Ubben Sangrenegra
Loki
15-09-2024, 08:07 PM
El inicial agrado de Ubben hacia el pelinegro a su lado se desvaneció con rapidez, como si una neblina incómoda se instalara entre ambos cuando vio la actitud arrogante que el tipo desplegó frente a Moguro. Había algo particularmente irritante en la forma en que ese hombre de oscuros cabellos hablaba, como si su perspectiva no solo fuese la correcta, sino la única posible en este mundo. Ubben frunció ligeramente el ceño al escuchar la verborrea que salía de la boca de su acompañante, su dorada mirada se entrecerraba con un desprecio. Era obvio que el pelinegro estaba intentando establecer una superioridad moral al increpar a Moguro como si él mismo jamás hubiese ocultado sus intenciones, algo que Ubben encontraba hilarante. En los bajos fondos, nadie era limpio, nadie era sincero. Y este tipo, al pretenderlo, se delataba como un farsante o, peor aún, iluso.
El bribón de cabellos blancos apenas pudo contener una risa sarcástica mientras sus ojos rodaban con aburrimiento. El monólogo del pelinegro era digno de un villano de película de serie B, uno de esos que terminan por aburrir más que por intimidar. Esa megalomanía que destilaba con cada palabra, le resultaba tan irritante como escuchar el zumbido de una mosca cerca del oído. Cuando el hombre de oscuros cabellos finalmente terminó su discurso con la arrogante mención de que no tenía mucho tiempo, Ubben, con su inconfundible mordacidad, no pudo evitar intervenir con una respuesta afilada como una navaja. —Extraño, siendo que no te callas... — espetó con sarcasmo, directo y sin adornos. El tipo le había caído como un gancho directo al hígado, y Ubben no tenía ninguna intención de colaborar con alguien así, al menos no sin antes dejar las cosas claras. Suspiró, agotado de la farsa que el pelinegro intentaba sostener, mientras tomaba el último trago de su cigarrillo, expulsando el humo con calma antes de dirigir sus palabras a Moguro.
—Moguro, no te creo una mierda... pero es obvio que te conviene la caída de Chettony— afirmó, su voz baja y segura, como si estuviera revelando un hecho tan obvio como el color del cielo. —Sea quien sea el escaño superior en tu pirámide, si nos beneficiamos ambos, estoy dentro.— La frialdad en sus palabras contrastaba con la intensidad de la situación. Aunque Ubben no confiaba en Moguro, sabía que había algo más grande detrás de todo esto, algo que valía la pena explotar si jugaba bien sus cartas. Terminó con su cigarrillo y lo aplastó bajo la suela de su bota, como si con ese gesto también acabara con cualquier duda sobre su participación. —¿Te parece si dejamos esto entre nosotros dos? — preguntó con una seguridad que solo un hombre acostumbrado a caminar por el filo de la navaja podría mostrar. —Sé que sabes quién soy. No me habrías llamado de casualidad solo por una partida de póker...—añadió, con una altanería que rozaba la provocación, falsamente orgulloso de la fama que lo precedía.
Luego, sin perder un solo segundo, giró su atención nuevamente hacia el pelinegro, lanzándole una mirada afilada como una daga. —Y cuidado, tú— dijo con una mordaz precisión, mientras clavaba sus ojos dorados en los del hombre, asegurándose de que cada palabra pesara como una amenaza latente. —Que no salgan cosas de tu boca que no estés dispuesto a recibir por tu culo.— Soez y directo, Ubben no tenía intención de suavizar su mensaje. El tipo había hablado con palabras grandes, pero carecía del respaldo necesario a ojos del peliblanco, y eso lo hacía aún más patético. Incluso si tuviera algún poder detrás, solo lo convertiría en uno de esos matones que creen que el mundo está a sus pies solo por tener a alguien más fuerte cubriéndoles las espaldas. Ubben había visto demasiados de esos en su vida, y sabía que, tarde o temprano, se caían por su propio peso.
Mientras hablaba, mantuvo su mano en el bolsillo, sus dedos rozando el digitar que llevaba consigo, una advertencia silenciosa de que no dudaría en actuar si la situación lo ameritaba. —Además, chico... si pateas al perro, saldrá el dueño a defenderlo— continuó, lanzando una última puñalada verbal antes de volver su atención a Moguro, aunque no sin ofrecer una disculpa que sonaba tan hueca como una moneda falsa. —Lamento la comparación.— Por supuesto, la disculpa no era tan sincera como podría parecer, pero había verdad en sus palabras. En los bajos fondos, tocar al mensajero siempre significaba atraer la ira del remitente, y nadie quería estar en el punto de mira de quien realmente manejaba los hilos.
Ubben se inclinó ligeramente hacia Moguro, sus ojos dorados ahora mucho más serios, su tono de voz firme pero sin perder esa astucia que siempre lo acompañaba. —Ahora, seamos un poco más directos, ¿quieres?— preguntó, casi con un aire de aburrimiento, como si estuviera cansado del teatro que rodeaba la conversación. —¿Quién es tu jefe?, ¿qué me ofreces por el trabajo? ¿Qué necesitas de mí para que lo consideres completo?— Sus palabras eran claras y sin rodeos. No había más espacio para los juegos mentales ni para las florituras. Ubben estaba dispuesto a escuchar, pero solo si la oferta era lo suficientemente atractiva.
