Terence Blackmore
Enigma del East Blue
08-09-2024, 03:07 AM
(Última modificación: 08-09-2024, 03:09 AM por Terence Blackmore.)
La tensión se había acumulado como una tormenta sobre la ciudad costera. La estación de tren, con su reciente incendio controlado, aún humeaba tenuemente, y las cicatrices de la batalla reciente parecían ser solo el preludio de una amenaza mayor que se cernía sobre la isla. El grupo de marines liderado por Ray se había mostrado incansable, pero el tiempo no les daba respiro. La calma que siguió al caos inicial era apenas un engaño, una pausa antes de que las sombras se movieran de nuevo.
Ray no tenía intención de permitir que los criminales escaparan. Mientras el humo aún se disipaba en el aire, había detectado movimiento en la periferia, figuras vestidas de manera sospechosa que se alejaban apresuradamente de la escena del crimen. Sin necesidad de comunicación verbal, se lanzó en su persecución. El resto del grupo lo siguió, sabiendo que la amenaza no había sido erradicada, sino desplazada hacia otro rincón oscuro de la ciudad.
El camino hacia el puerto se convirtió en una carrera vertiginosa a través de las calles sinuosas y angostas. El estruendo de las olas se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaban al litoral, y con él, la densidad del aire aumentaba, cargada con el aroma a sal, el sudor de los trabajadores portuarios y el olor acre de los incendios que, aunque distantes, persistían como un recordatorio del peligro inminente.
El puerto de la ciudad, normalmente bullicioso con la actividad constante de los comerciantes y pescadores, presentaba ahora un panorama desolador. El sonido del metal golpeando madera y el chisporroteo de las fogatas improvisadas se mezclaban con los gritos distantes de la población civil que aún trataba de evacuar la zona. La calma que podría haber esperado de una ciudad costera se había convertido en un hervidero de ansiedad y tensión mal contenida. Los marines eran la última barrera entre la anarquía y el orden, pero incluso ellos se sentían sobrepasados por la magnitud de la amenaza.
Al fin, la persecución llevó al grupo hacia una vieja casa de madera, una estructura que parecía haber sido olvidada por el tiempo y los habitantes de la ciudad. Las tablas de la fachada estaban podridas, el techo inclinado y cubierto de moho, y las ventanas rotas apenas contenían lo que quedaba del interior en pie. Los criminales se habían refugiado allí, confiando en que su miserable guarida los protegería de la justicia que los perseguía. Ray se detuvo frente a la entrada, evaluando el siguiente movimiento. Los demás marines se alinearon detrás de él, listos para actuar, sus respiraciones entrecortadas pero decididas.
El silencio de esa pausa fue roto por una explosión ensordecedora que resonó desde el puerto cercano. El estruendo sacudió la tierra bajo sus pies, y cuando alzaron la vista hacia la fuente del sonido, fueron testigos de una devastación indescriptible. Dos barcos en el puerto habían sido alcanzados por las explosiones. El primero, un carguero viejo y oxidado, estaba partido en dos, sus fragmentos de metal y madera esparcidos por las aguas cercanas. Llamas anaranjadas y rojas envolvían su estructura, y el humo negro ascendía en espirales hacia el cielo, donde se mezclaba con las nubes bajas y cargadas de sal del mar. El segundo barco, más pequeño, pero igualmente destrozado, estaba a punto de hundirse, su casco destrozado y sus velas en llamas, balanceándose peligrosamente mientras el agua comenzaba a inundar su interior.
El puerto que había rebosado de pura opulencia, que había sido un testigo de vida y comercio, ahora se veía transformado en una escena apocalíptica. Los escombros flotaban en el agua como cadáveres silenciosos, y el olor a combustible quemado se mezclaba con la salinidad del mar, creando una atmósfera irrespirable. Los pescadores y trabajadores portuarios, algunos de ellos heridos por la explosión, huían desesperadamente de la escena, tratando de alejarse del fuego y del peligro inminente. Los gritos de miedo y desesperación llenaban el aire, y el caos que se había apoderado de la estación de tren ahora se repetía en el puerto.
