Takahiro
La saeta verde
10-09-2024, 05:15 PM
—La madre que lo parió… —musió el peliverde, al contemplar la entrada en acción del gyojin en la taberna—. La capitana nos va a matar.
El héroe de las profundidades parecía haberse convertido en el terror de la superficie, ya que irrumpió en la taberna como una tempestad que tenía como objetivo arrasar con todo lo que se ponía delante de ella. Una de las puertas de vaivén del local salió despedida por los aires con su entrada, aterrizando por desgracia para ellos sobre la estantería de botellas que había tras la barra, que se cayeron al suelo y se quebraron casi al instante. Asimismo, el suelo de madera del local se agrietó bajo sus pisadas, quebrando el mismo.
La mujer disparó el gyiojin a quemarropa, pero no pudo pararlo. Ya era tarde para ella. Su compañero le pidió ayuda con el otro criminal, el cual parecía haber desaparecido del local. Sin embargo, era imposible. El peliverde miró a su izquierda y a su derecha, pero no estaba. Instintivamente miró hacia arriba y allí estaba, enganchado a una de las vigas del interior del local con dos cuchillos en sus manos. El criminal se dejó caer sobre el tiburón, que estaba en el suelo sobre la tiradora.
«Por la espalda es deshonroso», pensó el peliverde, mientras se aferraba a la empuñadura de su katana con la mano derecha.
Tras ello, casi al mismo tiempo que caía el hombre, el sargento flexionó su pierna izquierda, pisó el suelo con fuerza y se impulsó contra su enemigo en un abrir y cerrar de ojos.
—Battojutsu… —susurró, al mismo tiempo que desenfundaba su preciada katana para hacer un movimiento horizontal con la misma. Fue un movimiento simple que, unido a la velocidad que le daba el desplazamiento, pudo enviar al maleante por los aires con una preciosa herida en el costado, que cayó sobre una de las mesas—. Destello glauco.
Realizó un movimiento descendente para limpiar la sangre de su espalda y la enfundó. Respiró hondo y observó al hombre, que se quejaba de dolor. Tras ello, se aproximó a Octojin.
—¿Estás bien? —le preguntó con ligero desasosiego, al ver el charco de sangre que se estaba formando sobre su ropa. Al escuchar la respuesta del gyiojin sintió cierto alivio, así que la actitud del peliverde se relajó—. No es de la pérdida de sangre de lo que deberías preocuparte —le dijo, haciendo un ligero ademán con la mano para señalar los estropicios que habían causado.
El peliverde usó sus esposas para atar la pierna de la mujer a la mano del hombre para que no pudieran escapar. Tras ello, le pidió a uno de los ciudadanos que le buscara una cuerda con las que amordazar a los borrachos. Una vez los ató, los llevó como si fuera un saco de patatas sobre el hombro.
—No vas a cargarlos, Octojin —le dijo, sonriendo con picardía—. A muestra amiga Mary la va a llevar su noviete, mientras yo me encargo de los otros dos, que tampoco pesan tanto.
—¿Cómo pretendes que caminemos así? —preguntó Mike, que estaba sosteniendo a duras penas a la tiradora, que se encontraba inconsciente.
—Problemas tenemos todos —le respondió el peliverde—. Haberlo pensado antes de liarla en el pueblo.
Nada más llegar al cuartel, el peliverde soltó a los maleantes sobre el suelo de tierra de la entrada, ordenando a un par de reclutas que hacían maniobras por allí que los llevaran a los calabozos. Mientras tanto, el peliverde acompañó a Octojin a la enfermería. Esperó en la puerta, sentado en una de las sillas que había allí. Apenas se demoró media hora cuando salió con una preciosa venda cubriéndole las heridas.
—Espero que estés mejor —le dijo—. Porque la capitana nos quiere en su despacho.
Nada más atravesar el umbral de la puerta del despacho de su capitana, una enorme presión cayó sobre sus hombros, haciéndose sentir pequeño e indefenso. La mujer los miraba con rabia, sin esa actitud desenfadada que siempre solía tener.
