Percival Höllenstern
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16-09-2024, 10:24 PM
La noche en Loguetown se desplegaba como un manto denso y opaco, abrigando la ciudad en un silencio inquietante. Las calles, normalmente bulliciosas, parecían ahora congeladas en un tiempo indefinido, rotas únicamente por los murmullos distantes de las olas del puerto y los pasos apagados de los marines que, con semblantes tensos y miradas afiladas, guiaban a los cautivos por los callejones oscuros.
Los bandidos, que momentos antes habían intentado en vano resistir, ahora se encontraban encadenados y sometidos al peso de su destino. Avanzaban con paso tambaleante, las manos atadas a la espalda y la vista fija en el suelo, como si temieran que incluso el contacto visual con los marines pudiera sellar su condena. Habían sido derrotados no solo en combate, sino también en espíritu. Sus almas, quebradas, no hallaban consuelo en las sombras que los envolvían.
Atlas, Camille, Ray, Takahiro mantenían una vigilancia constante sobre ellos. No había lugar para distracciones, no después de lo ocurrido. Sabían que la misión aún estaba lejos de terminar, que los pequeños engranajes que formaban esta banda no eran más que parte de un mecanismo mucho mayor. Y aunque los criminales insistían en su inocencia, sus cuerpos temblaban ante la presencia de los marines. Los sudores fríos les recorrían el cuello y las manos, incapaces de ocultar el miedo que les atenazaba el pecho.
El líder barbudo, que había mostrado algo de resistencia inicial, ahora caminaba cabizbajo, las rodillas apenas sosteniéndolo. De vez en cuando, levantaba la mirada con ojos vidriosos, buscando algo de clemencia en los rostros de sus captores. Sin embargo, no la encontró. Las respuestas vagas y las confesiones interrumpidas no habían servido para convencer a los marines de su completa sinceridad. Sabían demasiado poco, o demasiado tarde, y cada palabra que pronunciaban no hacía sino hundirlos más en su desesperación.
El aire nocturno, denso y cargado de humedad, hacía que el camino de regreso a la base del G-31 fuera más pesado de lo que debería. El retumbar de los pasos sobre las adoquinadas calles se mezclaba con los susurros de los bandidos, que en algún momento empezaron a clamar por sus vidas. Los murmullos eran casi inaudibles al principio, apenas un roce entre sus labios, pero a medida que avanzaban, las súplicas se hicieron más constantes.
—¡Por favor! No sabemos nada más —gimió la mujer, su voz trémula quebrándose en medio del silencio.
El eco de su ruego resonó entre las paredes estrechas de los callejones, una súplica vacía que no encontró respuesta entre los marines. Sabían que, aunque les contaran todo lo que supieran, el alcance de la situación era mucho mayor de lo que estos delincuentes podían imaginar. Los fragmentos de información que habían compartido solo habían servido para enredar más el misterio. Pero, para los cautivos, la esperanza, aunque mínima, era todo lo que les quedaba.
El barbudo, en un último intento por salvar su pellejo, tropezó y cayó de rodillas, haciendo que las cadenas que lo ataban resonaran contra el suelo. Su voz, rasposa y forzada, rompió el breve silencio.
—¡Escuchen! Solo éramos una distracción... ¡Solo nos dijeron que debíamos crear el caos! No sabemos nada más, os lo juro. —Las lágrimas corrían por su rostro, mezclándose con el sudor que empapaba su barba.
Takahiro se detuvo un momento, observando la escena sin mostrar ninguna emoción en su rostro. Sus compañeros mantuvieron su mirada fija hacia adelante, como si las súplicas no fueran más que un ruido de fondo. Ninguno de ellos creía que aquellas palabras eran del todo ciertas, pero sabían que, llegados a este punto, obtener más información de los capturados era inútil. Estos no eran los verdaderos responsables, solo piezas desechables en un tablero mucho más grande.
