Tofun
El Largo
13-09-2024, 10:13 PM
El caos formaba parte del menú, y ya estaba servido. Nadie podía controlar el choque de culturas, estilos de vida y vestimentas entre los distintos invitados a la boda. Sonreí mientras inhalaba profundamente, llenando mi cuerpo de felicidad. ¡Cómo me gustaba esa parte del evento! Miré a mi alrededor, buscando a mis conocidos. De inmediato, debido a su altura, localicé a Ragnir. ¿Iba vestido de... alita de pollo? Solté una carcajada que se redobló al ver al enorme perro que lo acompañaba. A su lado, estaban... ¡Los Piezas! Disfrazados de racimo de uvas. Una tercera carcajada me hizo encogerme hacia adelante y golpearme la piña de la risa que me daba.
Los "uvas" miraban al coloso con la boca abierta, tardaron unos cinco segundos en reaccionar, y cuando lo hicieron, levantaron las manos, agitando los brazos, asegurándose de que Pepe, el perro, no los confundía con el primer plato del menú.
— ¿Ragnir? Tofun nos ha hablado de ti. ¡Menudo fichaje! Un placer, grandullón — Cada uno añadió una frase y después le invitaron a sentarse en los diez asientos vacíos junto a ellos.
¿Dónde estaba Umibozu? Mira que no era un tipo que fuese a pasar desapercibido en una boda... Antes de encontrar respuesta otros seres llamaron mi atención, mientras me fijaba en ellos comencé a avanzar hacia la mesa de regalos que estaba de camino al altar. Había una chica con cola de sirena vestida de sushi con un conjunto que... Por los barbas de mi madre, parecía real. Lo peor es que estaba sobre un carruaje disfrazado de plato y con un tipo que iba vestido de botella de soja. No pude evitar soltar una cuarta carcajada tras toda esta escena, eran amigos de Ragnir, seguro. Lo mejor era que ya me gustaban sin si quiera conocerlos.
Agotado de tanto reír, sentí como dos tímidas lágrimas recorrían mis mejillas. Apoyé una mano en la mesa de regalos y, sin prestar mucha atención, agarré lo primero que se parecía a una bebida decente: una botella con un líquido de tono rosáceo. "Cojonudo", pensé, descorchándola y bebiendo todo su contenido de un trago largo.
— ¡Ughhh! — Solté. ¿Qué demonios era aquello? Casi sabía tan mal como el agua. Busqué la etiqueta para averiguar qué clase de brebaje había ingerido, encontrando una nota. A la tercera palabra, deduje dos cosas: primero, que esa nota no la había escrito Ragnir ni Umibozu; segundo, que la persona que la escribió no me conocía. ¿Insigne yo? ¡Ya quisiera Gregoria! Reí al acabar de leer la nota y me quedé el nombre del remitente para buscarlo más tarde. Levanté la cabeza y vi al oficiante de la boda, Stan, que me hacía gestos con las manos para que me apresurara. Me costaba tomarlo en serio, iba vestido de cebolla. ¿Quería hacerme llorar o qué? En fin, no había más remedio.
Continué avanzando por la alfombra roja, dejando los regalos para después. Mientras me acercaba a los bancos de los invitados, vi a una rubia despampanante vestida de piruleta, a un tipo formal con atuendo moderno de... ¿fruta? No sabía qué fruta era. Y a un ser cuyo origen no sabría clasificar, vestido de ballena. No pude evitar pensar en lo que le haría Umibozu cuando la viera. ¿Dónde estaba ese cabrón? Miré al lado derecho y sonreí con malicia hacia toda esa panda de ricos que se creían superiores solo por haber heredado una fortuna. ¡Yo vengo de una granja de orugas, flipados!
— ¡Esto no lo vas a necesitar, chavalín! — Le dije al que debía ser un nieto de Gregoria, quitándole una copa de cóctel de las manos para bebérmela de un trago. Después, giré la vista hacia los mios.
— ¿¡Cómo están los máquinas!? — Grité, saltando al hombro del grandullón. ¡Menuda conversación habíamos tenido la última vez! Lástima que no recordaba todos los detalles, pero le tenía un regalo que lo iba a flipar.
— ¿Y esa fiera que traes? ¿No es un poco pequeña para ti? Shahaha — Bromeé, lleno de alegría. El ambiente era inmejorable. Me acerqué al oído de Ragnir y, mientras rellenaba la copa de coctel con mi dedo, le susurré:
— Te tengo una cosa preparada. — Le acerqué mi mas reciente creación. — Le he llamado Nosha. — Le dije con tono tranquilo y amable. Era un licor de tonos amarillos, hecho especialmente para él.
— Si te gusta, te prepararé un barril como ese de allí. — Señalé el barril junto al acantilado, el gigantesco, el de Umibozu. También tenía algo para él.
