Atlas
Nowhere | Fénix
25-09-2024, 03:15 PM
(Última modificación: 27-09-2024, 08:17 PM por Atlas.
Razón: Editado para cambiar etiqueta.
)
Nunca ha sido fácil despedir a un ser querido. Nunca lo será. La partida de las personas que nos quieren y a las que queremos siempre quedan atravesadas como una daga en nuestro pecho. La profundidad de la herida puede ser mayor o menor y cada uno vive y asume su dolor en función de su carácter, pero creo que tenemos claro que a todos nos queda huella.
Isla Kilombo está teniendo una actividad frenética durante todo el verano del año presente. Los rumores circulan en las tabernas de Rostock y se hacen a la mar en las embarcaciones de mercaderes, marines y piratas que vienen y van de la isla. Han tenido lugar enfrentamientos entre personas que hasta ese momento no habían sido vista antes en el lugar, desapariciones, el hundimiento de un barco y un sinfín de acontecimientos. A eso hay que añadir lo que sin duda está por venir.
No obstante, hay una persona en la isla a la que le da igual todo lo que ha estado pasando y lo que pueda pasar. Sentado en el Gran Perezoso, apenas intercambiando unas escasa palabras con Missaek, el propietario del mismo, para que le sirva un nuevo trago, Minato apura sin pausa pero sin prisa copa tras copa desde la apertura del local. Pide whiskey solo; hace meses que dejó de pedir hielo. No juega con el vaso. No lo mueve para ver cómo el líquido ambarino se comporta de forma caprichosa, confinado en su prisión de cristal a cielo abierto. o. Simplemente bebe sin descanso con la mirada fija en la desgastada barra de roble frente a la que se sienta; siempre en el mismo sitio y con un taburete vacío a su derecha. Missaek, al otro lado, friega a mano las jarras y vasos mientras intenta sacarle conversación. Lo hace día tras día, también sin descanso, pero nunca consigue nada. Ambos llevan inmersos en esta rutina demasiado tiempo. ¿Que cuándo se empezó a gestar? Hace unos tres años aproximadamente, cuando la vida de Minato se derrumbó hasta los mismísimos cimientos.
Hablábamos de las heridas que se producen en el alma cuando alguien cercano nos abandona y de que podían ser de una profundidad variable. Dicen que hay unas que son capaces de atravesar por completo ya no el alma, sino la vida de quien la sufre, de tirar por tierra hasta el último aliento de esperanza de la persona más fuerte del mundo: la muerte de un hijo. Shiori no se fue, a Shiori se la llevaron. Fueron unos bandidos contra los que la justicia jamás hizo nada; precisamente cuando ella intentó hacer aquello que nadie se atreve a hacer. ¿Acaso la Marina sólo se dedica a atrapar piratas? ¿Qué pasa con el resto de delincuentes? ¿Qué ocurre con todos esos que tanto mal hacen al mundo pero no lo hacen a bordo de ningún barco?
En Rostock aún recuerdan las primeras noches que Minato se pasó bebiendo. Salía del bar gritando y maldiciendo al bien, al mal, a la justicia, a la injusticia, a la Marina y a los bandidos. Se maldecía a sí mismo y a todo con el que se encontraba. Con el paso del tiempo, la ira fue dejando paso a la pasividad y la ausencia de espíritu. Donde antes había un regio campesino, un buen padre, ya sólo queda el remanente de un ser humano empecinado en aturdir su mente para no sentir su alma.
Son aproximadamente las once de la noche y el último cliente acaba de abandonar la taberna. Después de pagar la deuda al tabernero, la campana conectada a la puerta de roble y el sonido de esta última al cerrarse dejan solo a Missaek, a un lado de la barra, y Minato, al borde del abismo.
—La última, por favor —dice apurando el vaso de un trago y posicionándolo frente a él, usando para ello el tono de voz medio muerto que se había asentado en su garganta. Sin responderle, Missaek saca una botella de debajo de la barra y vuelve a llenarlo hasta la mitad, como siempre.
Isla Kilombo está teniendo una actividad frenética durante todo el verano del año presente. Los rumores circulan en las tabernas de Rostock y se hacen a la mar en las embarcaciones de mercaderes, marines y piratas que vienen y van de la isla. Han tenido lugar enfrentamientos entre personas que hasta ese momento no habían sido vista antes en el lugar, desapariciones, el hundimiento de un barco y un sinfín de acontecimientos. A eso hay que añadir lo que sin duda está por venir.
No obstante, hay una persona en la isla a la que le da igual todo lo que ha estado pasando y lo que pueda pasar. Sentado en el Gran Perezoso, apenas intercambiando unas escasa palabras con Missaek, el propietario del mismo, para que le sirva un nuevo trago, Minato apura sin pausa pero sin prisa copa tras copa desde la apertura del local. Pide whiskey solo; hace meses que dejó de pedir hielo. No juega con el vaso. No lo mueve para ver cómo el líquido ambarino se comporta de forma caprichosa, confinado en su prisión de cristal a cielo abierto. o. Simplemente bebe sin descanso con la mirada fija en la desgastada barra de roble frente a la que se sienta; siempre en el mismo sitio y con un taburete vacío a su derecha. Missaek, al otro lado, friega a mano las jarras y vasos mientras intenta sacarle conversación. Lo hace día tras día, también sin descanso, pero nunca consigue nada. Ambos llevan inmersos en esta rutina demasiado tiempo. ¿Que cuándo se empezó a gestar? Hace unos tres años aproximadamente, cuando la vida de Minato se derrumbó hasta los mismísimos cimientos.
Hablábamos de las heridas que se producen en el alma cuando alguien cercano nos abandona y de que podían ser de una profundidad variable. Dicen que hay unas que son capaces de atravesar por completo ya no el alma, sino la vida de quien la sufre, de tirar por tierra hasta el último aliento de esperanza de la persona más fuerte del mundo: la muerte de un hijo. Shiori no se fue, a Shiori se la llevaron. Fueron unos bandidos contra los que la justicia jamás hizo nada; precisamente cuando ella intentó hacer aquello que nadie se atreve a hacer. ¿Acaso la Marina sólo se dedica a atrapar piratas? ¿Qué pasa con el resto de delincuentes? ¿Qué ocurre con todos esos que tanto mal hacen al mundo pero no lo hacen a bordo de ningún barco?
En Rostock aún recuerdan las primeras noches que Minato se pasó bebiendo. Salía del bar gritando y maldiciendo al bien, al mal, a la justicia, a la injusticia, a la Marina y a los bandidos. Se maldecía a sí mismo y a todo con el que se encontraba. Con el paso del tiempo, la ira fue dejando paso a la pasividad y la ausencia de espíritu. Donde antes había un regio campesino, un buen padre, ya sólo queda el remanente de un ser humano empecinado en aturdir su mente para no sentir su alma.
Son aproximadamente las once de la noche y el último cliente acaba de abandonar la taberna. Después de pagar la deuda al tabernero, la campana conectada a la puerta de roble y el sonido de esta última al cerrarse dejan solo a Missaek, a un lado de la barra, y Minato, al borde del abismo.
—La última, por favor —dice apurando el vaso de un trago y posicionándolo frente a él, usando para ello el tono de voz medio muerto que se había asentado en su garganta. Sin responderle, Missaek saca una botella de debajo de la barra y vuelve a llenarlo hasta la mitad, como siempre.