Percival Höllenstern
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19-09-2024, 02:20 AM
Suspiré largamente, dejando que el aire saliera de mis pulmones como si de humo se tratara, marcando una pausa calculada. Me fijé en su rostro, agotado y sin paciencia, y, por un breve instante, me permitió ver una cosa: impaciencia. Qué bello defecto cuando uno sabe aprovecharlo.
Me enderecé un poco, descruzando los brazos, pero no del todo. Aún dejaba el peso de mi cuerpo descansar sobre un codo, y lo miré con una sonrisa que ya había perdido su borde cómplice, transformándose en algo más frío, como el filo de una navaja que se desliza sin esfuerzo.
—No pertenezco a la Marina, no soy uno de esos perros amaestrados. Tampoco creo que sea necesario llevar un uniforme para ser útil en este mundo, ¿verdad? —solté con un tono mucho más bajo, casi susurrante, pero cargado de una tranquilidad peligrosa.
Le di unos segundos para que procesara aquello, mientras mis dedos tamborileaban sobre el brazo contrario. Decidí entonces continuar, sin perder el ritmo, como si estuviera tocando una melodía lenta.
—Mira, parece que no estás escuchando lo que en realidad te estoy diciendo. No es que no tenga poder, es que no tengo necesidad de mostrarlo. Los que alardean de sus armas, de sus fuerzas... —hice una pausa deliberada—, esos son los que mueren primero. Los inteligentes, los que saben cuándo y cómo usar el poder, son los que sobreviven. Esos son los que, a menudo, logran que tipos como tú piensen que no tienen nada que ofrecer, hasta que es demasiado tarde.
Aposté a que eso lo haría pensar, o al menos le despertaría una duda. Un hombre que negocia con cifras altas y tiene algo que yo deseo no es estúpido. Solo necesita que alguien le recuerde que la fuerza no siempre es visible.
—Tu oferta es clara. Pero me pides que justifique 2.5 millones más, y lo haré... a mi manera. Porque no me malinterpretes, no me gustan los juegos largos si no son necesarios. Lo que te ofrezco no es simplemente un favor; es la posibilidad de tener a alguien que no está en el radar de tus enemigos. A alguien que, cuando lo llamas, llega sin hacer ruido, sin levantar sospechas, sin arrastrar el olor a pólvora y sangre que trae la Marina o cualquier otro imbécil al que puedes comprar por unas monedas. — comenté sin alterarme.
Lo miré directo a los ojos, sin parpadear. Era importante que entendiera que no estaba improvisando, que esto no era una venta más. Era mi realidad, y si no lo veía ahora, lo vería después... tal vez cuando ya fuera demasiado tarde.
—Así que, ¿quieres saber por qué vale la pena mi favor? Porque cuando me necesites, cuando las cosas se pongan feas y no puedas confiar ni en la sombra de los tuyos, yo estaré ahí. Sin preguntas, sin compromisos estúpidos, solo resultados. No porque seas especial, sino porque habremos hecho un trato, y yo cumplo mis tratos— sentencié firmemente de manera preclara.
Hice una pausa, un golpe de silencio que sabía que resonaría. Mi mano volvió a mi mentón, pensativa, pero mis ojos nunca dejaron los suyos.
—No, no estoy en la Marina. No soy un hombre de uniforme. No soy un esclavo de las reglas. Pero puedo moverme donde los uniformados no pueden, puedo hacer lo que ellos no se atreven, y eso, amigo mío, es lo que te ofrezco. Esa libertad, ese recurso que, en el momento justo, te será más útil que cualquier otra cosa— finalicé como parte de una aproximación leal y meridiana, sin mayor titubeos ni pérdidas de tiempo por ninguna de las dos partes.
Volví a recostarme, dejando que el silencio llenara el espacio entre nosotros, esperando su reacción. Sabía que ya no quedaba mucho más que decir. Las cartas estaban sobre la mesa, y todo dependía de si él podía ver el valor que yo ofrecía, o si se dejaría cegar por el brillo vacío de un uniforme o una promesa fácil.
El dinero que pedía estaba ahí, y lo que yo le ofrecía valía mucho más que esos millones.
