Que un joven y apuesto revolucionario usara los recursos de su padre para viajar, un empresario explotador y opresor, era un duro golpe al sistema. Todo el mundo sabía que quitarle dinero a un hombre rico y destinarlo a los intereses del pueblo era actuar en nombre del Ejército Revolucionario. Y cada uno de los viajes de Lemon Stone, el futuro Comandante Supremo, era eso: un desinteresado gesto de ayuda hacia los más necesitados.
Todavía no lo aceptaban oficialmente como miembro de la Armada, pero poseía el MANUAL, lo que le convertía directamente en uno de los revolucionarios más importantes no solo del Mar del Este, sino del mundo entero. Una lástima que la encarga de reclutamiento y selección no viera las mismas cualidades que Lemon veía en sí mismo. Era un tipo elocuente, versado en el arte de la guerra y la escritura, e incluso sabía tocar la flauta. Y, por sobre todas las cosas, entendía el sufrimiento de los pobres. Quedarse a vivir con los padres hasta los 30 años por no poder acceder a una casa, utilizar el transporte público por no contar con una flota personal de barcos, comer dos días seguidos el mismo plato de comida… ¿Acaso hay otra definición de infierno?
Como supuesto revolucionario de bajo grado debía cargar él mismo su equipaje, pues los sirvientes (y sobre todo los esclavos) estaban muy mal visto y restaban puntos de rebeldía. No llevaba gran cosa en su espalda: una mochila con una botella de agua, un encendedor, diez cajetillas de cigarros y una petaca con ron. Había escuchado que los piratas eran amantes del ron, por eso siempre traía una consigo, no porque le gustara beber a las 10 de la mañana, sino porque a veces en la vida hay que actuar, aparentar ser de otro bando para poder ver un nuevo amanecer.
Lemon avanzó por el puerto de la isla, una sencilla infraestructura de madera que podía hundirse con un poco de marea fuerte, pero ese no era su problema. Lo suyo era quemar banderas y rayar edificios gubernamentales, no jugar a ser Bob “El Constructor”. Si la gente le ovacionaba lo suficiente, le pediría a su padre que enviase a uno de sus tantos ingenieros para arreglar el puerto. Frente a sus ojos, allí donde finalizaba el horizonte y comenzaba la especulación, se alzaba un bosque selvático y monocromático. Todo era verde, todo era… horrible. Los árboles eran hermosos, las flores eran hermosas, pero los revolucionarios debían detestar el color del dinero aunque, en realidad, a Lemon le gustaba muchísimo; era un naturalista en toda regla.
Así, Lemon caminó hasta llegar a una tienda bastante llamativa y entró en ella con la intención de gastar un poco de dinerillo.
-¡Buenas! ¿Tienen algo aquí que sirva para romper cráneos? -preguntó, acomodándose la máscara.