Terence Blackmore
Enigma del East Blue
06-09-2024, 08:40 PM
A paso firme, fui caminando en dirección al puerto, en una postura aparentemente relajada pero alerta. Las calles estaban más silenciosas de lo normal a estas horas y aquello solo significaba algún desastre eventual o un peligro directo. El silencio tiene una forma peculiar de envolver el aire, como si la ciudad misma contuviera la respiración, anticipando algo que ni siquiera sus habitantes podían prever. El viento, fresco y salado, rozaba mi rostro con un murmullo que casi parecía restallar con cierta gracia épica, como si tratara de anunciar una gran gesta. Sobre esta isla, aparentemente tranquila, se cernía una inquietud que brotaba desde sus entrañas, corroídas por el óxido de la corrupción de los Bajos Fondos.
No me equivocaba. Cuanto más me iba acercando a la zona portuaria, más murmullo acontecía, y gracias a él también pude observar la escena en ciernes. Marines, hombres uniformados en azul y blanco, estaban haciendo lo que mejor saben hacer: limpiar los desechos de un naufragio moral. Los pocos civiles que se aventuraban cerca del puerto estaban agrupados en silencio, observando con ojos desconfiados y curiosos cómo los marines acorralaban a un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros, claramente mafiosos o al menos asociados a las sombras de Rostock. Los metían en carros de detención con la eficacia de alguien que ha repetido esta rutina una y otra vez. Junto a los prisioneros, cajas selladas y maletas cargadas con el peso del dinero mal habido eran inspeccionadas minuciosamente antes de ser transportadas hacia los vehículos de la marina.
La escena era un claro ejemplo de la fragilidad del poder en el Inframundo. Chettony el Cheetah, cuyo nombre resonaba con eco entre las voces de los que habitamos en los bordes de la ley. No era de los que se dejaban atrapar fácilmente, lo que hacía pensar que aquellos hombres, ahora encadenados y humillados, podrían haber sido enviados por él o quizás eran simplemente otros depredadores que habían intentado morder más de lo que podían tragar. Pero en este juego, ser atrapado por la marina no era una opción que pudiera permitirme.
Una voz femenina, autoritaria, pero contenida, resonó entre la multitud.
—Por favor, esta zona está acordonada. Manténganse al margen— espetó, sin mayor atención que un simple ejercicio ordinario.
El mensaje era claro. Los civiles retrocedieron unos pasos, aunque sus miradas seguían fijas en la escena, como si la violencia contenida fuera una obra de teatro grotesca de la cual no podían apartar la vista. Yo, en cambio, era conocedor de esa obra, no un simple espectador. Tomé unos instantes para analizar como futilmente los mafiosos trataban de deshacerse de las presas de unos hombres claramente mejor formados que ellos.
Pronto, reparé en el hombre moreno del pelo plateado, que caminaba unos pasos detrás de mí, estaba en silencio, aunque su presencia era palpable. A pesar de su envergadura, sabía moverse con la delicadeza de un depredador. Su mirada, oscura y penetrante, se posaba en los marines con un brillo calculador. Él también estaba evaluando las opciones, sopesando los riesgos y las recompensas, tal como yo lo hacía. Una figura interesante que hasta el momento no había divisado en Rostock.
Me pregunté en silencio si tendría razón de ser el entrar en la contienda, pero pronto evalué que la respuesta ya estaba clara. Podía hacerlo, sin duda, y no me faltaban las habilidades para escapar si la situación se volvía complicada. Pero… ¿Merecía la pena? El peso de los testigos, la presencia imponente de la autoridad, el eco de un posible cartel de “Se busca” con mi nombre estampado en todas las paredes de la ciudad y en el peor caso de la totalidad del East Blue… No, no valía la pena. Menos aún si quería mantener la agenda que tenía en mente y con la cual fantaseaba desde hacía algunos días.
Y fue entonces cuando la situación cambió. Una voz, un tanto imprecisa, pero lo suficientemente cercana como para sobresalir del murmullo general, me interrumpió.
—Perdona... ¿Blackmore? —Una figura extraña, con el rostro oculto parcialmente por un sombrero, se dirigía a mí. Me giré ligeramente, midiendo cada uno de sus movimientos. El hombre parecía haberse confundido, mas lo cierto es que no erró, pero algo en su tono me hizo dudar de su torpeza. —Ah, perdón, me equivoqué, disculpe. — comentó con cierta sorna, dejando caer que sabía mucho más de mi familia de lo que conocía y que efectivamente no había sido una confusión. Esto me hizo tomar curiosidad como para seguir mirándole durante la aparente torpe andanza de su cuerpo rechoncho.
