Verano, Día 20 del año 723
Asradi emergió de las aguas turbulentas que rodeaban Gray Terminal, un lugar donde la ley y el orden eran conceptos lejanos, y la supervivencia era la única regla. Su cabello negro, largo y ondulado, se secaba lentamente al sol, mientras ella se arrastraba hacia la orilla, asegurándose de que su cola de sirena estuviera oculta bajo un manto de harapos que había encontrado en su camino. No solo eso, sino que también mantenía bien cubierta la maldita marca que portaba en su espalda. Sabía que debía ser cautelosa; en este lugar, la curiosidad podía ser tanto un regalo como una maldición.
Gray Terminal era un refugio para los desposeídos, un vertedero de chatarra y basura, donde los piratas y los marginados se reunían en busca de una vida mejor, o al menos, de un día más. A medida que Asradi se adentraba en el bullicio del mercado improvisado, su corazón latía con fuerza. La mezcla de olores: pescado, madera en descomposición y humo de fuego, la envolvía, y aunque el lugar era caótico, había una extraña belleza en la forma en que la gente se movía, luchando por sobrevivir. Belleza y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía la gente pudiente permitir eso? Había visto, incluso, niños descalzos y en harapos correteando por ahí, hurgando entre la basura y la chatarra que reinaba en aquel lugar olvidado.
Cada vez odiaba más a los nobles. Y todavía más a los Dragones Celestiales. Ellos eran los culpables de toda esa miseria en el mundo. Ojalá alguien les diese su merecido y las tornas se cambiasen. ¿Cómo se sentirían ser bajados, de una patada, de sus tronos de oro y hacer que se arrastrasen como la basura que eran? Asradi rechinó ligeramente los dientes. Todavía era joven, inexperta quizás en algunas cosas. Pero no era imbécil. Estaba viendo cómo funcionaba el mundo. Y si uno no cuidaba de sí mismo, nadie más lo haría.
Con “pasos firmes”, se dirigió hacia un grupo de comerciantes que vendían frutas y verduras. Su piel, ligeramente bronceada por el sol, y su mirada intensa, atraían la atención de algunos, pero ella se mantenía alerta, consciente de que cualquier desliz podría revelar su verdadera naturaleza. Asradi había aprendido a adaptarse, a ocultar su esencia de sirena bajo una fachada humana. Había dejado atrás su hogar, y ahora debía encontrar su lugar en este mundo hostil. Y eso no era fácil. No para una sirena viajando sola.
— ¿Qué deseas, chica? —preguntó un hombre robusto, con una barba desaliñada y una sonrisa astuta.
— Solo un poco de carne seca, por favor. —respondió Asradi, tratando de sonar despreocupada mientras examinaba la variedad de carnes y demás que colgaban de un improvisado puesto.
El hombre le ofreció una porción, y ella le dio un par de monedas que había conseguido en su viaje. Mientras él le entregaba la carne, Asradi sintió una mirada fija en ella. Se giró lentamente, encontrando a un joven de cabello desordenado y ojos curiosos que la observaba desde la distancia. Por inercia, la chica frunció el ceño. Era consciente que, aún ocultando su raza, tenía unos rasgos llamativos para aquellos que no fuesen norteños. Lo mejor que podía hacer era ignorar cuánta mirada tuviese encima y continuar su camino. Eso sí, sin bajar la guardia en ningún momento. Era consciente de que estaba en un lugar peligroso. Y la costa no estaba tan cerca como le gustaría en cuanto había comenzado a adentrarse.
Lo único que podía hacer era descansar unas pocas horas antes de continuar su camino. Tenía varios rasguños en los brazos. Solo habían pasado unos cuantos días desde que había abandonado Loguetown. También tenía la falda que Galhard le había obsequiado, pero resguardada a buen recaudo en su mochila. Era una pieza de tela exquisita y no quería que se la pudiesen robar o cualquier cosa. Por eso se había decantado por unas prendas más simples, casi harapientas, para cuando había llegado a Gray Terminal.
Simplemente para intentar no llamar la atención.
Se alejó del bullicio, de la zona más concurrida. No sabía si eso era lo más inteligente, pero tampoco quería arriesgarse a estar entre tantas personas y que todo se descontrolase. Lo que menos deseaba era eso: discreción. Al menos dentro de lo que cabía. Una vez se sintió segura, parcialmente, se sentó sobre un viejo y medio destrozado neumático, comenzando a mordisquear uno de los trocitos de la carne seca que había comprado. No era mucho. Pero era mejor que nada.