Por un momento, respiré profundo y sentí el aire de la libertad, ese que sabe a que vas a vivir un día más. Juraría que mi treta había sido suficiente para distraer al terror de los mares, pero mi torpe tropiezo, acompañado por mis nalgas al aire, delató mi gran mentira. En cuanto me levanté, mientras intentaba abrocharme los pantalones, lo supe: el titán estaba furioso. Rugió, y sus branquias vibraron como si fueran dos ventiladores encendidos a máxima potencia, hinchando su cara. Joder... ¿Qué clase de demonio marino era este?
Sentía su luz apuntándome como si fuera un foco de un interrogatorio celestial, o mejor dicho, infernal. Solo con su mirada ya me sentía culpable. Y, para qué engañarnos, lo era. Creedme, si salía de esta, no lo volvería a hacer... lo juro. Pero no parecía que me fuera a dar la oportunidad de alegar ni pedir menos condena leve. La furia del mar caería sobre mí como un cañonazo.
Pude prever el ataque, pero por mucho que me sintiera más rápido que la bestia, no podía hacer nada contra ese tamaño. Di una gran bocanada de aire. Era inminente. El agua me cayó encima con la fuerza de un embalse recién abierto, aplastándome contra el suelo. Me cubrí como si eso fuera a ayudar, había visto cómo la bestia levantaba su otra mano para golpearme.
No tengo ni idea de qué parte de su ¿mano? me golpeó, pero sentí un dolor peor que cuando Ragnir me lanzó contra el campanario después de que accidentalmente. Juraría que hasta la tierra tembló. Solté el aire de golpe creando burbujas que buscaban salir del agua marina, pero lo más fuerte fue la corriente del agua tras el impacto. Me elevó y me arrastró a tal velocidad que pareció que estaba en una atracción acuática. Sentí que me enredaba con algo, palpé buscando aferrarme. ¡Un árbol! ¡Y menos mal que no era un cactus!
Pronto, el agua comenzó a bajar, dejando el suelo recién regado. Tosí intentando no hacer mucho ruido, encajado entre las ramas y oculto en el árbol, que debía tener unos tres metros de altura.
Apreté los dientes, sacando fuerzas de donde no sabía que me quedaban. El agua me había quitado parte de la borrachera, como cuando te lanzan un cubo de agua fría tras una fiesta demasiado larga. Me acomodé en el árbol y, antes de volver a la acción, me quité la ropa empapada: camisa, pantalón, zapatos y calcetines, quedándome en mis calzones blancos con corazoncitos rojos.
Esperaba que la espesura de mi escondite me diera alguna ventaja. Ya había comprobado que, por muy rápido que me creyera, no podía huir del tamaño de aquella cosa. Doblé las rodillas y me preparé. Tragué saliva. Solo había una opción.
Salté con todas mis fuerzas, rompiendo las ramas del árbol que me sostenían y sacudiéndolo de manera que la mitad de sus hojas abandonaron su hogar. Salí disparado como un torpedo, directo hacia su hombro izquierdo. Si conseguía llegar, le iba a dar con ambos puños, con los dedos entrelazados. Iba a comprobar cuán resistente era este Kraken. Si salía de esta, iba a ser mi mejor historia, iba a cansarme de contarla. Si todo salía bien, me quedaría en su hombro, listo para lo que se viniera. Y si no... bueno, supongo que siempre pude haberme quedado en casa ese día.
Los habitantes de Rostock que aún seguían despiertos no podían creer lo que veían: una pelea entre una mosca y un terror marino. Algunos, medio tambaleándose por el alcohol, señalaban la escena con asombro mientras intentaban decidir si estaban soñando o si el vino era más fuerte de lo normal. Por suerte, a esas horas, la mayoría eran borrachos a los que pocos tomarían en serio. Pero era suficiente, seguro que esta historia se convertiría en el rumor más delirante de la temporada.
Sentía su luz apuntándome como si fuera un foco de un interrogatorio celestial, o mejor dicho, infernal. Solo con su mirada ya me sentía culpable. Y, para qué engañarnos, lo era. Creedme, si salía de esta, no lo volvería a hacer... lo juro. Pero no parecía que me fuera a dar la oportunidad de alegar ni pedir menos condena leve. La furia del mar caería sobre mí como un cañonazo.
Pude prever el ataque, pero por mucho que me sintiera más rápido que la bestia, no podía hacer nada contra ese tamaño. Di una gran bocanada de aire. Era inminente. El agua me cayó encima con la fuerza de un embalse recién abierto, aplastándome contra el suelo. Me cubrí como si eso fuera a ayudar, había visto cómo la bestia levantaba su otra mano para golpearme.
No tengo ni idea de qué parte de su ¿mano? me golpeó, pero sentí un dolor peor que cuando Ragnir me lanzó contra el campanario después de que accidentalmente. Juraría que hasta la tierra tembló. Solté el aire de golpe creando burbujas que buscaban salir del agua marina, pero lo más fuerte fue la corriente del agua tras el impacto. Me elevó y me arrastró a tal velocidad que pareció que estaba en una atracción acuática. Sentí que me enredaba con algo, palpé buscando aferrarme. ¡Un árbol! ¡Y menos mal que no era un cactus!
Pronto, el agua comenzó a bajar, dejando el suelo recién regado. Tosí intentando no hacer mucho ruido, encajado entre las ramas y oculto en el árbol, que debía tener unos tres metros de altura.
Apreté los dientes, sacando fuerzas de donde no sabía que me quedaban. El agua me había quitado parte de la borrachera, como cuando te lanzan un cubo de agua fría tras una fiesta demasiado larga. Me acomodé en el árbol y, antes de volver a la acción, me quité la ropa empapada: camisa, pantalón, zapatos y calcetines, quedándome en mis calzones blancos con corazoncitos rojos.
Esperaba que la espesura de mi escondite me diera alguna ventaja. Ya había comprobado que, por muy rápido que me creyera, no podía huir del tamaño de aquella cosa. Doblé las rodillas y me preparé. Tragué saliva. Solo había una opción.
Salté con todas mis fuerzas, rompiendo las ramas del árbol que me sostenían y sacudiéndolo de manera que la mitad de sus hojas abandonaron su hogar. Salí disparado como un torpedo, directo hacia su hombro izquierdo. Si conseguía llegar, le iba a dar con ambos puños, con los dedos entrelazados. Iba a comprobar cuán resistente era este Kraken. Si salía de esta, iba a ser mi mejor historia, iba a cansarme de contarla. Si todo salía bien, me quedaría en su hombro, listo para lo que se viniera. Y si no... bueno, supongo que siempre pude haberme quedado en casa ese día.
Los habitantes de Rostock que aún seguían despiertos no podían creer lo que veían: una pelea entre una mosca y un terror marino. Algunos, medio tambaleándose por el alcohol, señalaban la escena con asombro mientras intentaban decidir si estaban soñando o si el vino era más fuerte de lo normal. Por suerte, a esas horas, la mayoría eran borrachos a los que pocos tomarían en serio. Pero era suficiente, seguro que esta historia se convertiría en el rumor más delirante de la temporada.