Con una fría determinación, Takahiro instó al barbudo a levantarse, empujándolo hacia adelante sin dignarse a responderle.
Tras salir de la casucha amplia, pero de baja calidad de madera y totalmente desgastada por el salitre portuario, el grupo continuó su avance por las calles ahora desiertas de Loguetown, que parecían convertirse en un laberinto interminable bajo el manto de la noche. En algún momento, la presencia de la ciudad se desvanecía y el camino se tornaba más despejado, más recto, como si el destino final estuviera más cerca de lo que imaginaban.
Pero esa tranquilidad era solo superficial.
A medida que se acercaban al cuartel del G-31, algo comenzó a notarse en el aire. Un olor acre, penetrante, que hacía que los sentidos de los marines se pusieran en alerta. Ray, con su instinto natural agudizado, fue el primero en detenerse, levantando una mano para advertir a sus compañeros. Todos, con la misma cautela, afinaron el oído y el olfato. El humo.
Todos entonces vieron la horrible realidad. Fuego.
Las llamas se hicieron visibles poco después. A lo lejos, la silueta imponente de la base del G-31 comenzaba a recortarse contra el horizonte nocturno, pero lo que debería haber sido una imagen de control y poder ahora estaba envuelta en un aura de destrucción. El ala este del cuartel, un bastión fundamental de la estructura, se hallaba completamente devorada por las llamas. Las lenguas de fuego lamían los cielos, iluminando el entorno con un resplandor infernal que hacía que las sombras bailaran grotescamente en los muros.
La percepción de la realidad del grupo se tambaleaba ante lo que observaban, pues habían sido utilizados como peones en un juego del cual no comprendían las reglas. No habían sabido nada, o al menos, nada que importara. Todo había sido una distracción, tal como les habían confesado.
Las llamas crujían, voraces, consumiendo todo a su paso. El calor que despedían hacía que el aire se ondulara y distorsionara, como un espejismo macabro que cubría la visión de los marines. No se escuchaba nada más que el rugido del fuego y, de vez en cuando, el colapso de alguna parte de la estructura, cayendo en pedazos sobre sí misma.
Takahiro, Ray, Camille, Atlas y los otros marines que acudían a raudales a la base, observaban la escena con una mezcla de incredulidad y furia. Todo apuntaba a que aquel "hombre del traje", de quien los criminales hablaban, había logrado su objetivo. Habían sido apartados, engañados, y mientras perseguían sombras en los rincones oscuros de la ciudad, su hogar, su base, era devastada sin piedad.
La sombra de la traición se cernía sobre ellos, y aunque sus corazones ardían de rabia, sabían que ese no era el momento de ceder al impulso. Las llamas seguían avanzando, y ellos debían moverse rápidamente. Era imperativo descubrir la causa de aquel ataque, rescatar a cualquier superviviente y, sobre todo, preparar una estrategia para contrarrestar al enemigo que les había puesto en jaque de manera tan astuta.
—Tahahahaaaaahahahaaaa, os lo dije... ¡Os dije que pagaríais!— comentó a gritos una voz familiar, situada a un extremo oscuro situado en la zona de la armería del cuartel, un lugar donde nadie había pretendido mirar, pero que se hizo completamente llamativo ante esa voz.
Dentro, un hombre ensombrecido por la noche que portaba un fedora y una gabardina larga, se encontraba con un apósito a la altura de la mandíbula, como de reciente pelea y observaba maravillado con cara de psicópata la escena.
La oscuridad le brindaba apoyo gracias a la techumbre del lugar, y este se encontraba escoltado por armas, algunas aún en sus estantes y otras por los suelos, mientras un grupo de 3 marines se encontraban también como guardaespaldas con una cara de pocos amigos. Instintivamente, el grupo reconoció al marine que inicialmente dio la voz de alarma del primer incendio.
