Percival Höllenstern
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09-10-2024, 10:40 PM
(Última modificación: 09-10-2024, 11:04 PM por Percival Höllenstern.)
El amanecer teñía el horizonte con tonos pálidos de azul y gris, mientras los rayos de sol apenas comenzaban a asomarse sobre Oykot. La luz era tenue, lo justo para delinear las sombras de los edificios altos y las gruesas chimeneas que se alzaban desde la Central Eléctrica, aún envuelta en la penumbra de la madrugada. El agua de la presa, desbordándose sin control, reflectaba esos destellos de luz como si fueran hilos de oro flotando sobre su superficie agitada.
Mi respiración se ralentizó mientras apuntaba, concentrado en la figura que se movía a lo lejos. El guardia, vestido con ese extraño traje de buzo, caminaba distraído por la plataforma. Un paso tras otro, ajeno a la tensión que flotaba en el aire. Mi flecha ya estaba colocada, la cuerda tensa, esperando el momento adecuado.
Sentía el latido constante en mis dedos, el peso del arco equilibrado en mis manos, como si cada músculo de mi cuerpo estuviera perfectamente alineado con el disparo. Los primeros segundos del amanecer siempre habían sido mi mejor aliado: los sonidos apagados, el mundo aún medio dormido, y esa delgada línea entre la luz y la oscuridad que favorecía a los que sabían moverse en las sombras.
Exhalé lentamente, sin prisa. Mi mirada se afiló en su objetivo, el centro de la espalda del guardia, justo entre los omóplatos. No debía haber margen de error, ni ruido que delatara mi posición. No aquí. No con la presa desbordada y la ciudad al borde de un caos inminente. Todo estaba sincronizado, como si el universo mismo sostuviera la respiración conmigo.
Dejé ir la cuerda.
La flecha voló, cortando el aire en un susurro casi imperceptible. Pero no estaba solo en ese disparo. Mientras la flecha cruzaba la distancia, mi boca dejó escapar un silbido grave, bajo y profundo, casi como un lamento que acompañaba el vuelo del proyectil. El sonido se arrastró por el aire, envolviendo el disparo con una melodía oscura, que se fundía con el viento de la mañana.
El guardia no tuvo tiempo de reaccionar. El silbido se extendió, llenando el espacio entre nosotros, y su cuerpo siguió su inercia, ajeno a lo que ya se dirigía hacia él. El amanecer continuaba su lento ascenso, pintando el cielo con un resplandor que parecía ignorar el pequeño acto de violencia que acababa de ocurrir en silencio.
No observé el impacto. No lo necesitaba. El sonido del silbido se desvaneció con la misma rapidez que el guardia desapareció de mi vista. Guardé el arco, con la misma calma con la que había soltado la flecha. El aire frío aún acariciaba mi rostro, con satisfacción y tranquilidad, mientras mis ojos buscaban un nuevo objetivo.
Mi respiración se ralentizó mientras apuntaba, concentrado en la figura que se movía a lo lejos. El guardia, vestido con ese extraño traje de buzo, caminaba distraído por la plataforma. Un paso tras otro, ajeno a la tensión que flotaba en el aire. Mi flecha ya estaba colocada, la cuerda tensa, esperando el momento adecuado.
Sentía el latido constante en mis dedos, el peso del arco equilibrado en mis manos, como si cada músculo de mi cuerpo estuviera perfectamente alineado con el disparo. Los primeros segundos del amanecer siempre habían sido mi mejor aliado: los sonidos apagados, el mundo aún medio dormido, y esa delgada línea entre la luz y la oscuridad que favorecía a los que sabían moverse en las sombras.
Exhalé lentamente, sin prisa. Mi mirada se afiló en su objetivo, el centro de la espalda del guardia, justo entre los omóplatos. No debía haber margen de error, ni ruido que delatara mi posición. No aquí. No con la presa desbordada y la ciudad al borde de un caos inminente. Todo estaba sincronizado, como si el universo mismo sostuviera la respiración conmigo.
Dejé ir la cuerda.
La flecha voló, cortando el aire en un susurro casi imperceptible. Pero no estaba solo en ese disparo. Mientras la flecha cruzaba la distancia, mi boca dejó escapar un silbido grave, bajo y profundo, casi como un lamento que acompañaba el vuelo del proyectil. El sonido se arrastró por el aire, envolviendo el disparo con una melodía oscura, que se fundía con el viento de la mañana.
El guardia no tuvo tiempo de reaccionar. El silbido se extendió, llenando el espacio entre nosotros, y su cuerpo siguió su inercia, ajeno a lo que ya se dirigía hacia él. El amanecer continuaba su lento ascenso, pintando el cielo con un resplandor que parecía ignorar el pequeño acto de violencia que acababa de ocurrir en silencio.
No observé el impacto. No lo necesitaba. El sonido del silbido se desvaneció con la misma rapidez que el guardia desapareció de mi vista. Guardé el arco, con la misma calma con la que había soltado la flecha. El aire frío aún acariciaba mi rostro, con satisfacción y tranquilidad, mientras mis ojos buscaban un nuevo objetivo.