Terence Blackmore
Enigma del East Blue
13-09-2024, 12:07 AM
(Última modificación: 14-09-2024, 12:42 PM por Terence Blackmore.)
¿Quién era Tofun?
A priori, el afortunado pronto esposo de la anciana Gertrudis Longbottom. Pero, ¿a quién le importaba realmente? Después de todo, nadie va a una boda por el protagonista. Ni siquiera por la figura nostálgica de una viuda que, en su último aliento de juventud tardía, decide darle un último abrazo a la tradición.
No.
Uno va a una boda por sí mismo.
Las bodas son escenarios perfectos para jugar el más antiguo de los juegos: el del poder y la presencia. Allí, en la Isla Kilombo, me parecía casi irónico cómo una festividad tan solemne se convertía en una oportunidad perfecta para mí. Un desfile de vanidades al que yo, Terence Blackmore, no podía faltar. Y en esa arena social, uno no se presenta simplemente. Uno debe aparecer como una pieza de arte, un monumento a sí mismo.
Por eso, cuando decidí acudir al evento, no opté por algo discreto. ¿Para qué? El mundo ya está plagado de almas incoloras, de sombras que susurran en lugar de hablar, que obedecen las normas sin cuestionarlas. No, yo debía destacar. Ser un faro cegador en medio de esa marea de sonrisas vacías y cortesías marchitas. Así que elegí la apariencia perfecta, la que, a primera vista, gritara lo que todos temen en lo más profundo de sus corazones: la absurda e inevitable ridiculez del ser humano.
El traje, una oda a la naturaleza desbordada, abrazaba mi cuerpo con el verde vibrante y curvilíneo de una enredadera que parecía escalar desde mis tobillos hasta mi pecho. La textura, suave, pero densa, evocaba hojas de una jungla impenetrable. Las mangas, con plumas que ondeaban suavemente al viento, daban la impresión de que, en cualquier momento, podría echarme a volar. Sobre la solapa, descansaba una rosa amarilla que ofrecía distinción. Pero lo más impactante no era el traje en sí, sino la pieza maestra que remataba mi atuendo.
Sobre mi cabeza descansaba una corona en forma de maracuyá colosal, tan amarilla y brillante que parecía haber absorbido toda la luz del sol tropical en un solo fruto. Su corteza, salpicada de manchas negras y marrones, se estiraba sobre mi pelo, a propósito peinado, para formar una apariencia desordenada, pero cuidada, simulando ser parte de la escena frutal y ocultando parcialmente mi rostro bajo una sombra misteriosa. Las hojas verdes que la presidían caían delicadamente sobre mis hombros, añadiendo un toque de realeza vegetal, como si fuera un emperador de la fruta, un soberano exótico del reino de lo ridículo. Pero la ironía es que, bajo esa corona de absurdo, mi rostro permanecía tan inescrutable como siempre: el ceño ligeramente fruncido, los labios formando una línea fina de desaprobación, y una mirada tan cálida como fría.
Al llegar a la alfombra roja, sentí el peso de cada mirada sobre mí. Los murmullos se desvanecieron en un silencio inquieto. No era un silencio de admiración, ni siquiera de sorpresa, sino un silencio teñido de desconcierto, como si los invitados no supieran si reír, llorar o simplemente fingir que no me habían visto, mas tenía que dejar el pabellón tan alto como en los antiguos salones ya se había encargado mi familia de hacer.
Mi momento había llegado.
Con el mar de ojos posados sobre mí, me planté en el centro de la alfombra. Cada paso que daba resonaba como un eco en la sala de la solemnidad, mis botas, cubiertas de una fina capa de terciopelo verde, rozaban el suelo como si temieran lastimarlo. Y entonces, justo antes de que el pasillo hacia los invitados se convirtiera en un mero tránsito hacia la discreción, detuve mi marcha. Como un actor que ha esperado el momento exacto para su clímax, mis brazos comenzaron a elevarse lentamente hacia los lados.
El "Prukogi".
Mi cuerpo, antes estático, se transformó en una máquina de movimientos absurdos y precisos. Flexioné ambos codos a noventa grados, mis palmas abiertas hacia el cielo como si estuviera invocando alguna fuerza cósmica, que pronto se transformaron en puños alzados con solo índice, meñique y pulgar. Y, en un giro inesperado, arqueé mi torso hacia la izquierda, de manera casi violenta, mientras mi pierna derecha se adelantaba en un paso exagerado, como si estuviera a punto de caer al suelo y, al mismo tiempo, lo desafiara. Mi cuerpo formaba un ángulo tan improbable que, por un momento, pensé que podía haberme dislocado una vértebra. Pero no. Todo estaba bajo control.