El hombre hizo un ademán de disculpa, quitándose el sombrero, pero lo que realmente llamó mi atención fue la persistencia en su voz. Algo en él no encajaba. Ese nombre no debería ser relacionado con mi persona. Mi mirada se entrecerró mientras lo observaba con más detenimiento, pero antes de que pudiera analizarlo más, volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al hombre ataviado con tricornio que estaba a una cierta distancia, momento que aproveché para escuchar con atención.
—¡Aja! Esta vez no me equivoco, estoy seguro... ¿Tú no estabas en la partida de póker? — dejó caer como un anzuelo esperando ser mordido. El cano lo miró con la misma calma gélida que mostraba al disculparse ante mí, pero el hombre continuó —¿Así que oíste la conversación y has venido a ver si había suerte? Pues… si estás interesado, tengo información bastante interesante... pero hablemos en un lugar más privado. Por si acaso.— finalizó, con una amplia e insidiosa sonrisa que le recorría la cara, nuevamente.
El hombre ataviado con tricornio y yo intercambiamos una mirada breve pero significativa. Este tipo era extrañamente sospechoso, con su sonrisa ancha y esa formalidad exagerada, casi caricaturesca. Su propuesta era vaga, demasiado abierta para alguien que claramente estaba jugando un juego que requería precisión. Sin embargo, sus palabras tenían el eco de una verdad que no podíamos ignorar: había más en juego de lo que parecía a simple vista, y parecía contar con suficiente información como para entender nuestra suerte en esta empresa… Y los riesgos, aunque altos, podrían ser recompensados con la información adecuada. La codicia es un veneno dulce, y en este momento, el antídoto a la incertidumbre era la posibilidad de un beneficio tangible. Era tan consciente como el hombre de la sonrisa pérfida, y ambos conocíamos las reglas del juego de tahúr que estábamos dispuestos a disfrutar.
El hombre, como si estuviera seguro de que lo seguiríamos, se dirigió hacia un callejón cercano donde sus pasos iban resonando casi irregulares en las calles vacías. El mundo de la turbiedad de los Bajos Fondos es un laberinto en el que solo sobreviven aquellos que entienden sus reglas. Y las reglas dictaban que a veces hay que seguir a los bufones para descubrir la verdad que ocultan tras sus máscaras de delicada y frágil porcelana.
Reparé en el hombre de mirada analítica, el otro con el cual había contactado el arlequín mórbido, y me dirigí hacia él, aprovechando la reanudación de mi marcha en dirección a este intento de hombre, dedicándole una mirada cansada que paralizó el ambiente durante unos segundos en una danza de egos dónde miradas de ojos ámbar prístino se cruzaban en un tono de respeto, pero también de curiosidad.
—Cano, sigamos al fantoche —murmuré, apenas moviendo los labios en dirección a este hombre, pero con una sonrisa amigable y al mismo tiempo pausada — Si nos traiciona, bueno… siempre hay formas de recuperar lo perdido con intereses. —comenté lentamente junto con una mueca de cierta pereza mientras me frotaba el ojo izquierdo decorado por un lunar que acentuaba mi aire de donjuán.
Sin más palabras ni ademanes, me dispuse a seguirlo. Mis sentidos se agudizaron mientras sendos nos adentrábamos en la penumbra del callejón. El cambio en la atmósfera era palpable, como si hubiéramos cruzado un umbral invisible hacia un mundo donde la luz del día tenía vetada la entrada. La oscuridad no es un impedimento, sino un terreno familiar, una ventaja palpable.
El hombre se detuvo en un rincón del callejón, un espacio lo suficientemente alejado de las miradas curiosas, pero no tan oculto como para inspirar confianza. Se giró hacia nosotros, mostrando una sonrisa aún más amplia, como si su boca fuera incapaz de contener la alegría que sentía al haberme arrastrado allí, pero claro, las notas más exclusivas se tocan en acordes lo suficientemente bajos como para ser percibidas a pesar de dar forma a toda la pieza.
—Soy Moguro, pero quienes me conocen me llaman "vendedor risueño" — dijo con una hiérbole de inclinación de su cabeza, realzando su teatralidad, mientras sacaba una tarjeta y la extendía hacia mí. La tomé, observando el nombre y un número de contacto grabados en ella junto a un pequeño símbolo de Den Den Mushi. —Pero tranquilos, no voy a venderles nada, no soy un vendedor común y corriente. Yo hago negocios con los corazones... con los corazones de la gente — reafirmó con ciertos aires de grandeza.
