Umibozu surcaba la riada con la sutileza de un elefante en una tienda de vajillas. Pero bueno, no le podía culpar; era básicamente una quitanieves bajando una cuesta... y sin frenos. Todo lo que se cruzaba en nuestro camino quedaba aplastado, así que más eficiente no podía ser. Justo cuando estábamos a punto de desviarnos hacia el castillo, el gran final de nuestra "aventurilla", recibí una llamada que interrumpió mi clase de paddle surf sobre calamidad acuática. Si esto lo vendía bien, me veía creando un deporte para turistas de Oykot.
El grupo del lobo, el mapache, el de la máscara, y aquella chica que conocí hace unos días, que había tomado el mando de la zona C, estaban pidiendo ayuda. Qué majos, siempre tan autosuficientes...
— Chaqueta metálica, Vikingo borracho, el grupo zoológico necesita un empujón. ¿Podéis encargaros del castillo? — Pregunté, con la voz del que ya se veía nadando en más problemas.
Sin más dilación, seguimos surcando el río improvisado a lomos del corcel marino. Al acercarnos a la zona C, el aire cambió, y no precisamente para bien. ¡Dios bendito! Un olor tan indescriptiblemente horrible que mi primer instinto fue generar en mi boca y beber un buen trago de whisky solo para contrarrestarlo. ¿Pescado podrido? ¿Una ristra de calcetines fermentados? ¡Buegh! — ¿Pero qué demonios ha pasado aquí? — Pregunté, con la mano tapándome la nariz.
El lugar era un caos total. Había humo, una explosión reciente con el símbolo revo desdibujándose en el aire, y Karina y su grupo llegando al frente, con suerte de nuestro lado. El mapache estaba encaramado en un tejado, observando todo, mientras parte los enemigos de la guardia real eran arrastrados por la corriente. Y claro, como la cereza del pastel, un barco de la marina al sur, listo para darnos una fiesta. Genial, todo es más emocionante si la marina aparece a última hora.
Para ponerle más sabor a la tortilla, "aparentemente podrida", un submarino también hacía acto de presencia. Pero qué originales estos mercenarios, todo lo hacen bajo el agua... ¿y los globos qué, no? Apreté los puños enfurecido. ¿Porque los globos no? Siempre quise volar.
— Umibozu, me bajo aquí. Voy a usar mi velocidad para darles caña a los restos de la guardia real. Tú cubre a los chicos, ¿vale? — Le señalé unos tejados al oeste, donde esperaba que Umibozu hiciera lo suyo mientras yo repartía justicia (o algo que se le pareciera).
Llegamos a la zona, y el olor era tan fuerte que ni el alcohol equivalente a las dos botellas de whisky que me había zampado lograban mitigarlo. Maldita resistencia al alcohol... hay días en que valdría más caer redondo.
— ¡Ánimo, Umibozu! ¡Hip! En breves me uno. — Saludé a los chicos con la mano desde la distancia antes de saltar a los tejados como un ninja borracho, listo para enfrentarme a los restos de la guardia real. — ¡Chicos! ¡Os dije que tenía un amigo gigante! — Grité con una sonrisa dejándo con ellos a la prueba humana de que lo que les había contado no era una exageración.
Salté al segundo tejado, el que mejor vista me daba, y mientras lo hacía, tomé aire, inflando mi pecho como si fuese a dar un discurso épico, cosa que procedía a resumir. No era el momento para uno de esos discursos que acaban apareciendo en las historias que trascienden en el tiempo, además, parecía que Karina ya estaba en ello.
— ¡La revolución toma Oykot! ¡Rendíos ahora mismo, pedazos de trozos de cachos de mula!
Y con ese grito triunfal, me lancé a la velocidad del rayo, empezando mi repartición de justicia (pim, pam, pum, bocadillo de atu... Dios, que asco el olor a pescado). Primero: patada al gemelo de uno, seguido de un cross al hígado. Luego, un salto y ¡ZAS! cabezazo en el estómago de otro. A empujones y codazos, fui despejando la zona como quien hace espacio en la barra de un bar abarrotado.
A uno le di un rodillazo en la entrepierna, al siguiente un codazo en la nariz y rematé con un gancho en la mejilla. Si todo salía según lo planeado (y las leyes de la física lo permitían), me desplazaría a toda velocidad, raso como un ratón, hasta el grupo sureño. Vamos, que si alguien me ve desde lejos, piensa que estoy jugando al Twister.