Sin embargo, no todos los presentes en el puerto estaban en pánico. Entre la multitud que huía, algunas figuras encapuchadas se movían con una calma inquietante, avanzando con determinación hacia el mismo lugar donde los criminales se habían refugiado. Estos individuos no mostraban signos de miedo o desconcierto, sino que parecían saber exactamente lo que estaban haciendo. Se movían en perfecta coordinación, con pasos rápidos pero controlados, y aunque no ocultaban del todo su presencia, tampoco intentaban llamar la atención. Los marines los reconocieron de inmediato como parte del grupo que habían estado persiguiendo, pero ahora estaba claro que no estaban solos.
Mientras la multitud corría en todas direcciones, estos encapuchados avanzaban hacia la vieja casa, sus movimientos tan fluidos como los de un enjambre de sombras. Había una frialdad en su manera de operar, una eficiencia que sugería que estaban acostumbrados a este tipo de situaciones. Estaban armados con cuchillos afilados y pistolas de corto alcance, y sus capuchas negras ocultaban sus rostros en sombras profundas, haciendo imposible distinguir sus expresiones. Pero no necesitaban mostrar sus emociones para dejar claro que estaban listos para lo que viniera, mientras las llamas se encontraban reflejándose en las aguas agitadas como un espejo distorsionado de la destrucción.
Mientras algunos barcos en llamas se hundían lentamente, los encapuchados se reagruparon cerca de la entrada de la casa. Había algo ritual en sus movimientos, como si estuvieran preparando un asalto cuidadosamente planificado. Dos de ellos se posicionaron en las esquinas de la casa, vigilando las posibles rutas de escape, mientras el resto se preparaba para entrar.
Los gritos de la población civil seguían resonando en la distancia, pero para los encapuchados y los marines que los observaban, el mundo exterior parecía haberse desvanecido. La tensión en el aire era palpable, como si todo estuviera a punto de estallar de nuevo en una confrontación violenta. Los criminales dentro de la casa seguramente sabían que su tiempo se estaba agotando, y aunque las llamas del puerto ya no amenazaban con propagarse hasta allí, la verdadera amenaza se encontraba mucho más cerca.
La escena era un caos controlado, donde cada elemento parecía estar al borde de desbordarse, pero aún se mantenía bajo una extraña y oscura sinfonía de destrucción.
El olor a combustible quemado, a madera ardiendo, se mezclaba con la brisa salada del puerto, creando una atmósfera sofocante. Los encapuchados se movían con precisión militar, sin perder el ritmo, como si el caos a su alrededor no fuera más que una distracción efímera. Sus intenciones estaban claras: reforzar a los criminales atrincherados en la casa y asegurarse de que su escape fuera tan letal como su llegada.
Mientras el grupo de Ray se adentraba en las profundidades de la ciudad, persiguiendo a los malhechores que se habían refugiado en la vieja casa cercana al puerto, otro contingente de marines se encontraba en las inmediaciones. Este segundo grupo, liderado por un sargento de mediana edad con cicatrices de batallas pasadas, había estado controlando el perímetro de la estación tras la intervención inicial. La situación en la estación de tren, aunque contenida, aún era frágil. Los rastros de humo y las cenizas en el aire seguían flotando como fantasmas de lo que acababa de suceder. Sin embargo, para estos marines, el deber los llamaba en otra dirección.
El sargento miró a su alrededor con una expresión de preocupación contenida. Su rostro curtido y lleno de arrugas, talladas por años de enfrentamientos, mostraba una tensión que no era habitual en él. Observó cómo Ray y su grupo desaparecían entre las sombras, su mirada firme siguiendo el rastro de los criminales que se dirigían hacia el puerto. Por un momento, dudó si debía unirse a ellos, pero algo más lo inquietaba. Sentía una urgencia diferente, un peligro que no provenía de las llamas ni de las balas, sino de lo que acechaba más allá del horizonte de su comprensión.