Mi expresión permaneció imperturbable salvo por un indiferente arqueo de ceja mientras analizaba sus palabras. Negocios con corazones. Un término ambiguo, pero no por ello menos interesante. De hecho, su negocio y el mío se parecían, y además tenía algo en mente que tenía un cierto simil a este modelo. Presté cierta atención y, metí las manos en los bolsillos en posición aparentemente relajada.
—¡Ja! Y tranquilos, no trabajo por dinero —añadió, su tono casi despreocupado. —Ver a mis clientes satisfechos es recompensa más que suficiente. Además, lo único que os voy a decir es dónde Chester Chettony está sacando realmente sus ganancias... Lograr o no haceros con ellas, es cosa vuestra... ¡Ho ho ho ho!— sentenció de una manera tan grotesca que parecía vomitar las palabras con aquel chirrido que tenía por voz. Nauseabundo, pero certero.
La risa de Moguro resonó con poca fuerza en el callejón, rebotando en las paredes de piedra cercana como un eco macabro, y por fortuna, absorbida por la madera humedecida de la zona. Su comportamiento era desconcertante, pero no por ello menos intrigante.
Si algo he aprendido en mis años navegando las aguas turbias es que nadie hace algo por nada. Incluso aquellos que no trabajan por dinero tienen sus propios motivos ocultos. Las alianzas en este mundo son frágiles, construidas sobre arenas movedizas de intereses cambiantes.
Moguro miraba con sonrisa perenne y con mirada perdida pero atenta, como si conociera todas las respuestas.
—Aún no has sido completamente claro sobre cuál es tu verdadero beneficio en este intercambio. — Mi tono era una mezcla de indiferencia calculada y curiosidad inquisitiva, como si estuviera desentrañando un complicado enigma. — Has insinuado que posees información valiosa sobre las ganancias de Chettony, pero el detalle esencial que aún no has abordado es: ¿qué es lo que realmente esperas obtener de esto? — comenté, truncando el valor transacional de la balanza. — Evidentemente necesitas ayuda, así que eres tu el solicitante. — sentencié finalmente con una sonrisa tan empática como fría.
Al plantear esta pregunta, no solo lo desafiaba a mostrar sus cartas, sino que, al mismo tiempo, lo ponía en una posición donde cualquier respuesta revelaría más de lo que pretendía. Si intentaba disfrazar sus verdaderos motivos, sería forzado a hacerlo de manera torpe, abriendo la puerta a contradicciones que podría aprovechar. Mientras nuestros intereses no se enfrentaran en una colisión directa, podríamos beneficiar ambos; sin embargo, en el juego de las sombras, la claridad y la sinceridad son las piezas clave. Los Bajos Fondos se basaban en la confianza.
No me equivocaba. Cuanto más me iba acercando a la zona portuaria, más murmullo acontecía, y gracias a él también pude observar la escena en ciernes. Marines, hombres uniformados en azul y blanco, estaban haciendo lo que mejor saben hacer: limpiar los desechos de un naufragio moral. Los pocos civiles que se aventuraban cerca del puerto estaban agrupados en silencio, observando con ojos desconfiados y curiosos cómo los marines acorralaban a un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros, claramente mafiosos o al menos asociados a las sombras de Rostock. Los metían en carros de detención con la eficacia de alguien que ha repetido esta rutina una y otra vez. Junto a los prisioneros, cajas selladas y maletas cargadas con el peso del dinero mal habido eran inspeccionadas minuciosamente antes de ser transportadas hacia los vehículos de la marina.
La escena era un claro ejemplo de la fragilidad del poder en el Inframundo. Chettony el Cheetah, cuyo nombre resonaba con eco entre las voces de los que habitamos en los bordes de la ley. No era de los que se dejaban atrapar fácilmente, lo que hacía pensar que aquellos hombres, ahora encadenados y humillados, podrían haber sido enviados por él o quizás eran simplemente otros depredadores que habían intentado morder más de lo que podían tragar. Pero en este juego, ser atrapado por la marina no era una opción que pudiera permitirme.
Una voz femenina, autoritaria, pero contenida, resonó entre la multitud.
—Por favor, esta zona está acordonada. Manténganse al margen— espetó, sin mayor atención que un simple ejercicio ordinario.
El mensaje era claro. Los civiles retrocedieron unos pasos, aunque sus miradas seguían fijas en la escena, como si la violencia contenida fuera una obra de teatro grotesca de la cual no podían apartar la vista. Yo, en cambio, era conocedor de esa obra, no un simple espectador. Tomé unos instantes para analizar como futilmente los mafiosos trataban de deshacerse de las presas de unos hombres claramente mejor formados que ellos.
