Yui sintió el dolor correr por su brazo al golpear al pescador. Al principio, no comprendió del todo por qué, pero tras las dos siguientes patadas, lo dedujo: la piel de Yoshi estaba reforzada con algún tipo de habilidad o condición que la hacía excepcionalmente resistente. Cada impacto que intentaba lanzar parecía ineficaz, como si golpeara contra una muralla. El combate había alcanzado un punto crítico. La espada de Yui seguía incrustada en el cuerpo de Yoshi, y en un acto desesperado, liberó una de sus manos y con la otra trató de retorcer el filo, buscando causar algún daño interno.
Ladeó su cuerpo para tratar de cubrirse de la primera patada de Yoshi, pero la fuerza detrás de aquel golpe fue tal que su guardia improvisada quedó completamente destrozada. Las dos siguientes patadas entraron limpias, golpeando con violencia. Aquello ya no era un simple entrenamiento; era un combate en el que ambos habían puesto su orgullo en juego. Yui no buscaba la victoria; quería preservar su imagen, la carga de expectativas que le había sido impuesta desde su infancia.
—¡¡AGHHHH!! — Gritó con frustración, empujando la espada una vez más, tratando de moverla dentro del cuerpo de Yoshi. Sudaba, pero ahora una lágrima recorrió su mejilla. Era la primera vez que dejaba escapar una emoción tan visible en medio de un combate. La presión de años de trabajo duro, de no poder permitirse perder, de ser una imagen impoluta, intocable... todo aquello le pesaba como una losa. La sombra de su padre, la implacable expectativa de su familia paterna, envolvía cada uno de sus movimientos, empujándolo más allá de sus límites.
Yui no lo sabía, pero algo dentro de él estaba cambiando. Ese torbellino de emociones, esa rabia y frustración, estaba liberando algo dentro de su ser, algo que había estado contenido por mucho tiempo. La fuerza interna de su ego, antes encadenada por la obediencia y el deber, comenzaba a emerger.
De repente, una voz grave resonó en el campo de batalla:
— ¡Yui Suzuku! —era la voz del segundo de su padre, un guardaespaldas imponente de dos metros de altura, con una tez oscura, cabeza rapada y un cuerpo musculado como un muro. Su presencia era dominante, y era conocido por resolver los problemas con sus propias manos. — ¡Basta ya! Detente ahora mismo.
Yui, exhausto y al borde del colapso, soltó su agarre sobre la espada y dejó que toda la tensión de su cuerpo se disipara en una bocanada de aire. Sabía que debía obedecer. Durante unos instantes, mantuvo la mirada fija en los ojos de Yoshi, sintiendo la frustración arder en su interior. Luego, la bajó, derrotado. El guardaespaldas se acercó rápidamente.
—Mil disculpas, joven. Será usted recompensado. Lamentamos mucho lo que Yui Suzuku le ha hecho. Le ofreceremos atención médica y todo lo que necesite.
Si Yoshi lo permitía, Yui se marcharía de la escena cabizbajo, vacío. El peso de la derrota no era solo físico, era emocional, un recordatorio de que, a pesar de todo su esfuerzo, aún estaba atrapado en las expectativas ajenas. Mientras su figura se alejaba, su guardaespaldas se quedó con Yoshi, ofreciéndole cualquier cosa que necesitara: un hostal, comida, ropa nueva... Yui, mientras tanto, desaparecía en el horizonte, abrumado por el silencio y el peso de sus propios pensamientos.
Ladeó su cuerpo para tratar de cubrirse de la primera patada de Yoshi, pero la fuerza detrás de aquel golpe fue tal que su guardia improvisada quedó completamente destrozada. Las dos siguientes patadas entraron limpias, golpeando con violencia. Aquello ya no era un simple entrenamiento; era un combate en el que ambos habían puesto su orgullo en juego. Yui no buscaba la victoria; quería preservar su imagen, la carga de expectativas que le había sido impuesta desde su infancia.
—¡¡AGHHHH!! — Gritó con frustración, empujando la espada una vez más, tratando de moverla dentro del cuerpo de Yoshi. Sudaba, pero ahora una lágrima recorrió su mejilla. Era la primera vez que dejaba escapar una emoción tan visible en medio de un combate. La presión de años de trabajo duro, de no poder permitirse perder, de ser una imagen impoluta, intocable... todo aquello le pesaba como una losa. La sombra de su padre, la implacable expectativa de su familia paterna, envolvía cada uno de sus movimientos, empujándolo más allá de sus límites.
Yui no lo sabía, pero algo dentro de él estaba cambiando. Ese torbellino de emociones, esa rabia y frustración, estaba liberando algo dentro de su ser, algo que había estado contenido por mucho tiempo. La fuerza interna de su ego, antes encadenada por la obediencia y el deber, comenzaba a emerger.
De repente, una voz grave resonó en el campo de batalla:
— ¡Yui Suzuku! —era la voz del segundo de su padre, un guardaespaldas imponente de dos metros de altura, con una tez oscura, cabeza rapada y un cuerpo musculado como un muro. Su presencia era dominante, y era conocido por resolver los problemas con sus propias manos. — ¡Basta ya! Detente ahora mismo.
Yui, exhausto y al borde del colapso, soltó su agarre sobre la espada y dejó que toda la tensión de su cuerpo se disipara en una bocanada de aire. Sabía que debía obedecer. Durante unos instantes, mantuvo la mirada fija en los ojos de Yoshi, sintiendo la frustración arder en su interior. Luego, la bajó, derrotado. El guardaespaldas se acercó rápidamente.
—Mil disculpas, joven. Será usted recompensado. Lamentamos mucho lo que Yui Suzuku le ha hecho. Le ofreceremos atención médica y todo lo que necesite.
Si Yoshi lo permitía, Yui se marcharía de la escena cabizbajo, vacío. El peso de la derrota no era solo físico, era emocional, un recordatorio de que, a pesar de todo su esfuerzo, aún estaba atrapado en las expectativas ajenas. Mientras su figura se alejaba, su guardaespaldas se quedó con Yoshi, ofreciéndole cualquier cosa que necesitara: un hostal, comida, ropa nueva... Yui, mientras tanto, desaparecía en el horizonte, abrumado por el silencio y el peso de sus propios pensamientos.
