No podía negarle a su capitán que tenía razón, visto lo que acababa de ver. Quería negarlo, con todas sus fuerzas quería. Pero no podía. Lo que sí podía, y hacía, era no darle la razón.
Discreción. Bonita palabra. E inútil, siendo quienes eran ellos dos, y dónde estaban. Por lo menos, así lo era para el oni, pues Silver simplemente pasaba por un humano alto, esbelto, y algo escuálido. Balagus no se sentía cómodo con aquella aproximación, así que trató de darle otro enfoque: pensó que era una cacería más, que eran dos cazadores buscando presas en mitad de la maleza, moviéndose con cuidado entre el hostil entorno, estudiando todas las posibilidades y los riesgos. Y, como hacía tantos años ya en el pasado, el gigantón volvía a sentirse un novato inexperto en la materia, acompañado de quien sí sabía lo que se hacía.
Aquel enfoque lo sosegó y centró en el momento, observando a los que le rodeaban con suspicacia, y vigilando por si encontraba algún atisbo de riqueza. La gente que venía de frente se apartaba por sí sola, girando y levantando la cabeza unos segundos para contemplarle, extrañados, antes de continuar con su camino y sus quehaceres.
Finalmente, Silver terminó dando con un negocio de aspecto lo suficientemente jugoso como para intentar obrar sus trucos. Balagus, que todavía prefería estar en cualquier otro lugar menos aquel, suspiró con resignación y asintió lentamente, aceptando el papel que le tocaba interpretar.
Agachándose para caber por la puerta, pasó detrás de su capitán, mirando casi exclusivamente al propietario de la tienda. Para el oni, aquellas ostentosas joyas y piedras carecían completamente de significado y valor, pues las joyas y los recuerdos sólo valen las historias que cuentan. No servía de nada llevar un anillo de oro y diamantes, o un colgante de plata y esmeraldas si uno no había bajado a la tierra para arrancárselas de sus frías e indiferentes manos, igual que un guerrero debía matar al oso para poder arrancarle sus dientes, sus garras, y su pelaje.
El comerciante dejó que su interlocutor hablara, intrigado por la manera tan extravagante de hacer las cosas que tenía aquel chico, supuestamente mercenario, de vender su espada. También sentía una fuerte curiosidad por el gigantón que le guardaba las espaldas, y que parecía decidido a no quitarle la vista de encima. Se mantuvo pensativo durante unos segundos después de que Silver dejara de hablar, por fin, desmenuzando en su cabeza toda la palabrería que le acababan de soltar y a la que, por desgracia, estaba ya muy acostumbrado.
- Y dígame, ¿tienen estos... expertos, un nombre con el que me pueda referir a ellos, señor...? -
El hecho de que no se hubieran presentado formalmente fue la primera nota discordante que el vendedor había notado en las cuidadas y melosas palabras del joven. La segunda fue que, de hecho, no los conocía en absoluto, ni siquiera había oído hablar de ellos. La mención de sus nombres no aclaró sus identidades un ápice.
- Ya... Bueno, señor... Silver, temo que le han informado mal a usted sobre los servicios que podía ofrecerme. Los barcos con la mercancía que vendemos en la ciudad llegan siempre al puerto intramuros, muy vigilado por la guardia, y aquí nadie necesita robar cargamentos en lo que llegan a mi establecimiento, salvo que vengan desde el otro lado del río. Y bueno, hehe, nadie viene desde el otro lado del río. -
La risa con la que acompañó aquellas palabras estremecieron la columna de Balagus, de tanto desdén como llevaban. Sus ojos se estrecharon, deseando muy, muy fuerte poder desafiar a aquel comerciante para enseñarle quién debía mirar con desprecio a quién.
No obstante, algo consiguió llamar su atención, y disipar su agresividad en un instante: en la trastienda, visible tras la puerta, había unas cuantas cajas cerradas. El comerciante no habría esperado que alguien que entrase a su establecimiento quisiera fijarse en el umbral, y mucho menos que midiera los tres metros de Balagus, y gracias a ello pudiera ver el grabado en su cara superior: Muelle 13-D.