Pronto, reparé en el hombre moreno del pelo plateado, que caminaba unos pasos detrás de mí, estaba en silencio, aunque su presencia era palpable. A pesar de su envergadura, sabía moverse con la delicadeza de un depredador. Su mirada, oscura y penetrante, se posaba en los marines con un brillo calculador. Él también estaba evaluando las opciones, sopesando los riesgos y las recompensas, tal como yo lo hacía. Una figura interesante que hasta el momento no había divisado en Rostock.
Me pregunté en silencio si tendría razón de ser el entrar en la contienda, pero pronto evalué que la respuesta ya estaba clara. Podía hacerlo, sin duda, y no me faltaban las habilidades para escapar si la situación se volvía complicada. Pero… ¿Merecía la pena? El peso de los testigos, la presencia imponente de la autoridad, el eco de un posible cartel de “Se busca” con mi nombre estampado en todas las paredes de la ciudad y en el peor caso de la totalidad del East Blue… No, no valía la pena. Menos aún si quería mantener la agenda que tenía en mente y con la cual fantaseaba desde hacía algunos días.
Y fue entonces cuando la situación cambió. Una voz, un tanto imprecisa, pero lo suficientemente cercana como para sobresalir del murmullo general, me interrumpió.
—Perdona... ¿Blackmore? —Una figura extraña, con el rostro oculto parcialmente por un sombrero, se dirigía a mí. Me giré ligeramente, midiendo cada uno de sus movimientos. El hombre parecía haberse confundido, mas lo cierto es que no erró, pero algo en su tono me hizo dudar de su torpeza. —Ah, perdón, me equivoqué, disculpe. — comentó con cierta sorna, dejando caer que sabía mucho más de mi familia de lo que conocía y que efectivamente no había sido una confusión. Esto me hizo tomar curiosidad como para seguir mirándole durante la aparente torpe andanza de su cuerpo rechoncho.
El hombre hizo un ademán de disculpa, quitándose el sombrero, pero lo que realmente llamó mi atención fue la persistencia en su voz. Algo en él no encajaba. Ese nombre no debería ser relacionado con mi persona. Mi mirada se entrecerró mientras lo observaba con más detenimiento, pero antes de que pudiera analizarlo más, volvió a hablar, esta vez dirigiéndose al hombre ataviado con tricornio que estaba a una cierta distancia, momento que aproveché para escuchar con atención.
—¡Aja! Esta vez no me equivoco, estoy seguro... ¿Tú no estabas en la partida de póker? — dejó caer como un anzuelo esperando ser mordido. El cano lo miró con la misma calma gélida que mostraba al disculparse ante mí, pero el hombre continuó —¿Así que oíste la conversación y has venido a ver si había suerte? Pues… si estás interesado, tengo información bastante interesante... pero hablemos en un lugar más privado. Por si acaso.— finalizó, con una amplia e insidiosa sonrisa que le recorría la cara, nuevamente.
El hombre ataviado con tricornio y yo intercambiamos una mirada breve pero significativa. Este tipo era extrañamente sospechoso, con su sonrisa ancha y esa formalidad exagerada, casi caricaturesca. Su propuesta era vaga, demasiado abierta para alguien que claramente estaba jugando un juego que requería precisión. Sin embargo, sus palabras tenían el eco de una verdad que no podíamos ignorar: había más en juego de lo que parecía a simple vista, y parecía contar con suficiente información como para entender nuestra suerte en esta empresa… Y los riesgos, aunque altos, podrían ser recompensados con la información adecuada. La codicia es un veneno dulce, y en este momento, el antídoto a la incertidumbre era la posibilidad de un beneficio tangible. Era tan consciente como el hombre de la sonrisa pérfida, y ambos conocíamos las reglas del juego de tahúr que estábamos dispuestos a disfrutar.
El hombre, como si estuviera seguro de que lo seguiríamos, se dirigió hacia un callejón cercano donde sus pasos iban resonando casi irregulares en las calles vacías. El mundo de la turbiedad de los Bajos Fondos es un laberinto en el que solo sobreviven aquellos que entienden sus reglas. Y las reglas dictaban que a veces hay que seguir a los bufones para descubrir la verdad que ocultan tras sus máscaras de delicada y frágil porcelana.
Reparé en el hombre de mirada analítica, el otro con el cual había contactado el arlequín mórbido, y me dirigí hacia él, aprovechando la reanudación de mi marcha en dirección a este intento de hombre, dedicándole una mirada cansada que paralizó el ambiente durante unos segundos en una danza de egos dónde miradas de ojos ámbar prístino se cruzaban en un tono de respeto, pero también de curiosidad.