Si no lo entendía, entonces no valía la pena perder más tiempo y contactaría con cualquiera de los otros vendedores que tenía en cartera. Pero si lo hacía, si podía ver más allá de su cansancio, de su desconfianza, entonces... bueno, entonces este sería solo el comienzo de un compromiso mutuo. En el fondo, este tipo hasta me agradaba.
Me enderecé un poco, descruzando los brazos, pero no del todo. Aún dejaba el peso de mi cuerpo descansar sobre un codo, y lo miré con una sonrisa que ya había perdido su borde cómplice, transformándose en algo más frío, como el filo de una navaja que se desliza sin esfuerzo.
—No pertenezco a la Marina, no soy uno de esos perros amaestrados. Tampoco creo que sea necesario llevar un uniforme para ser útil en este mundo, ¿verdad? —solté con un tono mucho más bajo, casi susurrante, pero cargado de una tranquilidad peligrosa.
Le di unos segundos para que procesara aquello, mientras mis dedos tamborileaban sobre el brazo contrario. Decidí entonces continuar, sin perder el ritmo, como si estuviera tocando una melodía lenta.
—Mira, parece que no estás escuchando lo que en realidad te estoy diciendo. No es que no tenga poder, es que no tengo necesidad de mostrarlo. Los que alardean de sus armas, de sus fuerzas... —hice una pausa deliberada—, esos son los que mueren primero. Los inteligentes, los que saben cuándo y cómo usar el poder, son los que sobreviven. Esos son los que, a menudo, logran que tipos como tú piensen que no tienen nada que ofrecer, hasta que es demasiado tarde.
Aposté a que eso lo haría pensar, o al menos le despertaría una duda. Un hombre que negocia con cifras altas y tiene algo que yo deseo no es estúpido. Solo necesita que alguien le recuerde que la fuerza no siempre es visible.
—Tu oferta es clara. Pero me pides que justifique 2.5 millones más, y lo haré... a mi manera. Porque no me malinterpretes, no me gustan los juegos largos si no son necesarios. Lo que te ofrezco no es simplemente un favor; es la posibilidad de tener a alguien que no está en el radar de tus enemigos. A alguien que, cuando lo llamas, llega sin hacer ruido, sin levantar sospechas, sin arrastrar el olor a pólvora y sangre que trae la Marina o cualquier otro imbécil al que puedes comprar por unas monedas. — comenté sin alterarme.
Lo miré directo a los ojos, sin parpadear. Era importante que entendiera que no estaba improvisando, que esto no era una venta más. Era mi realidad, y si no lo veía ahora, lo vería después... tal vez cuando ya fuera demasiado tarde.
—Así que, ¿quieres saber por qué vale la pena mi favor? Porque cuando me necesites, cuando las cosas se pongan feas y no puedas confiar ni en la sombra de los tuyos, yo estaré ahí. Sin preguntas, sin compromisos estúpidos, solo resultados. No porque seas especial, sino porque habremos hecho un trato, y yo cumplo mis tratos— sentencié firmemente de manera preclara.
Hice una pausa, un golpe de silencio que sabía que resonaría. Mi mano volvió a mi mentón, pensativa, pero mis ojos nunca dejaron los suyos.
—No, no estoy en la Marina. No soy un hombre de uniforme. No soy un esclavo de las reglas. Pero puedo moverme donde los uniformados no pueden, puedo hacer lo que ellos no se atreven, y eso, amigo mío, es lo que te ofrezco. Esa libertad, ese recurso que, en el momento justo, te será más útil que cualquier otra cosa— finalicé como parte de una aproximación leal y meridiana, sin mayor titubeos ni pérdidas de tiempo por ninguna de las dos partes.
Volví a recostarme, dejando que el silencio llenara el espacio entre nosotros, esperando su reacción. Sabía que ya no quedaba mucho más que decir. Las cartas estaban sobre la mesa, y todo dependía de si él podía ver el valor que yo ofrecía, o si se dejaría cegar por el brillo vacío de un uniforme o una promesa fácil.
El dinero que pedía estaba ahí, y lo que yo le ofrecía valía mucho más que esos millones.
Si no lo entendía, entonces no valía la pena perder más tiempo y contactaría con cualquiera de los otros vendedores que tenía en cartera. Pero si lo hacía, si podía ver más allá de su cansancio, de su desconfianza, entonces... bueno, entonces este sería solo el comienzo de un compromiso mutuo. En el fondo, este tipo hasta me agradaba.