- Y ahora, si son tan amables, compren algo, o abandonen mi local. - Sentenció el hombre, más seco y arisco que antes. - Aunque dudo que tengan suficiente como para probarse siquiera uno de estos, y preferiría no tener que llamar a la guardia. -
Discreción. Bonita palabra. E inútil, siendo quienes eran ellos dos, y dónde estaban. Por lo menos, así lo era para el oni, pues Silver simplemente pasaba por un humano alto, esbelto, y algo escuálido. Balagus no se sentía cómodo con aquella aproximación, así que trató de darle otro enfoque: pensó que era una cacería más, que eran dos cazadores buscando presas en mitad de la maleza, moviéndose con cuidado entre el hostil entorno, estudiando todas las posibilidades y los riesgos. Y, como hacía tantos años ya en el pasado, el gigantón volvía a sentirse un novato inexperto en la materia, acompañado de quien sí sabía lo que se hacía.
Aquel enfoque lo sosegó y centró en el momento, observando a los que le rodeaban con suspicacia, y vigilando por si encontraba algún atisbo de riqueza. La gente que venía de frente se apartaba por sí sola, girando y levantando la cabeza unos segundos para contemplarle, extrañados, antes de continuar con su camino y sus quehaceres.
Finalmente, Silver terminó dando con un negocio de aspecto lo suficientemente jugoso como para intentar obrar sus trucos. Balagus, que todavía prefería estar en cualquier otro lugar menos aquel, suspiró con resignación y asintió lentamente, aceptando el papel que le tocaba interpretar.
Agachándose para caber por la puerta, pasó detrás de su capitán, mirando casi exclusivamente al propietario de la tienda. Para el oni, aquellas ostentosas joyas y piedras carecían completamente de significado y valor, pues las joyas y los recuerdos sólo valen las historias que cuentan. No servía de nada llevar un anillo de oro y diamantes, o un colgante de plata y esmeraldas si uno no había bajado a la tierra para arrancárselas de sus frías e indiferentes manos, igual que un guerrero debía matar al oso para poder arrancarle sus dientes, sus garras, y su pelaje.
El comerciante dejó que su interlocutor hablara, intrigado por la manera tan extravagante de hacer las cosas que tenía aquel chico, supuestamente mercenario, de vender su espada. También sentía una fuerte curiosidad por el gigantón que le guardaba las espaldas, y que parecía decidido a no quitarle la vista de encima. Se mantuvo pensativo durante unos segundos después de que Silver dejara de hablar, por fin, desmenuzando en su cabeza toda la palabrería que le acababan de soltar y a la que, por desgracia, estaba ya muy acostumbrado.
- Y dígame, ¿tienen estos... expertos, un nombre con el que me pueda referir a ellos, señor...? -
El hecho de que no se hubieran presentado formalmente fue la primera nota discordante que el vendedor había notado en las cuidadas y melosas palabras del joven. La segunda fue que, de hecho, no los conocía en absoluto, ni siquiera había oído hablar de ellos. La mención de sus nombres no aclaró sus identidades un ápice.
- Ya... Bueno, señor... Silver, temo que le han informado mal a usted sobre los servicios que podía ofrecerme. Los barcos con la mercancía que vendemos en la ciudad llegan siempre al puerto intramuros, muy vigilado por la guardia, y aquí nadie necesita robar cargamentos en lo que llegan a mi establecimiento, salvo que vengan desde el otro lado del río. Y bueno, hehe, nadie viene desde el otro lado del río. -
La risa con la que acompañó aquellas palabras estremecieron la columna de Balagus, de tanto desdén como llevaban. Sus ojos se estrecharon, deseando muy, muy fuerte poder desafiar a aquel comerciante para enseñarle quién debía mirar con desprecio a quién.
No obstante, algo consiguió llamar su atención, y disipar su agresividad en un instante: en la trastienda, visible tras la puerta, había unas cuantas cajas cerradas. El comerciante no habría esperado que alguien que entrase a su establecimiento quisiera fijarse en el umbral, y mucho menos que midiera los tres metros de Balagus, y gracias a ello pudiera ver el grabado en su cara superior: Muelle 13-D.
- Y ahora, si son tan amables, compren algo, o abandonen mi local. - Sentenció el hombre, más seco y arisco que antes. - Aunque dudo que tengan suficiente como para probarse siquiera uno de estos, y preferiría no tener que llamar a la guardia. -