El caos era inmenso, y las voces de alarma y marines luchando contra las llamas iban y venían constantemente, tratando de apagar las llamas en un intento infructuoso.
Al menos, pudisteis divisar como el alto cargo que antes os ayudó daba órdenes por doquier para instaurar el orden y velar por la integridad de la base.
Los bandidos, que momentos antes habían intentado en vano resistir, ahora se encontraban encadenados y sometidos al peso de su destino. Avanzaban con paso tambaleante, las manos atadas a la espalda y la vista fija en el suelo, como si temieran que incluso el contacto visual con los marines pudiera sellar su condena. Habían sido derrotados no solo en combate, sino también en espíritu. Sus almas, quebradas, no hallaban consuelo en las sombras que los envolvían.
Atlas, Camille, Ray, Takahiro mantenían una vigilancia constante sobre ellos. No había lugar para distracciones, no después de lo ocurrido. Sabían que la misión aún estaba lejos de terminar, que los pequeños engranajes que formaban esta banda no eran más que parte de un mecanismo mucho mayor. Y aunque los criminales insistían en su inocencia, sus cuerpos temblaban ante la presencia de los marines. Los sudores fríos les recorrían el cuello y las manos, incapaces de ocultar el miedo que les atenazaba el pecho.
El líder barbudo, que había mostrado algo de resistencia inicial, ahora caminaba cabizbajo, las rodillas apenas sosteniéndolo. De vez en cuando, levantaba la mirada con ojos vidriosos, buscando algo de clemencia en los rostros de sus captores. Sin embargo, no la encontró. Las respuestas vagas y las confesiones interrumpidas no habían servido para convencer a los marines de su completa sinceridad. Sabían demasiado poco, o demasiado tarde, y cada palabra que pronunciaban no hacía sino hundirlos más en su desesperación.
El aire nocturno, denso y cargado de humedad, hacía que el camino de regreso a la base del G-31 fuera más pesado de lo que debería. El retumbar de los pasos sobre las adoquinadas calles se mezclaba con los susurros de los bandidos, que en algún momento empezaron a clamar por sus vidas. Los murmullos eran casi inaudibles al principio, apenas un roce entre sus labios, pero a medida que avanzaban, las súplicas se hicieron más constantes.
—¡Por favor! No sabemos nada más —gimió la mujer, su voz trémula quebrándose en medio del silencio.
El eco de su ruego resonó entre las paredes estrechas de los callejones, una súplica vacía que no encontró respuesta entre los marines. Sabían que, aunque les contaran todo lo que supieran, el alcance de la situación era mucho mayor de lo que estos delincuentes podían imaginar. Los fragmentos de información que habían compartido solo habían servido para enredar más el misterio. Pero, para los cautivos, la esperanza, aunque mínima, era todo lo que les quedaba.
El barbudo, en un último intento por salvar su pellejo, tropezó y cayó de rodillas, haciendo que las cadenas que lo ataban resonaran contra el suelo. Su voz, rasposa y forzada, rompió el breve silencio.
—¡Escuchen! Solo éramos una distracción... ¡Solo nos dijeron que debíamos crear el caos! No sabemos nada más, os lo juro. —Las lágrimas corrían por su rostro, mezclándose con el sudor que empapaba su barba.
Takahiro se detuvo un momento, observando la escena sin mostrar ninguna emoción en su rostro. Sus compañeros mantuvieron su mirada fija hacia adelante, como si las súplicas no fueran más que un ruido de fondo. Ninguno de ellos creía que aquellas palabras eran del todo ciertas, pero sabían que, llegados a este punto, obtener más información de los capturados era inútil. Estos no eran los verdaderos responsables, solo piezas desechables en un tablero mucho más grande.
Con una fría determinación, Takahiro instó al barbudo a levantarse, empujándolo hacia adelante sin dignarse a responderle.
