Balagus
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17-09-2024, 10:29 PM
Balagus apreciaba la tranquilidad. El ruido y el escándalo pertenecían al combate y a las celebraciones, y llevaba sólo los dioses sabían cuánto tiempo sin tener razones para lo segundo. Sin embargo, sabía que el silencio en el que se habían sumido las calles de los barrios pobres no era normal. Sabía que, cuando el bosque enmudece, es por la presencia de un depredador.
Y no le gustaba sentirse la presa.
Sin darse cuenta, ajustó y comprobó la firmeza de sus brazales una o dos veces de manera involuntaria, más tenso que las cuerdas de un barco en un vendaval. No dejaba de mirar en derredor con rápidos movimientos de ojos, sin girar la cabeza para no alertar así a cualquier posible acechador de su estado de alerta.
Pese a tener la guardia en alto, Silver reaccionó y se movió más deprisa que él, haciéndole detenerse con un gesto, y luego escondiéndose entre las sombras de la casa más próxima. Agachándose, trató de ocultarse a la sombra del edificio como hizo su capitán, desde donde pudo estudiar la escena frente a sus ojos: un grupo de figuras encapuchadas y ominosas avanzaba apresuradamente por las calles principales, todas ellas escondiendo sus rostros detrás de máscaras como cobardes sin honor, mientras un nutrido contingente de guardias de la ciudad alta marchaba a su alrededor, protegiéndolos.
Balagus frunció el ceño. Tal vez no supiera una mierda de lo que ocurría en las sociedades civilizadas, pero su estancia en aquella isla le había enseñado una cosa: aquellos guardias no bajaban a aquel lado de la isla. Si lo hacían, y guardando con su vigilancia además a un grupo de encapuchados tan pequeño en números, comparativamente hablando, era porque dichos encapuchados debían de ser muy importantes. O muy ricos.
Y además, tenía la sensación de haber vivido algo semejante en el pasado…
El oni respondió con un gruñido afirmativo al razonamiento de Silver. Parecían una pista fiable, y también demasiado peligrosos como para lanzarse contra ellos alegremente. La sonrisa torcida de su capitán le hizo mostrar los dientes con desagrado, pues sabía que alguna idea se le acababa de ocurrir, y que, a todas luces, no sería tan ventajosa para uno como para el otro.
Iba a empezar a quejarse del plan de su capitán, cuando este le dejó con la palabra en la boca y empezó a hacer sus cabriolas entre las cajas y fachadas, alcanzando los tejados en un visto y no visto.
- Capullo. – Murmuró, finalmente, con una mezcla de resentimiento y camaradería ya habitual entre ellos dos.
Dicho y hecho, se escurrió entre los callejones circundantes, manteniendo la atención en tomar los caminos adecuados, al mismo tiempo que trataba de no pisar los desperdicios, orines, excrementos, deshechos, y algún que otro cadáver de animal para no hacer ruido. No tuvo mucho éxito, pues pronto su bota aplastó un pequeño montón de heces, sacando un gesto de profundo disgusto en la cara del oni, y poco después estuvo a punto de caerse en dos ocasiones, primero por una docena de botellas vacías y desperdigadas por el suelo, que casi consiguieron arrojarle sobre un apilamiento de cajas, y luego por una gran familia de ratas que huyó despavorida ante los pasos del gigante, haciéndole trastabillar otra vez al pisar y aplastar una de ellas.
- ¡Grashneg! – Maldijo en la lengua de sus ancestros, tan bajo como pudo. Miró un momento a los tejados, donde pudo ver a Silver, sacándole ventaja. Resignado y frustrado, bufó por la nariz, y volvió a centrarse en los callejones frente a él.
Necesitaba cambiar de mentalidad. No oponerse al entorno, sino adaptarse al entorno. No era la primera vez que lo hacía, sólo tenía que mentalizarse: necesitaba ver los callejones como estrechos caminos entre árboles y rocas, entre ramas secas y raíces traicioneras. Debía evitar los musgos resbaladizos, los diminutos arroyos naturales, y tomar siempre la ruta más segura siguiendo sólo su instinto.
Cuando volvió a respirar, su mente estaba mucho más centrada, y su frustración se había disipado, sustituida por la emoción y la anticipación de ser él ahora quien tomara el rol del acechador, y no el de la presa.
Sus pasos eran silenciosos, y su orientación natural le mantenía siempre cerca de los tenues resplandores de los faroles, cuyos vestigios iluminaban tenuemente las esquinas y los rincones. Sobre su cabeza, pudo volver a ver a su capitán, a quien había vuelto a alcanzar, y a quien pronto pareció que conseguiría sobrepasar, si seguía a ese ritmo.
Y no le gustaba sentirse la presa.
Sin darse cuenta, ajustó y comprobó la firmeza de sus brazales una o dos veces de manera involuntaria, más tenso que las cuerdas de un barco en un vendaval. No dejaba de mirar en derredor con rápidos movimientos de ojos, sin girar la cabeza para no alertar así a cualquier posible acechador de su estado de alerta.
Pese a tener la guardia en alto, Silver reaccionó y se movió más deprisa que él, haciéndole detenerse con un gesto, y luego escondiéndose entre las sombras de la casa más próxima. Agachándose, trató de ocultarse a la sombra del edificio como hizo su capitán, desde donde pudo estudiar la escena frente a sus ojos: un grupo de figuras encapuchadas y ominosas avanzaba apresuradamente por las calles principales, todas ellas escondiendo sus rostros detrás de máscaras como cobardes sin honor, mientras un nutrido contingente de guardias de la ciudad alta marchaba a su alrededor, protegiéndolos.
Balagus frunció el ceño. Tal vez no supiera una mierda de lo que ocurría en las sociedades civilizadas, pero su estancia en aquella isla le había enseñado una cosa: aquellos guardias no bajaban a aquel lado de la isla. Si lo hacían, y guardando con su vigilancia además a un grupo de encapuchados tan pequeño en números, comparativamente hablando, era porque dichos encapuchados debían de ser muy importantes. O muy ricos.
Y además, tenía la sensación de haber vivido algo semejante en el pasado…
El oni respondió con un gruñido afirmativo al razonamiento de Silver. Parecían una pista fiable, y también demasiado peligrosos como para lanzarse contra ellos alegremente. La sonrisa torcida de su capitán le hizo mostrar los dientes con desagrado, pues sabía que alguna idea se le acababa de ocurrir, y que, a todas luces, no sería tan ventajosa para uno como para el otro.
Iba a empezar a quejarse del plan de su capitán, cuando este le dejó con la palabra en la boca y empezó a hacer sus cabriolas entre las cajas y fachadas, alcanzando los tejados en un visto y no visto.
- Capullo. – Murmuró, finalmente, con una mezcla de resentimiento y camaradería ya habitual entre ellos dos.
Dicho y hecho, se escurrió entre los callejones circundantes, manteniendo la atención en tomar los caminos adecuados, al mismo tiempo que trataba de no pisar los desperdicios, orines, excrementos, deshechos, y algún que otro cadáver de animal para no hacer ruido. No tuvo mucho éxito, pues pronto su bota aplastó un pequeño montón de heces, sacando un gesto de profundo disgusto en la cara del oni, y poco después estuvo a punto de caerse en dos ocasiones, primero por una docena de botellas vacías y desperdigadas por el suelo, que casi consiguieron arrojarle sobre un apilamiento de cajas, y luego por una gran familia de ratas que huyó despavorida ante los pasos del gigante, haciéndole trastabillar otra vez al pisar y aplastar una de ellas.
- ¡Grashneg! – Maldijo en la lengua de sus ancestros, tan bajo como pudo. Miró un momento a los tejados, donde pudo ver a Silver, sacándole ventaja. Resignado y frustrado, bufó por la nariz, y volvió a centrarse en los callejones frente a él.
Necesitaba cambiar de mentalidad. No oponerse al entorno, sino adaptarse al entorno. No era la primera vez que lo hacía, sólo tenía que mentalizarse: necesitaba ver los callejones como estrechos caminos entre árboles y rocas, entre ramas secas y raíces traicioneras. Debía evitar los musgos resbaladizos, los diminutos arroyos naturales, y tomar siempre la ruta más segura siguiendo sólo su instinto.
Cuando volvió a respirar, su mente estaba mucho más centrada, y su frustración se había disipado, sustituida por la emoción y la anticipación de ser él ahora quien tomara el rol del acechador, y no el de la presa.
Sus pasos eran silenciosos, y su orientación natural le mantenía siempre cerca de los tenues resplandores de los faroles, cuyos vestigios iluminaban tenuemente las esquinas y los rincones. Sobre su cabeza, pudo volver a ver a su capitán, a quien había vuelto a alcanzar, y a quien pronto pareció que conseguiría sobrepasar, si seguía a ese ritmo.