—Si se lo está preguntado… —comentó el peliverde con voz temerosa—. Fue muy necesario usar la fuerza.
El héroe de las profundidades parecía haberse convertido en el terror de la superficie, ya que irrumpió en la taberna como una tempestad que tenía como objetivo arrasar con todo lo que se ponía delante de ella. Una de las puertas de vaivén del local salió despedida por los aires con su entrada, aterrizando por desgracia para ellos sobre la estantería de botellas que había tras la barra, que se cayeron al suelo y se quebraron casi al instante. Asimismo, el suelo de madera del local se agrietó bajo sus pisadas, quebrando el mismo.
La mujer disparó el gyiojin a quemarropa, pero no pudo pararlo. Ya era tarde para ella. Su compañero le pidió ayuda con el otro criminal, el cual parecía haber desaparecido del local. Sin embargo, era imposible. El peliverde miró a su izquierda y a su derecha, pero no estaba. Instintivamente miró hacia arriba y allí estaba, enganchado a una de las vigas del interior del local con dos cuchillos en sus manos. El criminal se dejó caer sobre el tiburón, que estaba en el suelo sobre la tiradora.
«Por la espalda es deshonroso», pensó el peliverde, mientras se aferraba a la empuñadura de su katana con la mano derecha.
Tras ello, casi al mismo tiempo que caía el hombre, el sargento flexionó su pierna izquierda, pisó el suelo con fuerza y se impulsó contra su enemigo en un abrir y cerrar de ojos.
—Battojutsu… —susurró, al mismo tiempo que desenfundaba su preciada katana para hacer un movimiento horizontal con la misma. Fue un movimiento simple que, unido a la velocidad que le daba el desplazamiento, pudo enviar al maleante por los aires con una preciosa herida en el costado, que cayó sobre una de las mesas—. Destello glauco.
Realizó un movimiento descendente para limpiar la sangre de su espalda y la enfundó. Respiró hondo y observó al hombre, que se quejaba de dolor. Tras ello, se aproximó a Octojin.
—¿Estás bien? —le preguntó con ligero desasosiego, al ver el charco de sangre que se estaba formando sobre su ropa. Al escuchar la respuesta del gyiojin sintió cierto alivio, así que la actitud del peliverde se relajó—. No es de la pérdida de sangre de lo que deberías preocuparte —le dijo, haciendo un ligero ademán con la mano para señalar los estropicios que habían causado.
El peliverde usó sus esposas para atar la pierna de la mujer a la mano del hombre para que no pudieran escapar. Tras ello, le pidió a uno de los ciudadanos que le buscara una cuerda con las que amordazar a los borrachos. Una vez los ató, los llevó como si fuera un saco de patatas sobre el hombro.
—No vas a cargarlos, Octojin —le dijo, sonriendo con picardía—. A muestra amiga Mary la va a llevar su noviete, mientras yo me encargo de los otros dos, que tampoco pesan tanto.
—¿Cómo pretendes que caminemos así? —preguntó Mike, que estaba sosteniendo a duras penas a la tiradora, que se encontraba inconsciente.
—Problemas tenemos todos —le respondió el peliverde—. Haberlo pensado antes de liarla en el pueblo.
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Nada más llegar al cuartel, el peliverde soltó a los maleantes sobre el suelo de tierra de la entrada, ordenando a un par de reclutas que hacían maniobras por allí que los llevaran a los calabozos. Mientras tanto, el peliverde acompañó a Octojin a la enfermería. Esperó en la puerta, sentado en una de las sillas que había allí. Apenas se demoró media hora cuando salió con una preciosa venda cubriéndole las heridas.
—Espero que estés mejor —le dijo—. Porque la capitana nos quiere en su despacho.
Nada más atravesar el umbral de la puerta del despacho de su capitana, una enorme presión cayó sobre sus hombros, haciéndose sentir pequeño e indefenso. La mujer los miraba con rabia, sin esa actitud desenfadada que siempre solía tener.
—Si se lo está preguntado… —comentó el peliverde con voz temerosa—. Fue muy necesario usar la fuerza.