Octojin
El terror blanco
26-09-2024, 08:45 PM
Octojin se encontraba en medio del caos de la reconstrucción, con el olor a madera y polvo en el aire llenando sus branquias. El ala este del G-31 estaba parcialmente destruida, y él, junto con sus compañeros Camille y Atlas, había sido asignado a las labores de reparación. No le molestaba; después de todo, poner su talento de carpintero al servicio de la Marina le daba cierta paz y le permitía demostrar que era más que una mole de músculos que servían de contención en peleas contra piratas.
Con sus grandes manos, recogía maderas de todos los tamaños y las apilaba con facilidad gracias a su fuerza. La satisfacción de reparar algo dañado se mostraba en cada movimiento de sus brazos mientras cortaba, alisaba y encajaba las piezas, como si se tratase de un puzle. Le sorprendió la calidad de las herramientas que poseía la marina, aunque después esbozó una sonrisa e incluso una pequeña carcajada vino a su mente, que intentó no exteriorizar, aunque no fue realmente consciente de si lo hizo. ¿Quién iba a tener mejores herramientas que el gobierno? Al fin y al cabo, recaudaban impuestos por todos lados, por lo que el dinero seguro que no sería un problema. Al menos, en aquella cuestión, parecía estar bien invertido.
Mientras trabajaba, escuchó la queja de Atlas. Parecía estar cansado de ser el objetivo continuo de los maleantes. Aquello sorprendió al habitante del mar. ¿La marina sufría tanto como el rubio decía? A él no le daba esa sensación, pero como llevaba poco tiempo en la base, se limitó a mantener el silencio como respuesta.
Cuando Atlas terminó su discurso, se sentó sobre un cúmulo de piedras que había apilado previamente el escualo. Lo había hecho con un gran esfuerzo, intentando separar las piezas que podían ser reutilizadas de las que no. Y entonces, el humano lanzó una barbaridad a los ojos del gyojin, que apretó el puño intentando contenerse.
No pudo evitar fruncir el ceño ante sus palabras. El tiburón estaba acostumbrado a la idea de que la vida era una lucha constante por sobrevivir, especialmente después de todo lo que había vivido en la Isla Gyojin. Pero lo que le irritaba no era que Atlas se quejara de los ataques o de la reconstrucción, sino que mencionara la idea de que la sociedad debería someterse a una única voz que controlara a todos.
Aquello era un disparate en muchos sentidos. Octojin se detuvo, dejando caer el martillo y el trozo de madera que sujetaba en ese momento. Respiró profundamente, en un acto de control de ira que rara vez le salía bien. Su pecho se inflaba mientras tomaba aire para después volver a su forma inicial. Caminó hacia el cúmulo de piedras donde Atlas se encontraba, de manera tranquila y sin pretender llamar la atención. Se mantuvo de pie, con su sombra cubriendo al humano mientras lo miraba fijamente.
—¿Que todo estaría mejor si solo hubiese una voz que se impusiera? —comenzó, con un tono grave y cargado de un enojo contenido. Cerró los ojos por un momento, como si intentara ordenar las palabras en su mente antes de continuar, y en un vano intento por contener su ira—. Eso es una estupidez monumental, Atlas. ¿De verdad crees que la paz se consigue callando a todo el mundo? ¿Que el orden se impone eliminando la voluntad de las personas?
Octojin caminó de un lado a otro, tratando de calmarse. El solo pensar en esa idea le revolvía las tripas. Lo que Atlas sugería era algo que había visto muchas veces; había conocido el sufrimiento de los suyos en la Isla Gyojin, el yugo que se imponía cuando una única fuerza trataba de dominarlo todo. Aquello siempre era el fin de algo. Era el qué no hacer en una sociedad. No podía creer lo que estaba oyendo.
—El problema no es que haya discordancia de opiniones, ¡el problema es que algunos creen que su forma de pensar debe imponerse por la fuerza! —rugió, señalando con su enorme mano las ruinas que los rodeaban— ¿Y quieres saber algo? Las ideas se defienden con sangre, Atlas. No porque queramos, sino porque hay gente que nos quiere obligar a hacer lo contrario. Nosotros estamos aquí para reconstruir, no para someter. ¿Cuánta gente crees que ha muerto para que tú estés aquí ahora? Estás muy equivocado, Atlas.
El tiburón sintió la tensión acumulada en sus músculos y apretó los dientes. Observó las piezas de madera que había estado manejando hasta hace unos momentos y cerró los puños.
—Claro que hay personas que hacen cosas que merecen ser castigadas —continuó, con la voz más calmada pero igual de intensa—. Pero no porque piensen diferente. No porque se atrevan a cuestionar el mundo en el que viven. Les castigamos porque traspasan los límites, porque dañan a los demás. No porque nosotros queramos ser los únicos con la verdad.
Octojin se cruzó de brazos, lanzando una última mirada de desafío hacia Atlas.
—No se trata de tener una única voz que lo controle todo. Se trata de proteger las distintas voces que existen, incluso si a veces chocan entre sí. Porque si vamos por el camino que tú planteas, acabaremos siendo tan tiranos como aquellos a los que queremos detener.