El grupo de marines asintió en silencio. Eran hombres y mujeres entrenados para seguir órdenes sin cuestionarlas, pero en esta ocasión, la decisión del sargento resonaba en sus propias preocupaciones. La base de la Marina en la isla no solo era su hogar, sino el centro de operaciones estratégicas, y sin duda, el próximo objetivo de cualquier plan orquestado por los atacantes. Dejarla desprotegida sería un error fatal.
Ray no tenía intención de permitir que los criminales escaparan. Mientras el humo aún se disipaba en el aire, había detectado movimiento en la periferia, figuras vestidas de manera sospechosa que se alejaban apresuradamente de la escena del crimen. Sin necesidad de comunicación verbal, se lanzó en su persecución. El resto del grupo lo siguió, sabiendo que la amenaza no había sido erradicada, sino desplazada hacia otro rincón oscuro de la ciudad.
El camino hacia el puerto se convirtió en una carrera vertiginosa a través de las calles sinuosas y angostas. El estruendo de las olas se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaban al litoral, y con él, la densidad del aire aumentaba, cargada con el aroma a sal, el sudor de los trabajadores portuarios y el olor acre de los incendios que, aunque distantes, persistían como un recordatorio del peligro inminente.
El puerto de la ciudad, normalmente bullicioso con la actividad constante de los comerciantes y pescadores, presentaba ahora un panorama desolador. El sonido del metal golpeando madera y el chisporroteo de las fogatas improvisadas se mezclaban con los gritos distantes de la población civil que aún trataba de evacuar la zona. La calma que podría haber esperado de una ciudad costera se había convertido en un hervidero de ansiedad y tensión mal contenida. Los marines eran la última barrera entre la anarquía y el orden, pero incluso ellos se sentían sobrepasados por la magnitud de la amenaza.
Al fin, la persecución llevó al grupo hacia una vieja casa de madera, una estructura que parecía haber sido olvidada por el tiempo y los habitantes de la ciudad. Las tablas de la fachada estaban podridas, el techo inclinado y cubierto de moho, y las ventanas rotas apenas contenían lo que quedaba del interior en pie. Los criminales se habían refugiado allí, confiando en que su miserable guarida los protegería de la justicia que los perseguía. Ray se detuvo frente a la entrada, evaluando el siguiente movimiento. Los demás marines se alinearon detrás de él, listos para actuar, sus respiraciones entrecortadas pero decididas.
El silencio de esa pausa fue roto por una explosión ensordecedora que resonó desde el puerto cercano. El estruendo sacudió la tierra bajo sus pies, y cuando alzaron la vista hacia la fuente del sonido, fueron testigos de una devastación indescriptible. Dos barcos en el puerto habían sido alcanzados por las explosiones. El primero, un carguero viejo y oxidado, estaba partido en dos, sus fragmentos de metal y madera esparcidos por las aguas cercanas. Llamas anaranjadas y rojas envolvían su estructura, y el humo negro ascendía en espirales hacia el cielo, donde se mezclaba con las nubes bajas y cargadas de sal del mar. El segundo barco, más pequeño, pero igualmente destrozado, estaba a punto de hundirse, su casco destrozado y sus velas en llamas, balanceándose peligrosamente mientras el agua comenzaba a inundar su interior.
El puerto que había rebosado de pura opulencia, que había sido un testigo de vida y comercio, ahora se veía transformado en una escena apocalíptica. Los escombros flotaban en el agua como cadáveres silenciosos, y el olor a combustible quemado se mezclaba con la salinidad del mar, creando una atmósfera irrespirable. Los pescadores y trabajadores portuarios, algunos de ellos heridos por la explosión, huían desesperadamente de la escena, tratando de alejarse del fuego y del peligro inminente. Los gritos de miedo y desesperación llenaban el aire, y el caos que se había apoderado de la estación de tren ahora se repetía en el puerto.
