionando.