Ubben Sangrenegra
Loki
15-09-2024, 11:07 PM
Las conversaciones en el bar se detuvieron brevemente, como si el aire se hubiese congelado en el instante en que Drake abrió la puerta y cruzó el umbral de "El Espumoso Joe". Cada cabeza, de manera casi instintiva, giró hacia él, sus miradas llenas de curiosidad, cautela y, en algunos casos, miedo, intentaban descifrar si estaba todo en orden o no. No era algo difícil de entender; después del reciente conflicto con los Mink en "La Estrella del Puerto", la tensión en el ambiente se palpaba. Las heridas aún frescas del ataque no solo habían destrozado un popular bar, sino que también habían sacudido la estructura del poder en los bajos fondos de Rostock. Los rumores corrían como un camino pólvora encendido, y la incertidumbre había convertido cualquier puerta que se abría en una posible amenaza. Sin embargo, no todas las miradas que se dirigieron a Drake estaban teñidas de temor.
Entre los ojos que lo escrutaban, destacaba una mirada particularmente aguda y fría, la de Joe, el dueño del lugar. Su único ojo sano, de un tono avellana opaco, seguía los movimientos de Drake con la precisión de un cazador. El rostro del calvo moreno, marcado por la cicatriz que cruzaba su cuenca vacía, permanecía tan serio y estoico como siempre. Era un hombre acostumbrado a lidiar con gente peligrosa, y la presencia de un brazos largos como Drake no parecía impresionarle en lo absoluto. Sin embargo, su ojo parecía analizar cada detalle del recién llegado, como si estuviese tomando nota de cada gesto, cada paso, cada respiración.
En el lado derecho del bar, dos tipos que jugaban Black Jack también le echaron una mirada rápida, pero a diferencia de los otros clientes, no mostraban signos de miedo. Uno de ellos, un hombre de manos nerviosas y ojos sagaces, le dirigió una rápida evaluación a Drake antes de inclinarse hacia su compañero y susurrar algo. El murmullo de sus voces se perdió en el bar mientras ambos volvían a concentrarse en sus cartas, aunque el ambiente se había vuelto un poco más denso desde la entrada del brazos largos.
Drake avanzó hacia la barra con paso firme, su figura alta y desgarbada destacando entre los demás. Cuando llegó frente a Joe, el cantinero lo recibió con la misma frialdad que le dedicaba a todos los que cruzaban su puerta. Sin esperar a que Drake hablara, el tuerto soltó una pregunta directa, casi rutinaria —¿Qué vas a querer?— Antes de que Drake pudiera siquiera responder, Joe ya estaba sirviendo una jarra de ale con movimientos prácticos, dejando la bebida sobre la barra con un golpe seco. Sin levantar la mirada, Joe levantó una ceja ante la pregunta de Drake sobre el bardo que tocaba en la esquina.
—Creo que así se llama— respondió con la misma sequedad con la que había preguntado antes. Su voz, áspera y carente de interés, parecía tan distante como la neblina del puerto por la mañana. Luego, con una ligera sonrisa que distorsionaba su rostro de manera inquietante, añadió —Él me paga por tocar acá.— La sonrisa que asomó en su rostro calvo era breve, apenas una sombra de satisfacción que, lejos de parecer amistosa, resultaba casi macabra, como si disfrutar de la transacción comercial implicara algún oscuro placer. Joe no era un hombre de sonrisas sinceras, y este gesto no hacía más que subrayar el aura sombría y apática que siempre lo envolvía.
Cuando Drake preguntó por las habitaciones disponibles, el rostro de Joe volvió a su habitual expresión neutral. —Quedan tres habitaciones. Una simple, una para dos personas y una matrimonial. 25.000, 35.000 y 45.000 berries respectivamente— informó con voz monótona, como si estuviera leyendo una lista aburrida. Luego, mientras secaba un vaso con un paño sucio, añadió sin emoción —La casa no se hace responsable de cómo terminen las apuestas, debo decir.— Mientrastanto en la mesa principal, un grupo de hombres hablaba en voz baja, pero una frase destacó sobre el resto, lo suficiente como para que alcanzara los oídos de Drake. Parecía que uno de ellos mencionaba el nombre de Chester Chettony, alguien que buscaba desesperadamente al "pato" que lo había traicionado. Sin perder tiempo, el grupo se levantó de la mesa y desapareció tras subir por las escaleras en dirección al segundo piso donde se escucho una puerta cerrar, justo sobre la cabeza de Drake.
Cerca de la chimenea, Rizzo, el joven músico que había intentado animar el lugar con su guitarra, abandonaba su actuación. La decepción se dibujaba en su rostro, apenas escondida tras una sonrisa forzada. Sus dedos temblaban levemente al apartar la guitarra de su regazo, y sus ojos, llenos de nostalgia, la observaban como si fuera un recuerdo de algo que nunca llegó a ser. El bar apenas había prestado atención a su música, y ahora, en silencio, el muchacho contemplaba su fracaso, como tantas veces lo había hecho antes.
Un detalle curioso capturó la atención de Drake por un breve instante, cuando un camarero abrió la puerta de la cocina para salir con un plato, un sonido peculiar llegó a sus oídos. Fue apenas un susurro, un gemido distante, pero tenía un inconfundible matiz de agonía. Se escuchó bastante real, sin embargo, podría haber pensado que lo imaginó, pues la puerta se abrió varias veces después sin que se repitiera el sonido
Mientras tanto, uno de los tipos que jugaban Black Jack en el flanco derecho del bar no dejaba de lanzar miradas furtivas en dirección a Drake. Eran observaciones rápidas y disimuladas, pero constantes. Como si quisiera llamar la atención del brazos largos sin hacerlo evidente, sus ojos iban y venían entre las cartas y la figura de Drake, intentando descifrar sus intenciones o, quizás, esperando un momento propicio para acercarse. A pesar de las interminables manos que perdía y ganaba, el hombre no parecía tan interesado en el juego como en su nuevo e inesperado espectador.