Tras salir de la casucha amplia, pero de baja calidad de madera y totalmente desgastada por el salitre portuario, el grupo continuó su avance por las calles ahora desiertas de Loguetown, que parecían convertirse en un laberinto interminable bajo el manto de la noche. En algún momento, la presencia de la ciudad se desvanecía y el camino se tornaba más despejado, más recto, como si el destino final estuviera más cerca de lo que imaginaban.
Pero esa tranquilidad era solo superficial.
A medida que se acercaban al cuartel del G-31, algo comenzó a notarse en el aire. Un olor acre, penetrante, que hacía que los sentidos de los marines se pusieran en alerta. Ray, con su instinto natural agudizado, fue el primero en detenerse, levantando una mano para advertir a sus compañeros. Todos, con la misma cautela, afinaron el oído y el olfato. El humo.
Todos entonces vieron la horrible realidad. Fuego.
Las llamas se hicieron visibles poco después. A lo lejos, la silueta imponente de la base del G-31 comenzaba a recortarse contra el horizonte nocturno, pero lo que debería haber sido una imagen de control y poder ahora estaba envuelta en un aura de destrucción. El ala este del cuartel, un bastión fundamental de la estructura, se hallaba completamente devorada por las llamas. Las lenguas de fuego lamían los cielos, iluminando el entorno con un resplandor infernal que hacía que las sombras bailaran grotescamente en los muros.
La percepción de la realidad del grupo se tambaleaba ante lo que observaban, pues habían sido utilizados como peones en un juego del cual no comprendían las reglas. No habían sabido nada, o al menos, nada que importara. Todo había sido una distracción, tal como les habían confesado.
Las llamas crujían, voraces, consumiendo todo a su paso. El calor que despedían hacía que el aire se ondulara y distorsionara, como un espejismo macabro que cubría la visión de los marines. No se escuchaba nada más que el rugido del fuego y, de vez en cuando, el colapso de alguna parte de la estructura, cayendo en pedazos sobre sí misma.
Takahiro, Ray, Camille, Atlas y los otros marines que acudían a raudales a la base, observaban la escena con una mezcla de incredulidad y furia. Todo apuntaba a que aquel "hombre del traje", de quien los criminales hablaban, había logrado su objetivo. Habían sido apartados, engañados, y mientras perseguían sombras en los rincones oscuros de la ciudad, su hogar, su base, era devastada sin piedad.
La sombra de la traición se cernía sobre ellos, y aunque sus corazones ardían de rabia, sabían que ese no era el momento de ceder al impulso. Las llamas seguían avanzando, y ellos debían moverse rápidamente. Era imperativo descubrir la causa de aquel ataque, rescatar a cualquier superviviente y, sobre todo, preparar una estrategia para contrarrestar al enemigo que les había puesto en jaque de manera tan astuta.
—Tahahahaaaaahahahaaaa, os lo dije... ¡Os dije que pagaríais!— comentó a gritos una voz familiar, situada a un extremo oscuro situado en la zona de la armería del cuartel, un lugar donde nadie había pretendido mirar, pero que se hizo completamente llamativo ante esa voz.
Dentro, un hombre ensombrecido por la noche que portaba un fedora y una gabardina larga, se encontraba con un apósito a la altura de la mandíbula, como de reciente pelea y observaba maravillado con cara de psicópata la escena.
La oscuridad le brindaba apoyo gracias a la techumbre del lugar, y este se encontraba escoltado por armas, algunas aún en sus estantes y otras por los suelos, mientras un grupo de 3 marines se encontraban también como guardaespaldas con una cara de pocos amigos. Instintivamente, el grupo reconoció al marine que inicialmente dio la voz de alarma del primer incendio.
El caos era inmenso, y las voces de alarma y marines luchando contra las llamas iban y venían constantemente, tratando de apagar las llamas en un intento infructuoso.
Al menos, pudisteis divisar como el alto cargo que antes os ayudó daba órdenes por doquier para instaurar el orden y velar por la integridad de la base.