Sabía que en ese momento era más valioso de lo que ninguno de los presentes probablemente pudiera admitir. No solo por sus habilidades, sino por el hecho de que estaba dispuesto a jugar en un terreno peligroso, siempre y cuando las recompensas fueran satisfactorias. Mientras esperaba la respuesta de Moguro, el bribón mantuvo su postura, con su pie de apoyo firme y el otro golpeteando suavemente si hacer ruido con el taco de su bota, tratando de disipar la ansiedad y calculando cada posible desenlace. Solo tenía que asegurarse de estar en la posición correcta cuando las piezas cayeran en su lugar.
El bribón de cabellos blancos apenas pudo contener una risa sarcástica mientras sus ojos rodaban con aburrimiento. El monólogo del pelinegro era digno de un villano de película de serie B, uno de esos que terminan por aburrir más que por intimidar. Esa megalomanía que destilaba con cada palabra, le resultaba tan irritante como escuchar el zumbido de una mosca cerca del oído. Cuando el hombre de oscuros cabellos finalmente terminó su discurso con la arrogante mención de que no tenía mucho tiempo, Ubben, con su inconfundible mordacidad, no pudo evitar intervenir con una respuesta afilada como una navaja. —Extraño, siendo que no te callas... — espetó con sarcasmo, directo y sin adornos. El tipo le había caído como un gancho directo al hígado, y Ubben no tenía ninguna intención de colaborar con alguien así, al menos no sin antes dejar las cosas claras. Suspiró, agotado de la farsa que el pelinegro intentaba sostener, mientras tomaba el último trago de su cigarrillo, expulsando el humo con calma antes de dirigir sus palabras a Moguro.
—Moguro, no te creo una mierda... pero es obvio que te conviene la caída de Chettony— afirmó, su voz baja y segura, como si estuviera revelando un hecho tan obvio como el color del cielo. —Sea quien sea el escaño superior en tu pirámide, si nos beneficiamos ambos, estoy dentro.— La frialdad en sus palabras contrastaba con la intensidad de la situación. Aunque Ubben no confiaba en Moguro, sabía que había algo más grande detrás de todo esto, algo que valía la pena explotar si jugaba bien sus cartas. Terminó con su cigarrillo y lo aplastó bajo la suela de su bota, como si con ese gesto también acabara con cualquier duda sobre su participación. —¿Te parece si dejamos esto entre nosotros dos? — preguntó con una seguridad que solo un hombre acostumbrado a caminar por el filo de la navaja podría mostrar. —Sé que sabes quién soy. No me habrías llamado de casualidad solo por una partida de póker...—añadió, con una altanería que rozaba la provocación, falsamente orgulloso de la fama que lo precedía.
Luego, sin perder un solo segundo, giró su atención nuevamente hacia el pelinegro, lanzándole una mirada afilada como una daga. —Y cuidado, tú— dijo con una mordaz precisión, mientras clavaba sus ojos dorados en los del hombre, asegurándose de que cada palabra pesara como una amenaza latente. —Que no salgan cosas de tu boca que no estés dispuesto a recibir por tu culo.— Soez y directo, Ubben no tenía intención de suavizar su mensaje. El tipo había hablado con palabras grandes, pero carecía del respaldo necesario a ojos del peliblanco, y eso lo hacía aún más patético. Incluso si tuviera algún poder detrás, solo lo convertiría en uno de esos matones que creen que el mundo está a sus pies solo por tener a alguien más fuerte cubriéndoles las espaldas. Ubben había visto demasiados de esos en su vida, y sabía que, tarde o temprano, se caían por su propio peso.
Mientras hablaba, mantuvo su mano en el bolsillo, sus dedos rozando el digitar que llevaba consigo, una advertencia silenciosa de que no dudaría en actuar si la situación lo ameritaba. —Además, chico... si pateas al perro, saldrá el dueño a defenderlo— continuó, lanzando una última puñalada verbal antes de volver su atención a Moguro, aunque no sin ofrecer una disculpa que sonaba tan hueca como una moneda falsa. —Lamento la comparación.— Por supuesto, la disculpa no era tan sincera como podría parecer, pero había verdad en sus palabras. En los bajos fondos, tocar al mensajero siempre significaba atraer la ira del remitente, y nadie quería estar en el punto de mira de quien realmente manejaba los hilos.
Ubben se inclinó ligeramente hacia Moguro, sus ojos dorados ahora mucho más serios, su tono de voz firme pero sin perder esa astucia que siempre lo acompañaba. —Ahora, seamos un poco más directos, ¿quieres?— preguntó, casi con un aire de aburrimiento, como si estuviera cansado del teatro que rodeaba la conversación. —¿Quién es tu jefe?, ¿qué me ofreces por el trabajo? ¿Qué necesitas de mí para que lo consideres completo?— Sus palabras eran claras y sin rodeos. No había más espacio para los juegos mentales ni para las florituras. Ubben estaba dispuesto a escuchar, pero solo si la oferta era lo suficientemente atractiva.
Sabía que en ese momento era más valioso de lo que ninguno de los presentes probablemente pudiera admitir. No solo por sus habilidades, sino por el hecho de que estaba dispuesto a jugar en un terreno peligroso, siempre y cuando las recompensas fueran satisfactorias. Mientras esperaba la respuesta de Moguro, el bribón mantuvo su postura, con su pie de apoyo firme y el otro golpeteando suavemente si hacer ruido con el taco de su bota, tratando de disipar la ansiedad y calculando cada posible desenlace. Solo tenía que asegurarse de estar en la posición correcta cuando las piezas cayeran en su lugar.