Entre los ojos que lo escrutaban, destacaba una mirada particularmente aguda y fría, la de Joe, el dueño del lugar. Su único ojo sano, de un tono avellana opaco, seguía los movimientos de Drake con la precisión de un cazador. El rostro del calvo moreno, marcado por la cicatriz que cruzaba su cuenca vacía, permanecía tan serio y estoico como siempre. Era un hombre acostumbrado a lidiar con gente peligrosa, y la presencia de un brazos largos como Drake no parecía impresionarle en lo absoluto. Sin embargo, su ojo parecía analizar cada detalle del recién llegado, como si estuviese tomando nota de cada gesto, cada paso, cada respiración.
En el lado derecho del bar, dos tipos que jugaban Black Jack también le echaron una mirada rápida, pero a diferencia de los otros clientes, no mostraban signos de miedo. Uno de ellos, un hombre de manos nerviosas y ojos sagaces, le dirigió una rápida evaluación a Drake antes de inclinarse hacia su compañero y susurrar algo. El murmullo de sus voces se perdió en el bar mientras ambos volvían a concentrarse en sus cartas, aunque el ambiente se había vuelto un poco más denso desde la entrada del brazos largos.
Drake avanzó hacia la barra con paso firme, su figura alta y desgarbada destacando entre los demás. Cuando llegó frente a Joe, el cantinero lo recibió con la misma frialdad que le dedicaba a todos los que cruzaban su puerta. Sin esperar a que Drake hablara, el tuerto soltó una pregunta directa, casi rutinaria —¿Qué vas a querer?— Antes de que Drake pudiera siquiera responder, Joe ya estaba sirviendo una jarra de ale con movimientos prácticos, dejando la bebida sobre la barra con un golpe seco. Sin levantar la mirada, Joe levantó una ceja ante la pregunta de Drake sobre el bardo que tocaba en la esquina.
—Creo que así se llama— respondió con la misma sequedad con la que había preguntado antes. Su voz, áspera y carente de interés, parecía tan distante como la neblina del puerto por la mañana. Luego, con una ligera sonrisa que distorsionaba su rostro de manera inquietante, añadió —Él me paga por tocar acá.— La sonrisa que asomó en su rostro calvo era breve, apenas una sombra de satisfacción que, lejos de parecer amistosa, resultaba casi macabra, como si disfrutar de la transacción comercial implicara algún oscuro placer. Joe no era un hombre de sonrisas sinceras, y este gesto no hacía más que subrayar el aura sombría y apática que siempre lo envolvía.
Cuando Drake preguntó por las habitaciones disponibles, el rostro de Joe volvió a su habitual expresión neutral. —Quedan tres habitaciones. Una simple, una para dos personas y una matrimonial. 25.000, 35.000 y 45.000 berries respectivamente— informó con voz monótona, como si estuviera leyendo una lista aburrida. Luego, mientras secaba un vaso con un paño sucio, añadió sin emoción —La casa no se hace responsable de cómo terminen las apuestas, debo decir.— Mientrastanto en la mesa principal, un grupo de hombres hablaba en voz baja, pero una frase destacó sobre el resto, lo suficiente como para que alcanzara los oídos de Drake. Parecía que uno de ellos mencionaba el nombre de Chester Chettony, alguien que buscaba desesperadamente al "pato" que lo había traicionado. Sin perder tiempo, el grupo se levantó de la mesa y desapareció tras subir por las escaleras en dirección al segundo piso donde se escucho una puerta cerrar, justo sobre la cabeza de Drake.
Cerca de la chimenea, Rizzo, el joven músico que había intentado animar el lugar con su guitarra, abandonaba su actuación. La decepción se dibujaba en su rostro, apenas escondida tras una sonrisa forzada. Sus dedos temblaban levemente al apartar la guitarra de su regazo, y sus ojos, llenos de nostalgia, la observaban como si fuera un recuerdo de algo que nunca llegó a ser. El bar apenas había prestado atención a su música, y ahora, en silencio, el muchacho contemplaba su fracaso, como tantas veces lo había hecho antes.
Un detalle curioso capturó la atención de Drake por un breve instante, cuando un camarero abrió la puerta de la cocina para salir con un plato, un sonido peculiar llegó a sus oídos. Fue apenas un susurro, un gemido distante, pero tenía un inconfundible matiz de agonía. Se escuchó bastante real, sin embargo, podría haber pensado que lo imaginó, pues la puerta se abrió varias veces después sin que se repitiera el sonido
Mientras tanto, uno de los tipos que jugaban Black Jack en el flanco derecho del bar no dejaba de lanzar miradas furtivas en dirección a Drake. Eran observaciones rápidas y disimuladas, pero constantes. Como si quisiera llamar la atención del brazos largos sin hacerlo evidente, sus ojos iban y venían entre las cartas y la figura de Drake, intentando descifrar sus intenciones o, quizás, esperando un momento propicio para acercarse. A pesar de las interminables manos que perdía y ganaba, el hombre no parecía tan interesado en el juego como en su nuevo e inesperado espectador.