—Cano, sigamos al fantoche —murmuré, apenas moviendo los labios en dirección a este hombre, pero con una sonrisa amigable y al mismo tiempo pausada — Si nos traiciona, bueno… siempre hay formas de recuperar lo perdido con intereses. —comenté lentamente junto con una mueca de cierta pereza mientras me frotaba el ojo izquierdo decorado por un lunar que acentuaba mi aire de donjuán.
Sin más palabras ni ademanes, me dispuse a seguirlo. Mis sentidos se agudizaron mientras sendos nos adentrábamos en la penumbra del callejón. El cambio en la atmósfera era palpable, como si hubiéramos cruzado un umbral invisible hacia un mundo donde la luz del día tenía vetada la entrada. La oscuridad no es un impedimento, sino un terreno familiar, una ventaja palpable.
El hombre se detuvo en un rincón del callejón, un espacio lo suficientemente alejado de las miradas curiosas, pero no tan oculto como para inspirar confianza. Se giró hacia nosotros, mostrando una sonrisa aún más amplia, como si su boca fuera incapaz de contener la alegría que sentía al haberme arrastrado allí, pero claro, las notas más exclusivas se tocan en acordes lo suficientemente bajos como para ser percibidas a pesar de dar forma a toda la pieza.
—Soy Moguro, pero quienes me conocen me llaman "vendedor risueño" — dijo con una hiérbole de inclinación de su cabeza, realzando su teatralidad, mientras sacaba una tarjeta y la extendía hacia mí. La tomé, observando el nombre y un número de contacto grabados en ella junto a un pequeño símbolo de Den Den Mushi. —Pero tranquilos, no voy a venderles nada, no soy un vendedor común y corriente. Yo hago negocios con los corazones... con los corazones de la gente — reafirmó con ciertos aires de grandeza.
Mi expresión permaneció imperturbable salvo por un indiferente arqueo de ceja mientras analizaba sus palabras. Negocios con corazones. Un término ambiguo, pero no por ello menos interesante. De hecho, su negocio y el mío se parecían, y además tenía algo en mente que tenía un cierto simil a este modelo. Presté cierta atención y, metí las manos en los bolsillos en posición aparentemente relajada.
—¡Ja! Y tranquilos, no trabajo por dinero —añadió, su tono casi despreocupado. —Ver a mis clientes satisfechos es recompensa más que suficiente. Además, lo único que os voy a decir es dónde Chester Chettony está sacando realmente sus ganancias... Lograr o no haceros con ellas, es cosa vuestra... ¡Ho ho ho ho!— sentenció de una manera tan grotesca que parecía vomitar las palabras con aquel chirrido que tenía por voz. Nauseabundo, pero certero.
La risa de Moguro resonó con poca fuerza en el callejón, rebotando en las paredes de piedra cercana como un eco macabro, y por fortuna, absorbida por la madera humedecida de la zona. Su comportamiento era desconcertante, pero no por ello menos intrigante.
Si algo he aprendido en mis años navegando las aguas turbias es que nadie hace algo por nada. Incluso aquellos que no trabajan por dinero tienen sus propios motivos ocultos. Las alianzas en este mundo son frágiles, construidas sobre arenas movedizas de intereses cambiantes.
Moguro miraba con sonrisa perenne y con mirada perdida pero atenta, como si conociera todas las respuestas.
—Aún no has sido completamente claro sobre cuál es tu verdadero beneficio en este intercambio. — Mi tono era una mezcla de indiferencia calculada y curiosidad inquisitiva, como si estuviera desentrañando un complicado enigma. — Has insinuado que posees información valiosa sobre las ganancias de Chettony, pero el detalle esencial que aún no has abordado es: ¿qué es lo que realmente esperas obtener de esto? — comenté, truncando el valor transacional de la balanza. — Evidentemente necesitas ayuda, así que eres tu el solicitante. — sentencié finalmente con una sonrisa tan empática como fría.
Al plantear esta pregunta, no solo lo desafiaba a mostrar sus cartas, sino que, al mismo tiempo, lo ponía en una posición donde cualquier respuesta revelaría más de lo que pretendía. Si intentaba disfrazar sus verdaderos motivos, sería forzado a hacerlo de manera torpe, abriendo la puerta a contradicciones que podría aprovechar. Mientras nuestros intereses no se enfrentaran en una colisión directa, podríamos beneficiar ambos; sin embargo, en el juego de las sombras, la claridad y la sinceridad son las piezas clave. Los Bajos Fondos se basaban en la confianza.