Atlas
Nowhere | Fénix
10-10-2024, 11:53 PM
Y lo mejor de todo, que el proceso al completo —o al menos la mayor parte— tendría que llevarse a cabo en el fondo del mar. ¿Qué implicaba eso para mí, un usuario de Akuma no Mi que no podía sumergirse? Pues que estaría condenado a hacer más bien poco mientras los habitantes del mar se ponían manos a la obra. Corté algún árbol del que luego ellos se encargaron de sacar listones de madera, de acuerdo, pero por lo demás me dediqué a sentarme bajo la sombra de un saliente de piedra en la zona que remedaba una playa. Allí, en paz y armonía, me dediqué a ver cómo seres recubiertos de escamas en toda o casi toda su superficie entraban y salían sin descanso. Octojin fue, con diferencia, quien pasó más tiempo en el fondo.
—Sí, ya sólo podemos esperar a que llegue el momento —respondí.
Por desgracia, el momento no llegó ese mismo día, sino a la mañana siguiente. Ya nos habían advertido de que los muy desgraciados aparecían cuando menos lo esperaban, sin ningún tipo de cadencia ni nada que les delatase o permitiese intuir cuándo golpearían otra vez. Fue por ello que decidimos establecer turnos de vigilancia en los que siempre había alguien oteando el horizonte o recorriendo en silencio las profundidades en busca de alguna quilla sospechosa.
—Vienen desde el sur —dijo Tiberius, el encargado de patrullar a la hora en que los maleantes habían decidido hacer acto de presencia.
—Vale, ya sabéis —dije al tiempo que analizaba por dónde debería subir al risco para evitar que me viesen desde el sur—. Nada de ir solos, siempre en grupos pero no demasiado juntos. Hay que llamar su atención, que parezca que estáis huyendo pero que tampoco dé la impresión de que queréis que vayan hacia algún lado, ¿vale? Una vez estéis lo suficientemente cerca os metéis directamente en las celdas y nos dejáis hacer, ¿vale? No quiero héroes.
Todos aquellos gyojins a los que me dirigía accedieron antes de hacerse al mar siguiendo al corpulento escualo que los encabezaba. Yo, por mi parte, tras tomarme unos segundos para analizar el terreno dejé que dos alas apareciesen en el lugar que antes ocupaban mis brazos. Con un único aleteo comencé a elevarme y, unos instantes después, me encontraba en la cima del risco en mi forma humana. Allí, aguardando en silencio la señal, me quedé en espera de que comenzase definitivamente la operación.
Cuando finalmente el resplandor surgió de la superficie del mar y se propulsó hacia el cielo supe que había llegado mi momento. Aquello indicaba que los seres abisales estaban a salvo y que Octojin había conseguido fijar —o al menos había hecho el intento— el casco del barco al fondo marino. Era mi turno de atacar los mástiles.
Salté desde el borde del precipicio. El viento golpeaba con furia mi cara, azotaba mi piel y agitaba mi ropa mientras descendía en picado. Había recorrido unos veinte metros cuando una llama celeste prendió en mi pecho, creciendo sin descanso y extendiéndose por todo mi cuerpo. Como si consumiese mi piel y allí donde ésta desaparecía surgiese un ave de otro mundo, mi cuerpo se tornó en el de un fénix de cuatro metros de largo que desplegó sus alas cuan anchas eran, frenando en seco la caída y dirigiéndose hacia el objetivo: el barco.
Mis alas segaron la madera empleada para dar forma a los mástiles, que cayeron como lo haría un árbol talado en medio del bosque. Uno cayó directamente al mar, mientras que el otro lo hizo sobre la cubierta. El caos y el desconcierto generados por mi aparición se añadieron a la incomprensión que Octojin había generado previamente con sus maniobras subacuáticas.
Los teníamos.
—Sí, ya sólo podemos esperar a que llegue el momento —respondí.
Por desgracia, el momento no llegó ese mismo día, sino a la mañana siguiente. Ya nos habían advertido de que los muy desgraciados aparecían cuando menos lo esperaban, sin ningún tipo de cadencia ni nada que les delatase o permitiese intuir cuándo golpearían otra vez. Fue por ello que decidimos establecer turnos de vigilancia en los que siempre había alguien oteando el horizonte o recorriendo en silencio las profundidades en busca de alguna quilla sospechosa.
—Vienen desde el sur —dijo Tiberius, el encargado de patrullar a la hora en que los maleantes habían decidido hacer acto de presencia.
—Vale, ya sabéis —dije al tiempo que analizaba por dónde debería subir al risco para evitar que me viesen desde el sur—. Nada de ir solos, siempre en grupos pero no demasiado juntos. Hay que llamar su atención, que parezca que estáis huyendo pero que tampoco dé la impresión de que queréis que vayan hacia algún lado, ¿vale? Una vez estéis lo suficientemente cerca os metéis directamente en las celdas y nos dejáis hacer, ¿vale? No quiero héroes.
Todos aquellos gyojins a los que me dirigía accedieron antes de hacerse al mar siguiendo al corpulento escualo que los encabezaba. Yo, por mi parte, tras tomarme unos segundos para analizar el terreno dejé que dos alas apareciesen en el lugar que antes ocupaban mis brazos. Con un único aleteo comencé a elevarme y, unos instantes después, me encontraba en la cima del risco en mi forma humana. Allí, aguardando en silencio la señal, me quedé en espera de que comenzase definitivamente la operación.
Cuando finalmente el resplandor surgió de la superficie del mar y se propulsó hacia el cielo supe que había llegado mi momento. Aquello indicaba que los seres abisales estaban a salvo y que Octojin había conseguido fijar —o al menos había hecho el intento— el casco del barco al fondo marino. Era mi turno de atacar los mástiles.
Salté desde el borde del precipicio. El viento golpeaba con furia mi cara, azotaba mi piel y agitaba mi ropa mientras descendía en picado. Había recorrido unos veinte metros cuando una llama celeste prendió en mi pecho, creciendo sin descanso y extendiéndose por todo mi cuerpo. Como si consumiese mi piel y allí donde ésta desaparecía surgiese un ave de otro mundo, mi cuerpo se tornó en el de un fénix de cuatro metros de largo que desplegó sus alas cuan anchas eran, frenando en seco la caída y dirigiéndose hacia el objetivo: el barco.
Mis alas segaron la madera empleada para dar forma a los mástiles, que cayeron como lo haría un árbol talado en medio del bosque. Uno cayó directamente al mar, mientras que el otro lo hizo sobre la cubierta. El caos y el desconcierto generados por mi aparición se añadieron a la incomprensión que Octojin había generado previamente con sus maniobras subacuáticas.
Los teníamos.