Silver D. Syxel
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16-09-2024, 08:27 PM
El pirata escuchaba con atención, asimilando cada palabra de Bronz. El relato del homeópata sobre las cicatrices en su espalda y la maldición del barco resonaban más de lo que habría esperado. Aunque se mantenía impasible por fuera, en su interior la historia despertaba ecos de su propio pasado. Recordaba el dolor y el desconcierto al despertar años atrás, siendo tan solo un crío, con las cicatrices en su espalda como único testimonio de un tormento que no lograba recordar. Por un instante, casi pudo sentir un hormigueo en esas marcas, como si revivieran su propio dolor.
Sin embargo, desechó la sensación con un leve movimiento de hombros y esbozó una sonrisa confiada. No podía permitirse caer en las historias de superstición, no cuando tenía sueños y metas que cumplir. Observó al hombre tambaleante que se alejaba, perdido en sus propias palabras, y pensó en lo lejos que había llegado a pesar de las adversidades.
—Mis sueños son lo único que no podrán arrebatarme. Ni siquiera la peor de las maldiciones lo conseguiría —murmuró para sí, antes de enderezarse y volver a la tarea en cuestión.
El trayecto en el Death of Hopes continuaba. Cuando los tripulantes se reunieron para comer, el capitán miró de reojo el estofado de carne de rata que Balagus había preparado. Sabía que su compañero tenía la habilidad de hacer que incluso lo peor supiera bien, pero su apetito había desaparecido. No habría sido la primera vez que le tocaba comer algo así, o incluso peor, pero la historia de Bronz seguía rondando en su cabeza. Algo en aquel barco no encajaba, y no era solo la leyenda de la maldición.
—No estoy de humor —se limitó a rechazar cuando alguien le ofreció un cuenco, negando con la cabeza antes de levantarse. Se retiró del comedor con pasos silenciosos, dejando a Balagus y Marvolath continuar con su comida y charla.
Ya en cubierta, Syxel se tomó un momento para pasearse por la misma, observando el barco con detenimiento. Sus manos pasaron suavemente por la barandilla desgastada, intentando captar algo más allá de lo visible. Si aquel barco estaba maldito, como decía Bronz, tal vez tenía algo que decirle. Quizás, como creía el homeópata, el Death of Hopes realmente deseaba hundirse y descansar para siempre. Pero el capitán no era del tipo que dejaba que las maldiciones o los fantasmas de barcos antiguos decidieran su destino.
Mientras caminaba por la cubierta, el aire se hacía cada vez más pesado, como si la atmósfera del barco estuviera cargada de una tensión que él aún no comprendía del todo. Fue entonces cuando escuchó los gritos. El timón no respondía. El pirata corrió hacia la popa, donde el timonel luchaba por controlar la nave. Todo esfuerzo parecía inútil. Los marineros cercanos miraban con desesperación, pero ninguno sabía qué hacer.
Silver se abrió paso y, sin decir una palabra, tomó el timón en sus manos. Lo giró con fuerza, intentando recuperar el control, pero el barco seguía avanzando sin obedecer sus órdenes. Era como si una fuerza invisible decidiera su curso, guiándolos hacia lo desconocido. Alrededor, la niebla se volvía más espesa, ocultando el horizonte y cualquier esperanza de ver tierra o un camino seguro.
—Maldita sea... —gruñó, sin soltar el timón, como si tratara de forzar al barco a obedecer su voluntad.
A medida que la niebla los envolvía por completo, Syxel observaba con atención cada sombra que se deslizaba en la distancia. Parecía que el barco tenía un destino, uno que él aún no podía comprender del todo, o no quería aceptar. Y entonces lo sintió: una especie de susurro, un murmullo que no venía de la tripulación ni del viento. Era el propio barco el que parecía hablarles, advirtiéndoles de que no estaban preparados para lo que venía.
El pirata apretó el timón con más fuerza, cerrando los ojos por un momento. Luego, los abrió con decisión y, con voz firme, respondió al susurro del barco.
—No te dejaré hundirte —declaró con determinación—. Tienes un propósito, y aún no ha llegado tu hora. Sigue adelante. Sigamos adelante...