Descendí de un salto sobre mi antigua banda, ahora racimo de uvas. Me atraparon en pleno vuelo, y entre gritos y abrazos, disfrutamos del reencuentro.
— ¡EJEM! — Espetó Stan, ya impaciente. Me puse en pie, le sonreí y me encogí de hombros. ¿Qué esperaba? Antes de ir al altar, me giré hacia mis invitados e hice un gesto, levantando mi mano derecha con el índice y el corazón estirados, llevándola a la frente y luego extendiéndola hacia el infinito. Después del casamiento, tendría tiempo para conocerlos. Con un par de saltos, me planté en el altar. Un par de trabajadores colocaron una pequeña torre de madera sobre la que me subí. Solo faltaba una cosa.
La música se intensificó. Ahí venía Gertrudis. ¡Qué mujer! A sus 104 años, había aceptado su inminente muerte y le daba igual. Había vivido una vida atrevida, amando, riendo y llorando. Se iba con la conciencia tranquila y con el placer de arrebatarle una fortuna inmerecida a aquellos que intentaron aprovecharse de ella tras desatenderla durante años. Aunque nuestro compromiso nació por interés, ahora encontraba en Gertrudis una figura que valoraba y admiraba, que irónica era la vida. Mi futura esposa, para sorpresa de todos sus parientes y amigos, salió de su tienda vestida de coco.
— ¡Esa es mi nena! —Grité, acaparando todo el odio del lado derecho del pasillo. ¡Era la hostia! Ahí estaba, a su edad, sacando la cabeza y las extremidades por los huecos del coco. Avanzaba lentamente, sostenida por su único pariente normal, un primo de Cuenca, el único que no estaba interesado en su dinero y sí en su felicidad. Le tomó tiempo, pero llegó al altar. Nos miramos con una sonrisa y...
— ¡EJEM! ¡EJEM! — Stan interrumpió de nuevo. Nunca antes había oído hablar de Stan S. Stanman hasta ayer durante la preparación de la boda. Era un tipo eléctrico, atento, un terremoto que siempre veía negocios. Inspiró profundamente, su pecho se hinchó al menos 20 centímetros. Yo sabía lo que iba a pasar, pero el resto no y estaba ansioso por ver las reacciones, sería divertido. Las palabras salieron de su boca como misiles.
— Queridos amigos, familiares, desconocidos y todos los que llegaron aquí sin invitación pero encontraron una manera de colarse. Estamos aquí reunidos hoy para celebrar la unión de dos personas, o más bien, dos espíritus intrépidos que han decidido lanzarse a la aventura más loca, divertida y a veces absolutamente caótica de sus vidas: el matrimonio. Y como todos sabemos, el matrimonio no es una empresa sencilla, ¡no señor! Es como subirse a un barco sin saber si habrá tormenta o provisiones, pero aún así, te lanzas porque confías en que la persona a tu lado te ayudará a remar. O al menos, no te tirará por la borda pensando que eres el ancla. Hoy celebramos el amor, pero no ese amor cursi que aparece en las películas, no, no, no, estamos hablando de ese amor real, el que te despierta a las tres de la mañana porque alguien no para de roncar, el amor que sobrevive a discusiones sobre qué serie ver en Netflix, qué pizza pedir o quién dejó la tapa del baño levantada. ¡Ese amor, amigos, es el que estamos celebrando hoy! El amor que perdura cuando los fuegos artificiales iniciales se apagan y te das cuenta de que lo que realmente importa es quién está a tu lado cuando los platos sucios se acumulan y la cuenta del banco está más vacía que el refrigerador. Ahora, por favor, tóquense las manos, pero sin sudar mucho que es un momento solemne, y repitan después de mí. — Era un putísimo espectáculo, el tío seguía sin respirar. — Prometo estar contigo en la salud y en la enfermedad, en las risas y en las lágrimas, en los buenos tiempos y en esos días en los que nada sale bien y lo único que queda es una pizza fría en la nevera. Prometo, ante todos los aquí presentes, que incluso cuando este sereno, seguiré pisándote al bailar. Prometo que cuando estemos cansados y la vida sea complicada, no importa cuántas veces tropecemos, nos levantaremos juntos y seguiremos adelante. Y ahora, en lugar de hacerles repetir esto, que no les veo yo con ganas, simplemente diré: si están listos para compartir coco y piña, una fiesta desmedida y todas las locuras de una vida juntos, entonces, por el poder que me confiere mi rapidez de palabra, los declaro... ¡oficialmente casados! ¡Ya pueden besarse!
Quería aquel tipo en mi vida. Gregoria y yo nos miramos y reímos felices. Sin más dilación ni dilatación, nos dimos un beso picarón, digno de nuestro cruce tropical. El confeti voló, las gaitas comenzaron a tocar una melodía alegre, Rizzo cantaba y el horizonte se llenó de fuegos artificiales que no esperaba. Cuando pose mi vista sobre ellos no podía dar crédito, Umibozu estaba allí, en alta mar, tirando del barco que Gregoria me había regalado y era desde su cubierta de donde salían los fuegos artificiales.
Lo tengo todo.
Los "uvas" miraban al coloso con la boca abierta, tardaron unos cinco segundos en reaccionar, y cuando lo hicieron, levantaron las manos, agitando los brazos, asegurándose de que Pepe, el perro, no los confundía con el primer plato del menú.
— ¿Ragnir? Tofun nos ha hablado de ti. ¡Menudo fichaje! Un placer, grandullón — Cada uno añadió una frase y después le invitaron a sentarse en los diez asientos vacíos junto a ellos.
¿Dónde estaba Umibozu? Mira que no era un tipo que fuese a pasar desapercibido en una boda... Antes de encontrar respuesta otros seres llamaron mi atención, mientras me fijaba en ellos comencé a avanzar hacia la mesa de regalos que estaba de camino al altar. Había una chica con cola de sirena vestida de sushi con un conjunto que... Por los barbas de mi madre, parecía real. Lo peor es que estaba sobre un carruaje disfrazado de plato y con un tipo que iba vestido de botella de soja. No pude evitar soltar una cuarta carcajada tras toda esta escena, eran amigos de Ragnir, seguro. Lo mejor era que ya me gustaban sin si quiera conocerlos.
Agotado de tanto reír, sentí como dos tímidas lágrimas recorrían mis mejillas. Apoyé una mano en la mesa de regalos y, sin prestar mucha atención, agarré lo primero que se parecía a una bebida decente: una botella con un líquido de tono rosáceo. "Cojonudo", pensé, descorchándola y bebiendo todo su contenido de un trago largo.
— ¡Ughhh! — Solté. ¿Qué demonios era aquello? Casi sabía tan mal como el agua. Busqué la etiqueta para averiguar qué clase de brebaje había ingerido, encontrando una nota. A la tercera palabra, deduje dos cosas: primero, que esa nota no la había escrito Ragnir ni Umibozu; segundo, que la persona que la escribió no me conocía. ¿Insigne yo? ¡Ya quisiera Gregoria! Reí al acabar de leer la nota y me quedé el nombre del remitente para buscarlo más tarde. Levanté la cabeza y vi al oficiante de la boda, Stan, que me hacía gestos con las manos para que me apresurara. Me costaba tomarlo en serio, iba vestido de cebolla. ¿Quería hacerme llorar o qué? En fin, no había más remedio.
Continué avanzando por la alfombra roja, dejando los regalos para después. Mientras me acercaba a los bancos de los invitados, vi a una rubia despampanante vestida de piruleta, a un tipo formal con atuendo moderno de... ¿fruta? No sabía qué fruta era. Y a un ser cuyo origen no sabría clasificar, vestido de ballena. No pude evitar pensar en lo que le haría Umibozu cuando la viera. ¿Dónde estaba ese cabrón? Miré al lado derecho y sonreí con malicia hacia toda esa panda de ricos que se creían superiores solo por haber heredado una fortuna. ¡Yo vengo de una granja de orugas, flipados!
— ¡Esto no lo vas a necesitar, chavalín! — Le dije al que debía ser un nieto de Gregoria, quitándole una copa de cóctel de las manos para bebérmela de un trago. Después, giré la vista hacia los mios.
— ¿¡Cómo están los máquinas!? — Grité, saltando al hombro del grandullón. ¡Menuda conversación habíamos tenido la última vez! Lástima que no recordaba todos los detalles, pero le tenía un regalo que lo iba a flipar.
— ¿Y esa fiera que traes? ¿No es un poco pequeña para ti? Shahaha — Bromeé, lleno de alegría. El ambiente era inmejorable. Me acerqué al oído de Ragnir y, mientras rellenaba la copa de coctel con mi dedo, le susurré:
— Te tengo una cosa preparada. — Le acerqué mi mas reciente creación. — Le he llamado Nosha. — Le dije con tono tranquilo y amable. Era un licor de tonos amarillos, hecho especialmente para él.
— Si te gusta, te prepararé un barril como ese de allí. — Señalé el barril junto al acantilado, el gigantesco, el de Umibozu. También tenía algo para él.
Descendí de un salto sobre mi antigua banda, ahora racimo de uvas. Me atraparon en pleno vuelo, y entre gritos y abrazos, disfrutamos del reencuentro.