La maracuyá que llevaba sobre la cabeza balanceaba ligeramente con cada movimiento, añadiendo un toque casi cómico a la escena. Las hojas crujieron con el viento, como si la fruta misma estuviera viva, observando mi coreografía absurda. Pero mi rostro no cambió. Mis ojos, medio ocultos bajo la sombra del fruto, se mantenían fijos en el horizonte, mientras mis labios esbozaban una leve sonrisa irónica. Sabía perfectamente lo que hacía, y sabía que nadie más lo comprendía.
Tras varios segundos que parecieron una eternidad, me enderecé lentamente, dejando que el eco de mis movimientos se disipara entre los murmullos cada vez más inquietos de los asistentes. Una señora mayor, probablemente una tía lejana de algún primo de Gertrudis, se desmayó en una esquina, incapaz de soportar la tensión de lo que acababa de presenciar. Otros invitados intercambiaban miradas nerviosas, tratando de comprender si lo que habían visto era una broma o una declaración de guerra a las normas sociales.
Yo no les di ninguna respuesta.
Con la misma parsimonia que había mostrado al entrar, continué mi marcha por la alfombra roja, sabiendo que las conversaciones sobre la boda ya habían tomado un giro inesperado. No me importaba lo que dijeran. Sabía que, en los días venideros, mi aparición sería el tema central de todas las conversaciones. Pero no sería solo por el traje, ni por la maracuyá que me coronaba. Sería por la absoluta convicción con la que había convertido la ridiculez en arte, la extravagancia en poder.
Me dirigí a mi asiento, mientras las miradas seguían posadas sobre mí como aves de rapiña. Y me senté, satisfecho de haber jugado mi papel. Como en todas las grandes actuaciones, el aplauso no era necesario. Ya había ganado.
-¿Dónde coño está Ubben?- cavilé, chascarreando en voz baja en cuanto me aparté de la vista pública y me acerqué a la mesa de los regalos y ofrecía mi ofrenda para el novio. Un hombre que todavía no había conocido, pero del que sí había escuchado, así de su gran magnitud corporal.
El presente, era una caja pequeña donde se encontraba un pequeño frasco con un icor de tono rosáceo y una carta manuscrita al lado que rezaba lo siguiente:
A priori, el afortunado pronto esposo de la anciana Gertrudis Longbottom. Pero, ¿a quién le importaba realmente? Después de todo, nadie va a una boda por el protagonista. Ni siquiera por la figura nostálgica de una viuda que, en su último aliento de juventud tardía, decide darle un último abrazo a la tradición.
No.
Uno va a una boda por sí mismo.
Las bodas son escenarios perfectos para jugar el más antiguo de los juegos: el del poder y la presencia. Allí, en la Isla Kilombo, me parecía casi irónico cómo una festividad tan solemne se convertía en una oportunidad perfecta para mí. Un desfile de vanidades al que yo, Terence Blackmore, no podía faltar. Y en esa arena social, uno no se presenta simplemente. Uno debe aparecer como una pieza de arte, un monumento a sí mismo.
Por eso, cuando decidí acudir al evento, no opté por algo discreto. ¿Para qué? El mundo ya está plagado de almas incoloras, de sombras que susurran en lugar de hablar, que obedecen las normas sin cuestionarlas. No, yo debía destacar. Ser un faro cegador en medio de esa marea de sonrisas vacías y cortesías marchitas. Así que elegí la apariencia perfecta, la que, a primera vista, gritara lo que todos temen en lo más profundo de sus corazones: la absurda e inevitable ridiculez del ser humano.
El traje, una oda a la naturaleza desbordada, abrazaba mi cuerpo con el verde vibrante y curvilíneo de una enredadera que parecía escalar desde mis tobillos hasta mi pecho. La textura, suave, pero densa, evocaba hojas de una jungla impenetrable. Las mangas, con plumas que ondeaban suavemente al viento, daban la impresión de que, en cualquier momento, podría echarme a volar. Sobre la solapa, descansaba una rosa amarilla que ofrecía distinción. Pero lo más impactante no era el traje en sí, sino la pieza maestra que remataba mi atuendo.
