Atlas
Nowhere | Fénix
17-09-2024, 09:59 PM
Todo mal. Absolutamente todo lo que podía haber salido mal había alcanzado el peor desenlace posible. El astillero, en llamas. De entre todos los criminales y asaltantes que había en ese momento en Loguetown, habíamos ido a atrapar a los menos relevantes con diferencia, unos simples monigotes que habían empleado para hacer juegos de sombras. Como buenos niños inexpertos, habíamos picado. La base marine del G-31, también en llamas. Y como responsable —al menos en apariencia— de todo, el mismo maldito tipo trajeado que había estado a punto de hacerlo saltar todo por los aires en el astillero. El muy desgraciado había jurado venganza y se había asegurado de cobrársela lo antes posible.
Parte de las instalaciones de la base de la Marina en Loguetown crepitaban como trozos de leña en la hoguera. Ceniza en forma de mínimas máculas ennegrecidas ascendían hacia los cielos, arrastradas por el aire caliente que el fuego generaba al extenderse. Era difícil ver más allá de la base como consecuencia de la ancha e imponente columna de humo. Los rayos de sol que debían regar el lugar encontraban una densa cortina que les impedía llegar a su objetivo, por lo que una suerte de ígnea penumbra se había adueñado del lugar.
Apesadumbrado, clavé una mirada repleta de ira y frustración en el desgraciado del sombrero que, escoltado por varios impostores vestidos de uniforme —porque esperaba de todo corazón que fueran impostores y no traidores—, se mofaba de nosotros desde la distancia. Nos habíamos jurado que la próxima vez que le viésemos no se escaparía, pero allí estaba, poniéndonos entre la espada y la pared. No nos quedaba más remedio que elegir entre mandarlo todo a la mierda y perseguirle como posesos o dejarle marchar y ocuparnos de salvar el cuartel. Él lo sabía, seguro, y parecía estar disfrutando de ello.
Ray fue el primero en tomar una decisión y moverse, decisión que, probablemente, conociendo como conocía a mis compañeros, no tardaría en ser imitada por los demás. Maldiciendo por lo bajo mi suerte y a ese malnacido, irrumpí en la base y me dirigí a la zona del incendio sin miedo alguno. Mientras Ray se disponía a sobrevolar la zona en busca de compañeros a los que ayudar, personas que hubiesen podido quedar rezagadas o, en definitiva, marines en apuros, yo me apresuré reducir en la medida de lo posible los daños.
Me apresuré a buscar la zona en la que se hubiese ubicado el dispositivo encargado de intentar sofocar las llamas. No me lo pensaría y, en caso de encontrarles, me uniría a ellos en las labores de extinción. No había pereza que valiese en situaciones como aquélla. Sin descanso y sin cejar en el empeño ni un solo segundo, arrojaría agua una y otra vez como y desde donde fuese necesario para intentar acabar con el incendio.
Con el crepitar de las llamas no se podía escuchar nada en el interior, al menos por el momento, pero mantendría mis oídos atentos al más mínimo murmullo incompatible con el crujir de las llamas. Cualquier cosa que avisase de que existía la más mínima posibilidad de que alguien había quedado atrapado dentro sería más que suficiente para que me zambullese en el infierno. Aunque nadie de los que estaba allí lo supiese en aquel momento, lo que menos me preocupaba en ese momento era lo que las llamas pudiesen hacerme a mí.
Parte de las instalaciones de la base de la Marina en Loguetown crepitaban como trozos de leña en la hoguera. Ceniza en forma de mínimas máculas ennegrecidas ascendían hacia los cielos, arrastradas por el aire caliente que el fuego generaba al extenderse. Era difícil ver más allá de la base como consecuencia de la ancha e imponente columna de humo. Los rayos de sol que debían regar el lugar encontraban una densa cortina que les impedía llegar a su objetivo, por lo que una suerte de ígnea penumbra se había adueñado del lugar.
Apesadumbrado, clavé una mirada repleta de ira y frustración en el desgraciado del sombrero que, escoltado por varios impostores vestidos de uniforme —porque esperaba de todo corazón que fueran impostores y no traidores—, se mofaba de nosotros desde la distancia. Nos habíamos jurado que la próxima vez que le viésemos no se escaparía, pero allí estaba, poniéndonos entre la espada y la pared. No nos quedaba más remedio que elegir entre mandarlo todo a la mierda y perseguirle como posesos o dejarle marchar y ocuparnos de salvar el cuartel. Él lo sabía, seguro, y parecía estar disfrutando de ello.
Ray fue el primero en tomar una decisión y moverse, decisión que, probablemente, conociendo como conocía a mis compañeros, no tardaría en ser imitada por los demás. Maldiciendo por lo bajo mi suerte y a ese malnacido, irrumpí en la base y me dirigí a la zona del incendio sin miedo alguno. Mientras Ray se disponía a sobrevolar la zona en busca de compañeros a los que ayudar, personas que hubiesen podido quedar rezagadas o, en definitiva, marines en apuros, yo me apresuré reducir en la medida de lo posible los daños.
Me apresuré a buscar la zona en la que se hubiese ubicado el dispositivo encargado de intentar sofocar las llamas. No me lo pensaría y, en caso de encontrarles, me uniría a ellos en las labores de extinción. No había pereza que valiese en situaciones como aquélla. Sin descanso y sin cejar en el empeño ni un solo segundo, arrojaría agua una y otra vez como y desde donde fuese necesario para intentar acabar con el incendio.
Con el crepitar de las llamas no se podía escuchar nada en el interior, al menos por el momento, pero mantendría mis oídos atentos al más mínimo murmullo incompatible con el crujir de las llamas. Cualquier cosa que avisase de que existía la más mínima posibilidad de que alguien había quedado atrapado dentro sería más que suficiente para que me zambullese en el infierno. Aunque nadie de los que estaba allí lo supiese en aquel momento, lo que menos me preocupaba en ese momento era lo que las llamas pudiesen hacerme a mí.