— ¡EJEM! — Espetó Stan, ya impaciente. Me puse en pie, le sonreí y me encogí de hombros. ¿Qué esperaba? Antes de ir al altar, me giré hacia mis invitados e hice un gesto, levantando mi mano derecha con el índice y el corazón estirados, llevándola a la frente y luego extendiéndola hacia el infinito. Después del casamiento, tendría tiempo para conocerlos. Con un par de saltos, me planté en el altar. Un par de trabajadores colocaron una pequeña torre de madera sobre la que me subí. Solo faltaba una cosa.
La música se intensificó. Ahí venía Gertrudis. ¡Qué mujer! A sus 104 años, había aceptado su inminente muerte y le daba igual. Había vivido una vida atrevida, amando, riendo y llorando. Se iba con la conciencia tranquila y con el placer de arrebatarle una fortuna inmerecida a aquellos que intentaron aprovecharse de ella tras desatenderla durante años. Aunque nuestro compromiso nació por interés, ahora encontraba en Gertrudis una figura que valoraba y admiraba, que irónica era la vida. Mi futura esposa, para sorpresa de todos sus parientes y amigos, salió de su tienda vestida de coco.
— ¡Esa es mi nena! —Grité, acaparando todo el odio del lado derecho del pasillo. ¡Era la hostia! Ahí estaba, a su edad, sacando la cabeza y las extremidades por los huecos del coco. Avanzaba lentamente, sostenida por su único pariente normal, un primo de Cuenca, el único que no estaba interesado en su dinero y sí en su felicidad. Le tomó tiempo, pero llegó al altar. Nos miramos con una sonrisa y...
— ¡EJEM! ¡EJEM! — Stan interrumpió de nuevo. Nunca antes había oído hablar de Stan S. Stanman hasta ayer durante la preparación de la boda. Era un tipo eléctrico, atento, un terremoto que siempre veía negocios. Inspiró profundamente, su pecho se hinchó al menos 20 centímetros. Yo sabía lo que iba a pasar, pero el resto no y estaba ansioso por ver las reacciones, sería divertido. Las palabras salieron de su boca como misiles.
— Queridos amigos, familiares, desconocidos y todos los que llegaron aquí sin invitación pero encontraron una manera de colarse. Estamos aquí reunidos hoy para celebrar la unión de dos personas, o más bien, dos espíritus intrépidos que han decidido lanzarse a la aventura más loca, divertida y a veces absolutamente caótica de sus vidas: el matrimonio. Y como todos sabemos, el matrimonio no es una empresa sencilla, ¡no señor! Es como subirse a un barco sin saber si habrá tormenta o provisiones, pero aún así, te lanzas porque confías en que la persona a tu lado te ayudará a remar. O al menos, no te tirará por la borda pensando que eres el ancla. Hoy celebramos el amor, pero no ese amor cursi que aparece en las películas, no, no, no, estamos hablando de ese amor real, el que te despierta a las tres de la mañana porque alguien no para de roncar, el amor que sobrevive a discusiones sobre qué serie ver en Netflix, qué pizza pedir o quién dejó la tapa del baño levantada. ¡Ese amor, amigos, es el que estamos celebrando hoy! El amor que perdura cuando los fuegos artificiales iniciales se apagan y te das cuenta de que lo que realmente importa es quién está a tu lado cuando los platos sucios se acumulan y la cuenta del banco está más vacía que el refrigerador. Ahora, por favor, tóquense las manos, pero sin sudar mucho que es un momento solemne, y repitan después de mí. — Era un putísimo espectáculo, el tío seguía sin respirar. — Prometo estar contigo en la salud y en la enfermedad, en las risas y en las lágrimas, en los buenos tiempos y en esos días en los que nada sale bien y lo único que queda es una pizza fría en la nevera. Prometo, ante todos los aquí presentes, que incluso cuando este sereno, seguiré pisándote al bailar. Prometo que cuando estemos cansados y la vida sea complicada, no importa cuántas veces tropecemos, nos levantaremos juntos y seguiremos adelante. Y ahora, en lugar de hacerles repetir esto, que no les veo yo con ganas, simplemente diré: si están listos para compartir coco y piña, una fiesta desmedida y todas las locuras de una vida juntos, entonces, por el poder que me confiere mi rapidez de palabra, los declaro... ¡oficialmente casados! ¡Ya pueden besarse!
Quería aquel tipo en mi vida. Gregoria y yo nos miramos y reímos felices. Sin más dilación ni dilatación, nos dimos un beso picarón, digno de nuestro cruce tropical. El confeti voló, las gaitas comenzaron a tocar una melodía alegre, Rizzo cantaba y el horizonte se llenó de fuegos artificiales que no esperaba. Cuando pose mi vista sobre ellos no podía dar crédito, Umibozu estaba allí, en alta mar, tirando del barco que Gregoria me había regalado y era desde su cubierta de donde salían los fuegos artificiales.
Lo tengo todo.