Sobre mi cabeza descansaba una corona en forma de maracuyá colosal, tan amarilla y brillante que parecía haber absorbido toda la luz del sol tropical en un solo fruto. Su corteza, salpicada de manchas negras y marrones, se estiraba sobre mi pelo, a propósito peinado, para formar una apariencia desordenada, pero cuidada, simulando ser parte de la escena frutal y ocultando parcialmente mi rostro bajo una sombra misteriosa. Las hojas verdes que la presidían caían delicadamente sobre mis hombros, añadiendo un toque de realeza vegetal, como si fuera un emperador de la fruta, un soberano exótico del reino de lo ridículo. Pero la ironía es que, bajo esa corona de absurdo, mi rostro permanecía tan inescrutable como siempre: el ceño ligeramente fruncido, los labios formando una línea fina de desaprobación, y una mirada tan cálida como fría.
Al llegar a la alfombra roja, sentí el peso de cada mirada sobre mí. Los murmullos se desvanecieron en un silencio inquieto. No era un silencio de admiración, ni siquiera de sorpresa, sino un silencio teñido de desconcierto, como si los invitados no supieran si reír, llorar o simplemente fingir que no me habían visto, mas tenía que dejar el pabellón tan alto como en los antiguos salones ya se había encargado mi familia de hacer.
Mi momento había llegado.
Con el mar de ojos posados sobre mí, me planté en el centro de la alfombra. Cada paso que daba resonaba como un eco en la sala de la solemnidad, mis botas, cubiertas de una fina capa de terciopelo verde, rozaban el suelo como si temieran lastimarlo. Y entonces, justo antes de que el pasillo hacia los invitados se convirtiera en un mero tránsito hacia la discreción, detuve mi marcha. Como un actor que ha esperado el momento exacto para su clímax, mis brazos comenzaron a elevarse lentamente hacia los lados.
El "Prukogi".
Mi cuerpo, antes estático, se transformó en una máquina de movimientos absurdos y precisos. Flexioné ambos codos a noventa grados, mis palmas abiertas hacia el cielo como si estuviera invocando alguna fuerza cósmica, que pronto se transformaron en puños alzados con solo índice, meñique y pulgar. Y, en un giro inesperado, arqueé mi torso hacia la izquierda, de manera casi violenta, mientras mi pierna derecha se adelantaba en un paso exagerado, como si estuviera a punto de caer al suelo y, al mismo tiempo, lo desafiara. Mi cuerpo formaba un ángulo tan improbable que, por un momento, pensé que podía haberme dislocado una vértebra. Pero no. Todo estaba bajo control.
La maracuyá que llevaba sobre la cabeza balanceaba ligeramente con cada movimiento, añadiendo un toque casi cómico a la escena. Las hojas crujieron con el viento, como si la fruta misma estuviera viva, observando mi coreografía absurda. Pero mi rostro no cambió. Mis ojos, medio ocultos bajo la sombra del fruto, se mantenían fijos en el horizonte, mientras mis labios esbozaban una leve sonrisa irónica. Sabía perfectamente lo que hacía, y sabía que nadie más lo comprendía.
Tras varios segundos que parecieron una eternidad, me enderecé lentamente, dejando que el eco de mis movimientos se disipara entre los murmullos cada vez más inquietos de los asistentes. Una señora mayor, probablemente una tía lejana de algún primo de Gertrudis, se desmayó en una esquina, incapaz de soportar la tensión de lo que acababa de presenciar. Otros invitados intercambiaban miradas nerviosas, tratando de comprender si lo que habían visto era una broma o una declaración de guerra a las normas sociales.
Yo no les di ninguna respuesta.
Con la misma parsimonia que había mostrado al entrar, continué mi marcha por la alfombra roja, sabiendo que las conversaciones sobre la boda ya habían tomado un giro inesperado. No me importaba lo que dijeran. Sabía que, en los días venideros, mi aparición sería el tema central de todas las conversaciones. Pero no sería solo por el traje, ni por la maracuyá que me coronaba. Sería por la absoluta convicción con la que había convertido la ridiculez en arte, la extravagancia en poder.
Me dirigí a mi asiento, mientras las miradas seguían posadas sobre mí como aves de rapiña. Y me senté, satisfecho de haber jugado mi papel. Como en todas las grandes actuaciones, el aplauso no era necesario. Ya había ganado.
-¿Dónde coño está Ubben?- cavilé, chascarreando en voz baja en cuanto me aparté de la vista pública y me acerqué a la mesa de los regalos y ofrecía mi ofrenda para el novio. Un hombre que todavía no había conocido, pero del que sí había escuchado, así de su gran magnitud corporal.
El presente, era una caja pequeña donde se encontraba un pequeño frasco con un icor de tono rosáceo y una carta manuscrita al lado que rezaba lo siguiente: