Terence Blackmore
Enigma del East Blue
14-09-2024, 03:14 AM
(Última modificación: 14-09-2024, 03:15 AM por Terence Blackmore.)
El eco de las palabras del grotesco hombre resonaban como las notas disonantes de una melodía poco afinada. A su modo, tenía un toque de teatralidad, de sabiduría arrugada por los años en ese rostro deformado por la sonrisa. Pero en el fondo, entre las líneas de su discurso, había una verdad más fría, una verdad que únicamente alguien con una mente afilada y habituado al entorno podía percibir. Moguro era hábil, y aunque me costara reconocerlo, lo cierto es que tenía toda la razón del mundo en sus afirmaciones.
Me encontraba observándolo, las manos reposando tras mi espalda, los dedos entrelazados con la firmeza de alguien que se sabía en control de cada movimiento del callejón, antesala de algo más grande, aunque no hiciera falta demostrarlo. Los ojos de Moguro, con esa vaga indiferencia que parecía cubrir su verdadero interés, me revelaban algo esencial: la farsa de su sonrisa no era más que un disfraz para esconder su propio temor. Él también podía perder en la inminente guerra de bandas, así que eso significaba que debía consolidar su propio negocio. Y, como todo comerciante sagaz, buscaba sacar ventaja de la confusión que se avecinaba.
—Lo que veo aquí —respondí, rompiendo el silencio, como quien comienza el primer acorde de una ópera entre actos — no es más que una constante repetición de la misma historia. Hombres como tú, Moguro, siempre están buscando beneficiarse del caos. Creéis que podéis manipular el devenir de los eventos como si fuerais el director, pero tu propio corazón se mueve con un ritmo allegro... Tú también tienes algo que perder, y por ello acudes a nosotros— finalicé con un gesto de indiferencia y un leve arqueo de mi ceja izquierda, destacando el lunar que se situaba bajo mi ojo coincidente.
Mi mirada se dirigió brevemente a Ubben, quien respondió con mordacidad casi al unísono conmigo, el cual se encontraba preparado, aunque sus manos aún no se movían hacia ningún arma. El engendro lo había subestimado claramente, pero para mí, no era un simple hombre con tricornio y pelo plateado, no, había algo más en él, un envite de pasión que trataba de disimular con mirada vaga, algo que restallaba y que hacía eco en el fondo de su ser.
—Hablas de Chettony como si su caída fuera inevitable —continué, acercándome un paso, mi voz adquiriendo un tono más bajo, más calculado, como las notas graves de un bajo profundo—. Y puede que tengas razón. Pero lo que tú no entiendes, Moguro, es que la guerra que predices no es el final de esta historia, sino apenas el preludio. La guerra trae comercio, y ese siempre será el negocio de los que nos movemos en el submundo — mascullé en un regodeo que dejaba la situación al borde de la ironía. — No nos trates como a tontos — finalicé, de manera meridiana, cruzándome de brazos en un leve gesto aburrido.
Mi sonrisa, siempre controlada, se ensanchó ligeramente, casi un susurro en mis labios.
—Sin embargo, me veo en la obligación de aclararte, amigo mío, que te equivocas si crees que esta guerra se decidirá con balas o cuchillos. No, lo que está por venir se decidirá con algo mucho más sutil, más letal y virulento: la influencia. Tú puedes comerciar con corazones, pero yo puedo hacer mucho más. Tasarlos. —finalicé en un susurro a la altura de su oído mientras me inclinaba ligeramente y terminaba de esbozar mi sonrisa.
Le permití a Moguro unos segundos de reflexión. Sabía que su mente estaría cavilando como en la vez anterior, intentando discernir qué se escondía tras mis palabras. Pero yo ya lo había analizado, ya había leído cada gesto suyo, cada palabra no dicha entre sus risas vacías.
—Así que aquí está mi respuesta, Moguro —añadí, con una calma imperturbable. — Si Chester Chettony aún puede dar pelea, lo veremos. Pero ten por seguro que yo no necesito ningún cargo de Broker Estrella para imponer mi voluntad. Será mi propia mano la que escriba la continuación de esta epopeya... Y te diré esto: cuando todo haya terminado, cuando los cadáveres de los rufianes cubran Rostock, yo me erigiré sobre todos ellos en un trono de cráneos. — proseguí, con total confianza en mí mismo, y permitiéndome una pausa para dedicar una mirada fría y cálida al mismo tiempo a Moguro. — Sé que tendrás a bien elegir a tus aliados sabiamente, y como tal, la información me la proporcionarás tú mismo por mera supervivencia — pronuncié con un tono elegante, firme y pausado, henchido de calma y seguridad, pero al mismo tiempo viperino como alegre.
Me volví hacia el hombre cano, dándole una señal apenas perceptible, pero en forma de mueca de complicidad, para contestar su comentario.