Tras ello, se inclinó para recoger las maderas que había dejado caer y retomó su tarea, aunque su semblante seguía mostrando rastros de ira contenida y su cabreo iba en aumento, ya que no se podía quitar de la mente las frases soltadas por Atlas.
Con sus grandes manos, recogía maderas de todos los tamaños y las apilaba con facilidad gracias a su fuerza. La satisfacción de reparar algo dañado se mostraba en cada movimiento de sus brazos mientras cortaba, alisaba y encajaba las piezas, como si se tratase de un puzle. Le sorprendió la calidad de las herramientas que poseía la marina, aunque después esbozó una sonrisa e incluso una pequeña carcajada vino a su mente, que intentó no exteriorizar, aunque no fue realmente consciente de si lo hizo. ¿Quién iba a tener mejores herramientas que el gobierno? Al fin y al cabo, recaudaban impuestos por todos lados, por lo que el dinero seguro que no sería un problema. Al menos, en aquella cuestión, parecía estar bien invertido.
Mientras trabajaba, escuchó la queja de Atlas. Parecía estar cansado de ser el objetivo continuo de los maleantes. Aquello sorprendió al habitante del mar. ¿La marina sufría tanto como el rubio decía? A él no le daba esa sensación, pero como llevaba poco tiempo en la base, se limitó a mantener el silencio como respuesta.
Cuando Atlas terminó su discurso, se sentó sobre un cúmulo de piedras que había apilado previamente el escualo. Lo había hecho con un gran esfuerzo, intentando separar las piezas que podían ser reutilizadas de las que no. Y entonces, el humano lanzó una barbaridad a los ojos del gyojin, que apretó el puño intentando contenerse.
No pudo evitar fruncir el ceño ante sus palabras. El tiburón estaba acostumbrado a la idea de que la vida era una lucha constante por sobrevivir, especialmente después de todo lo que había vivido en la Isla Gyojin. Pero lo que le irritaba no era que Atlas se quejara de los ataques o de la reconstrucción, sino que mencionara la idea de que la sociedad debería someterse a una única voz que controlara a todos.
Aquello era un disparate en muchos sentidos. Octojin se detuvo, dejando caer el martillo y el trozo de madera que sujetaba en ese momento. Respiró profundamente, en un acto de control de ira que rara vez le salía bien. Su pecho se inflaba mientras tomaba aire para después volver a su forma inicial. Caminó hacia el cúmulo de piedras donde Atlas se encontraba, de manera tranquila y sin pretender llamar la atención. Se mantuvo de pie, con su sombra cubriendo al humano mientras lo miraba fijamente.
—¿Que todo estaría mejor si solo hubiese una voz que se impusiera? —comenzó, con un tono grave y cargado de un enojo contenido. Cerró los ojos por un momento, como si intentara ordenar las palabras en su mente antes de continuar, y en un vano intento por contener su ira—. Eso es una estupidez monumental, Atlas. ¿De verdad crees que la paz se consigue callando a todo el mundo? ¿Que el orden se impone eliminando la voluntad de las personas?
Octojin caminó de un lado a otro, tratando de calmarse. El solo pensar en esa idea le revolvía las tripas. Lo que Atlas sugería era algo que había visto muchas veces; había conocido el sufrimiento de los suyos en la Isla Gyojin, el yugo que se imponía cuando una única fuerza trataba de dominarlo todo. Aquello siempre era el fin de algo. Era el qué no hacer en una sociedad. No podía creer lo que estaba oyendo.
—El problema no es que haya discordancia de opiniones, ¡el problema es que algunos creen que su forma de pensar debe imponerse por la fuerza! —rugió, señalando con su enorme mano las ruinas que los rodeaban— ¿Y quieres saber algo? Las ideas se defienden con sangre, Atlas. No porque queramos, sino porque hay gente que nos quiere obligar a hacer lo contrario. Nosotros estamos aquí para reconstruir, no para someter. ¿Cuánta gente crees que ha muerto para que tú estés aquí ahora? Estás muy equivocado, Atlas.
El tiburón sintió la tensión acumulada en sus músculos y apretó los dientes. Observó las piezas de madera que había estado manejando hasta hace unos momentos y cerró los puños.
—Claro que hay personas que hacen cosas que merecen ser castigadas —continuó, con la voz más calmada pero igual de intensa—. Pero no porque piensen diferente. No porque se atrevan a cuestionar el mundo en el que viven. Les castigamos porque traspasan los límites, porque dañan a los demás. No porque nosotros queramos ser los únicos con la verdad.
Octojin se cruzó de brazos, lanzando una última mirada de desafío hacia Atlas.
—No se trata de tener una única voz que lo controle todo. Se trata de proteger las distintas voces que existen, incluso si a veces chocan entre sí. Porque si vamos por el camino que tú planteas, acabaremos siendo tan tiranos como aquellos a los que queremos detener.
Tras ello, se inclinó para recoger las maderas que había dejado caer y retomó su tarea, aunque su semblante seguía mostrando rastros de ira contenida y su cabreo iba en aumento, ya que no se podía quitar de la mente las frases soltadas por Atlas.