La llamada de Balagus tuvo un efecto inesperado. En realidad, casi cualquier reacción que no hubieran sido seguir corriendo hasta abandonar el barco y perderse en la niebla, o pararse y cuadrarse en el acto, le habría pillado de igual sorpresa. En su inexperiencia, y en el calor del momento, no había tenido en cuenta el amplio espectro de posibilidades que podían presentársele.
Un anciano… uno de tantos como los que fueron ejecutados en aquel fatídico día. Mayor que su difunto padre. Un veterano, un instructor en su momento. Hoy, un cobarde, un vestigio despreciable, un vil recordatorio de amargos fracasos y de debilidad.
Las manos le dolían terriblemente, recordándole el tacto del hierro sobre su piel. Sobre su espalda, marcándolo como un animal. Respiraba pesadamente, con dificultad, y no sólo por la intensa carrera o por las voces que acababa de dar. Balagus sentía un manto demasiado pesado sobre sus hombros: un manto con el que muchas veces se había imaginado, y con el que, de pronto, no se veía capaz de vivir, y que aplastaba todo su cuerpo con la fuerza de docenas de generaciones.
Lentamente, el guerrero se aproximó al anciano y, para la agonía de sus dedos y palmas, lo tomó por debajo de los brazos para erguirlo de nuevo, y mirarle a los ojos. Cada latido martilleando lentamente en su pecho le recordaba que no podía ceder, que no podía demostrar debilidad ni derrumbarse ante la vorágine de emociones desatada en su corazón.
Y, sin mediar palabra ni explicación, lo abrazó contra sí. Lo abrazó en el calor de una esperanza que se creía muerta, de un sol extinto que parte las sombras del rencor y la venganza. No le importaba ya las habladurías ni las risas de la tripulación que les estuvieran observando: lidiaría con su falta de respeto más adelante. Apenas llegó a escuchar las palabras del tipo que venía buscándole para llevarle agua hirviendo a Marvolath, el hombrecillo que Silver y él acaban de conocer.
- Tu pueblo te perdona, Malakus. Yo te perdono. – Susurró en su oído, antes de girar levemente la cabeza hacia el humano próximo, y dirigirse a él con voz ronca. – Acompáñanos a la cocina, te herviré esa agua. Y ayúdame con este piojin: le necesito para terminar mis labores. –
Acompañó sus explicaciones enseñándole las palmas quemadas, esperando que fueran suficientes como para conseguir su cooperación. De regreso en la cocina, no tardó en tener que espantar a varios aprovechados que estaban empezando a catar ya el guiso, todavía sumamente caliente.
- ¡LARGO DE AQUÍ! ¡SI VUELVO A VER VUESTROS LAMENTABLES CULOS EN MI COCINA, VUESTRAS VÍSCERAS SERÁN EL SIGUIENTE INGREDIENTE DEL MENÚ! – Bramó con furia, haciendo que los intrusos se escurrieran a toda velocidad entre ellos y por la puerta. Después, se volvió hacia el que le había traído el mensaje. – Quédate afuera y guarda la puerta. No quiero que esos cabrones vuelvan a olfatear siquiera la puerta, y necesitaré que me lleves hasta el médico luego. -
Devolviendo su atención hacia el anciano, sin duda aún aturdido, lo sentó en un sencillo y sucio taburete, mientras que él hacía lo mismo en el borde de una mesa frente a él.
- Malakus… Qué caprichosos son los espíritus. – Reflexionó, mirándole a los ojos. - En otro tiempo, te hubiera molido a golpes hasta matarte. En tiempos de nuestra gente, de nuestra tribu. Pero ya nada de eso existe. –
Con lentitud y vacilación, dirigió sus manos hacia los brazales de sus antebrazos, que cubrían toda su piel desde la muñeca hasta el codo. Tras dudar durante unos segundos, pues no había vuelto a mostrarle esa parte de su cuerpo a nadie desde que fuera un esclavo, se quitó las protecciones de piel y cuero con numerosas muecas de dolor por el estado de sus dedos, y mostró los tatuajes de sus cadenas al anciano.
- Yo también fui hecho un esclavo. Debí haber muerto junto a mi padre, haber luchado hasta que sólo el acero atravesando mi cuerpo me detuviera. – Hizo una pausa para mirar a Malakus a los ojos. – Somos dos vergüenzas para nuestros ancestros, sin duda. Pero seguimos vivos, ¿no? Eso quiere decir que la victoria no es imposible. Mientras respire, seguiré teniendo esperanza. Seguiré luchando. – Se levantó y le ofreció el brazo para ayudarle a incorporarse también. - ¿Me ayudarás? –
Tras su respuesta, le pidió que le ayudase a hervir algo de agua en un cazo, y a ponerse de nuevo sus brazales. En cuanto tuvo todo listo, dejó de nuevo el guiso sobre los rescoldos del fuego para que se mantuviera caliente, y le pidió un último favor a Malakus: que vigilase la cocina mientras él iba a ver al doctor, acompañando al impacientado mensajero, quien llevaría la cazuela con el agua y unos trapos para no quemarse también.