Sus palabras resonaron en la cubierta como un reto lanzado al propio espíritu del barco. Aunque la niebla seguía densa y la oscuridad reinaba a su alrededor, el capitán se mantuvo firme, esperando una respuesta. No estaba dispuesto a ceder su destino a una maldición. Si el barco aceptaba unirse a él, ambos se enfrentarían a lo que estuviera por venir. Pero Syxel estaba decidido: no sería el mar ni un monstruo lo que lo detuviera.
Sin embargo, desechó la sensación con un leve movimiento de hombros y esbozó una sonrisa confiada. No podía permitirse caer en las historias de superstición, no cuando tenía sueños y metas que cumplir. Observó al hombre tambaleante que se alejaba, perdido en sus propias palabras, y pensó en lo lejos que había llegado a pesar de las adversidades.
—Mis sueños son lo único que no podrán arrebatarme. Ni siquiera la peor de las maldiciones lo conseguiría —murmuró para sí, antes de enderezarse y volver a la tarea en cuestión.
El trayecto en el Death of Hopes continuaba. Cuando los tripulantes se reunieron para comer, el capitán miró de reojo el estofado de carne de rata que Balagus había preparado. Sabía que su compañero tenía la habilidad de hacer que incluso lo peor supiera bien, pero su apetito había desaparecido. No habría sido la primera vez que le tocaba comer algo así, o incluso peor, pero la historia de Bronz seguía rondando en su cabeza. Algo en aquel barco no encajaba, y no era solo la leyenda de la maldición.
—No estoy de humor —se limitó a rechazar cuando alguien le ofreció un cuenco, negando con la cabeza antes de levantarse. Se retiró del comedor con pasos silenciosos, dejando a Balagus y Marvolath continuar con su comida y charla.
Ya en cubierta, Syxel se tomó un momento para pasearse por la misma, observando el barco con detenimiento. Sus manos pasaron suavemente por la barandilla desgastada, intentando captar algo más allá de lo visible. Si aquel barco estaba maldito, como decía Bronz, tal vez tenía algo que decirle. Quizás, como creía el homeópata, el Death of Hopes realmente deseaba hundirse y descansar para siempre. Pero el capitán no era del tipo que dejaba que las maldiciones o los fantasmas de barcos antiguos decidieran su destino.
Mientras caminaba por la cubierta, el aire se hacía cada vez más pesado, como si la atmósfera del barco estuviera cargada de una tensión que él aún no comprendía del todo. Fue entonces cuando escuchó los gritos. El timón no respondía. El pirata corrió hacia la popa, donde el timonel luchaba por controlar la nave. Todo esfuerzo parecía inútil. Los marineros cercanos miraban con desesperación, pero ninguno sabía qué hacer.
Silver se abrió paso y, sin decir una palabra, tomó el timón en sus manos. Lo giró con fuerza, intentando recuperar el control, pero el barco seguía avanzando sin obedecer sus órdenes. Era como si una fuerza invisible decidiera su curso, guiándolos hacia lo desconocido. Alrededor, la niebla se volvía más espesa, ocultando el horizonte y cualquier esperanza de ver tierra o un camino seguro.
—Maldita sea... —gruñó, sin soltar el timón, como si tratara de forzar al barco a obedecer su voluntad.
A medida que la niebla los envolvía por completo, Syxel observaba con atención cada sombra que se deslizaba en la distancia. Parecía que el barco tenía un destino, uno que él aún no podía comprender del todo, o no quería aceptar. Y entonces lo sintió: una especie de susurro, un murmullo que no venía de la tripulación ni del viento. Era el propio barco el que parecía hablarles, advirtiéndoles de que no estaban preparados para lo que venía.
El pirata apretó el timón con más fuerza, cerrando los ojos por un momento. Luego, los abrió con decisión y, con voz firme, respondió al susurro del barco.
—No te dejaré hundirte —declaró con determinación—. Tienes un propósito, y aún no ha llegado tu hora. Sigue adelante. Sigamos adelante...
Sus palabras resonaron en la cubierta como un reto lanzado al propio espíritu del barco. Aunque la niebla seguía densa y la oscuridad reinaba a su alrededor, el capitán se mantuvo firme, esperando una respuesta. No estaba dispuesto a ceder su destino a una maldición. Si el barco aceptaba unirse a él, ambos se enfrentarían a lo que estuviera por venir. Pero Syxel estaba decidido: no sería el mar ni un monstruo lo que lo detuviera.