Sin embargo, no todos los presentes en el puerto estaban en pánico. Entre la multitud que huía, algunas figuras encapuchadas se movían con una calma inquietante, avanzando con determinación hacia el mismo lugar donde los criminales se habían refugiado. Estos individuos no mostraban signos de miedo o desconcierto, sino que parecían saber exactamente lo que estaban haciendo. Se movían en perfecta coordinación, con pasos rápidos pero controlados, y aunque no ocultaban del todo su presencia, tampoco intentaban llamar la atención. Los marines los reconocieron de inmediato como parte del grupo que habían estado persiguiendo, pero ahora estaba claro que no estaban solos.
Mientras la multitud corría en todas direcciones, estos encapuchados avanzaban hacia la vieja casa, sus movimientos tan fluidos como los de un enjambre de sombras. Había una frialdad en su manera de operar, una eficiencia que sugería que estaban acostumbrados a este tipo de situaciones. Estaban armados con cuchillos afilados y pistolas de corto alcance, y sus capuchas negras ocultaban sus rostros en sombras profundas, haciendo imposible distinguir sus expresiones. Pero no necesitaban mostrar sus emociones para dejar claro que estaban listos para lo que viniera, mientras las llamas se encontraban reflejándose en las aguas agitadas como un espejo distorsionado de la destrucción.
Mientras algunos barcos en llamas se hundían lentamente, los encapuchados se reagruparon cerca de la entrada de la casa. Había algo ritual en sus movimientos, como si estuvieran preparando un asalto cuidadosamente planificado. Dos de ellos se posicionaron en las esquinas de la casa, vigilando las posibles rutas de escape, mientras el resto se preparaba para entrar.
Los gritos de la población civil seguían resonando en la distancia, pero para los encapuchados y los marines que los observaban, el mundo exterior parecía haberse desvanecido. La tensión en el aire era palpable, como si todo estuviera a punto de estallar de nuevo en una confrontación violenta. Los criminales dentro de la casa seguramente sabían que su tiempo se estaba agotando, y aunque las llamas del puerto ya no amenazaban con propagarse hasta allí, la verdadera amenaza se encontraba mucho más cerca.
La escena era un caos controlado, donde cada elemento parecía estar al borde de desbordarse, pero aún se mantenía bajo una extraña y oscura sinfonía de destrucción.
El olor a combustible quemado, a madera ardiendo, se mezclaba con la brisa salada del puerto, creando una atmósfera sofocante. Los encapuchados se movían con precisión militar, sin perder el ritmo, como si el caos a su alrededor no fuera más que una distracción efímera. Sus intenciones estaban claras: reforzar a los criminales atrincherados en la casa y asegurarse de que su escape fuera tan letal como su llegada.
Mientras el grupo de Ray se adentraba en las profundidades de la ciudad, persiguiendo a los malhechores que se habían refugiado en la vieja casa cercana al puerto, otro contingente de marines se encontraba en las inmediaciones. Este segundo grupo, liderado por un sargento de mediana edad con cicatrices de batallas pasadas, había estado controlando el perímetro de la estación tras la intervención inicial. La situación en la estación de tren, aunque contenida, aún era frágil. Los rastros de humo y las cenizas en el aire seguían flotando como fantasmas de lo que acababa de suceder. Sin embargo, para estos marines, el deber los llamaba en otra dirección.
El sargento miró a su alrededor con una expresión de preocupación contenida. Su rostro curtido y lleno de arrugas, talladas por años de enfrentamientos, mostraba una tensión que no era habitual en él. Observó cómo Ray y su grupo desaparecían entre las sombras, su mirada firme siguiendo el rastro de los criminales que se dirigían hacia el puerto. Por un momento, dudó si debía unirse a ellos, pero algo más lo inquietaba. Sentía una urgencia diferente, un peligro que no provenía de las llamas ni de las balas, sino de lo que acechaba más allá del horizonte de su comprensión.
El grupo de marines asintió en silencio. Eran hombres y mujeres entrenados para seguir órdenes sin cuestionarlas, pero en esta ocasión, la decisión del sargento resonaba en sus propias preocupaciones. La base de la Marina en la isla no solo era su hogar, sino el centro de operaciones estratégicas, y sin duda, el próximo objetivo de cualquier plan orquestado por los atacantes. Dejarla desprotegida sería un error fatal.