Un anciano… uno de tantos como los que fueron ejecutados en aquel fatídico día. Mayor que su difunto padre. Un veterano, un instructor en su momento. Hoy, un cobarde, un vestigio despreciable, un vil recordatorio de amargos fracasos y de debilidad.
Las manos le dolían terriblemente, recordándole el tacto del hierro sobre su piel. Sobre su espalda, marcándolo como un animal. Respiraba pesadamente, con dificultad, y no sólo por la intensa carrera o por las voces que acababa de dar. Balagus sentía un manto demasiado pesado sobre sus hombros: un manto con el que muchas veces se había imaginado, y con el que, de pronto, no se veía capaz de vivir, y que aplastaba todo su cuerpo con la fuerza de docenas de generaciones.
Lentamente, el guerrero se aproximó al anciano y, para la agonía de sus dedos y palmas, lo tomó por debajo de los brazos para erguirlo de nuevo, y mirarle a los ojos. Cada latido martilleando lentamente en su pecho le recordaba que no podía ceder, que no podía demostrar debilidad ni derrumbarse ante la vorágine de emociones desatada en su corazón.
Y, sin mediar palabra ni explicación, lo abrazó contra sí. Lo abrazó en el calor de una esperanza que se creía muerta, de un sol extinto que parte las sombras del rencor y la venganza. No le importaba ya las habladurías ni las risas de la tripulación que les estuvieran observando: lidiaría con su falta de respeto más adelante. Apenas llegó a escuchar las palabras del tipo que venía buscándole para llevarle agua hirviendo a Marvolath, el hombrecillo que Silver y él acaban de conocer.
- Tu pueblo te perdona, Malakus. Yo te perdono. – Susurró en su oído, antes de girar levemente la cabeza hacia el humano próximo, y dirigirse a él con voz ronca. – Acompáñanos a la cocina, te herviré esa agua. Y ayúdame con este piojin: le necesito para terminar mis labores. –
Acompañó sus explicaciones enseñándole las palmas quemadas, esperando que fueran suficientes como para conseguir su cooperación. De regreso en la cocina, no tardó en tener que espantar a varios aprovechados que estaban empezando a catar ya el guiso, todavía sumamente caliente.
- ¡LARGO DE AQUÍ! ¡SI VUELVO A VER VUESTROS LAMENTABLES CULOS EN MI COCINA, VUESTRAS VÍSCERAS SERÁN EL SIGUIENTE INGREDIENTE DEL MENÚ! – Bramó con furia, haciendo que los intrusos se escurrieran a toda velocidad entre ellos y por la puerta. Después, se volvió hacia el que le había traído el mensaje. – Quédate afuera y guarda la puerta. No quiero que esos cabrones vuelvan a olfatear siquiera la puerta, y necesitaré que me lleves hasta el médico luego. -
Devolviendo su atención hacia el anciano, sin duda aún aturdido, lo sentó en un sencillo y sucio taburete, mientras que él hacía lo mismo en el borde de una mesa frente a él.
- Malakus… Qué caprichosos son los espíritus. – Reflexionó, mirándole a los ojos. - En otro tiempo, te hubiera molido a golpes hasta matarte. En tiempos de nuestra gente, de nuestra tribu. Pero ya nada de eso existe. –
Con lentitud y vacilación, dirigió sus manos hacia los brazales de sus antebrazos, que cubrían toda su piel desde la muñeca hasta el codo. Tras dudar durante unos segundos, pues no había vuelto a mostrarle esa parte de su cuerpo a nadie desde que fuera un esclavo, se quitó las protecciones de piel y cuero con numerosas muecas de dolor por el estado de sus dedos, y mostró los tatuajes de sus cadenas al anciano.
- Yo también fui hecho un esclavo. Debí haber muerto junto a mi padre, haber luchado hasta que sólo el acero atravesando mi cuerpo me detuviera. – Hizo una pausa para mirar a Malakus a los ojos. – Somos dos vergüenzas para nuestros ancestros, sin duda. Pero seguimos vivos, ¿no? Eso quiere decir que la victoria no es imposible. Mientras respire, seguiré teniendo esperanza. Seguiré luchando. – Se levantó y le ofreció el brazo para ayudarle a incorporarse también. - ¿Me ayudarás? –
Tras su respuesta, le pidió que le ayudase a hervir algo de agua en un cazo, y a ponerse de nuevo sus brazales. En cuanto tuvo todo listo, dejó de nuevo el guiso sobre los rescoldos del fuego para que se mantuviera caliente, y le pidió un último favor a Malakus: que vigilase la cocina mientras él iba a ver al doctor, acompañando al impacientado mensajero, quien llevaría la cazuela con el agua y unos trapos para no quemarse también.