— ¿Te he comentado que no tengo mucho tiempo? — finalicé, retornando nuevamente la mirada de nuevo al desagradable caballero que derrochaba una falsa máscara de alegría, parafraseando su frase de una manera más directa y, por lo tanto, utilizando su artimaña contra él.
Me encontraba observándolo, las manos reposando tras mi espalda, los dedos entrelazados con la firmeza de alguien que se sabía en control de cada movimiento del callejón, antesala de algo más grande, aunque no hiciera falta demostrarlo. Los ojos de Moguro, con esa vaga indiferencia que parecía cubrir su verdadero interés, me revelaban algo esencial: la farsa de su sonrisa no era más que un disfraz para esconder su propio temor. Él también podía perder en la inminente guerra de bandas, así que eso significaba que debía consolidar su propio negocio. Y, como todo comerciante sagaz, buscaba sacar ventaja de la confusión que se avecinaba.
—Lo que veo aquí —respondí, rompiendo el silencio, como quien comienza el primer acorde de una ópera entre actos — no es más que una constante repetición de la misma historia. Hombres como tú, Moguro, siempre están buscando beneficiarse del caos. Creéis que podéis manipular el devenir de los eventos como si fuerais el director, pero tu propio corazón se mueve con un ritmo allegro... Tú también tienes algo que perder, y por ello acudes a nosotros— finalicé con un gesto de indiferencia y un leve arqueo de mi ceja izquierda, destacando el lunar que se situaba bajo mi ojo coincidente.
Mi mirada se dirigió brevemente a Ubben, quien respondió con mordacidad casi al unísono conmigo, el cual se encontraba preparado, aunque sus manos aún no se movían hacia ningún arma. El engendro lo había subestimado claramente, pero para mí, no era un simple hombre con tricornio y pelo plateado, no, había algo más en él, un envite de pasión que trataba de disimular con mirada vaga, algo que restallaba y que hacía eco en el fondo de su ser.
—Hablas de Chettony como si su caída fuera inevitable —continué, acercándome un paso, mi voz adquiriendo un tono más bajo, más calculado, como las notas graves de un bajo profundo—. Y puede que tengas razón. Pero lo que tú no entiendes, Moguro, es que la guerra que predices no es el final de esta historia, sino apenas el preludio. La guerra trae comercio, y ese siempre será el negocio de los que nos movemos en el submundo — mascullé en un regodeo que dejaba la situación al borde de la ironía. — No nos trates como a tontos — finalicé, de manera meridiana, cruzándome de brazos en un leve gesto aburrido.
Mi sonrisa, siempre controlada, se ensanchó ligeramente, casi un susurro en mis labios.
—Sin embargo, me veo en la obligación de aclararte, amigo mío, que te equivocas si crees que esta guerra se decidirá con balas o cuchillos. No, lo que está por venir se decidirá con algo mucho más sutil, más letal y virulento: la influencia. Tú puedes comerciar con corazones, pero yo puedo hacer mucho más. Tasarlos. —finalicé en un susurro a la altura de su oído mientras me inclinaba ligeramente y terminaba de esbozar mi sonrisa.
Le permití a Moguro unos segundos de reflexión. Sabía que su mente estaría cavilando como en la vez anterior, intentando discernir qué se escondía tras mis palabras. Pero yo ya lo había analizado, ya había leído cada gesto suyo, cada palabra no dicha entre sus risas vacías.
—Así que aquí está mi respuesta, Moguro —añadí, con una calma imperturbable. — Si Chester Chettony aún puede dar pelea, lo veremos. Pero ten por seguro que yo no necesito ningún cargo de Broker Estrella para imponer mi voluntad. Será mi propia mano la que escriba la continuación de esta epopeya... Y te diré esto: cuando todo haya terminado, cuando los cadáveres de los rufianes cubran Rostock, yo me erigiré sobre todos ellos en un trono de cráneos. — proseguí, con total confianza en mí mismo, y permitiéndome una pausa para dedicar una mirada fría y cálida al mismo tiempo a Moguro. — Sé que tendrás a bien elegir a tus aliados sabiamente, y como tal, la información me la proporcionarás tú mismo por mera supervivencia — pronuncié con un tono elegante, firme y pausado, henchido de calma y seguridad, pero al mismo tiempo viperino como alegre.
Me volví hacia el hombre cano, dándole una señal apenas perceptible, pero en forma de mueca de complicidad, para contestar su comentario.
— ¿Te he comentado que no tengo mucho tiempo? — finalicé, retornando nuevamente la mirada de nuevo al desagradable caballero que derrochaba una falsa máscara de alegría, parafraseando su frase de una manera más directa y, por lo tanto, utilizando su artimaña contra él.