Con el enfado en su punto álgido y el olor incrustado en mis pocas neuronas funcionales, repartí golpes sin piedad. ¿Acaso la habían tenido ellos con sus buenas gentes? Si lograba barrer a esos idiotas, saltaría al tejado más cercano, con la vista puesta en la verdadera batalla que estaba por venir. La que de verdad importaba.
El grupo del lobo, el mapache, el de la máscara, y aquella chica que conocí hace unos días, que había tomado el mando de la zona C, estaban pidiendo ayuda. Qué majos, siempre tan autosuficientes...
— Chaqueta metálica, Vikingo borracho, el grupo zoológico necesita un empujón. ¿Podéis encargaros del castillo? — Pregunté, con la voz del que ya se veía nadando en más problemas.
Sin más dilación, seguimos surcando el río improvisado a lomos del corcel marino. Al acercarnos a la zona C, el aire cambió, y no precisamente para bien. ¡Dios bendito! Un olor tan indescriptiblemente horrible que mi primer instinto fue generar en mi boca y beber un buen trago de whisky solo para contrarrestarlo. ¿Pescado podrido? ¿Una ristra de calcetines fermentados? ¡Buegh! — ¿Pero qué demonios ha pasado aquí? — Pregunté, con la mano tapándome la nariz.
El lugar era un caos total. Había humo, una explosión reciente con el símbolo revo desdibujándose en el aire, y Karina y su grupo llegando al frente, con suerte de nuestro lado. El mapache estaba encaramado en un tejado, observando todo, mientras parte los enemigos de la guardia real eran arrastrados por la corriente. Y claro, como la cereza del pastel, un barco de la marina al sur, listo para darnos una fiesta. Genial, todo es más emocionante si la marina aparece a última hora.
Para ponerle más sabor a la tortilla, "aparentemente podrida", un submarino también hacía acto de presencia. Pero qué originales estos mercenarios, todo lo hacen bajo el agua... ¿y los globos qué, no? Apreté los puños enfurecido. ¿Porque los globos no? Siempre quise volar.
— Umibozu, me bajo aquí. Voy a usar mi velocidad para darles caña a los restos de la guardia real. Tú cubre a los chicos, ¿vale? — Le señalé unos tejados al oeste, donde esperaba que Umibozu hiciera lo suyo mientras yo repartía justicia (o algo que se le pareciera).
[Tofun le habló a Umibozu sobre este grupo de revos por lo que, sin tener mucho conocimiento.]
Llegamos a la zona, y el olor era tan fuerte que ni el alcohol equivalente a las dos botellas de whisky que me había zampado lograban mitigarlo. Maldita resistencia al alcohol... hay días en que valdría más caer redondo.
— ¡Ánimo, Umibozu! ¡Hip! En breves me uno. — Saludé a los chicos con la mano desde la distancia antes de saltar a los tejados como un ninja borracho, listo para enfrentarme a los restos de la guardia real. — ¡Chicos! ¡Os dije que tenía un amigo gigante! — Grité con una sonrisa dejándo con ellos a la prueba humana de que lo que les había contado no era una exageración.
Salté al segundo tejado, el que mejor vista me daba, y mientras lo hacía, tomé aire, inflando mi pecho como si fuese a dar un discurso épico, cosa que procedía a resumir. No era el momento para uno de esos discursos que acaban apareciendo en las historias que trascienden en el tiempo, además, parecía que Karina ya estaba en ello.
— ¡La revolución toma Oykot! ¡Rendíos ahora mismo, pedazos de trozos de cachos de mula!
JIY502
JIYUUMURA KEMPO
Ofensiva activa
Tier 5
No Aprendida
66
3
Tras entrenar su caja torácica para poder aspirar una gran cantidad de aire el usuario libera todo ese aire en un grito hacia del frente con todas sus fuerzas en el que podrá hacer la proclama que desee, logrando tal grito causar un poco de daño a los oídos de los afectados en un área de 12 metros frontales causando [Miedo] por 1 Turno. Comites: El usar esta técnica en grupo uniendo los gritos y proclamas de todos los miembros incrementará la duración del [Miedo] 1 Turno por cada usuario y cuando sean 3 o más miembros aplicará [Terror] en lugar de miedo por los mismos turnos.
Daño de Básico + [FUEx2,8] de [Daño sónico]
[192PV en área de cono de 12m y Miedo.]
Y con ese grito triunfal, me lancé a la velocidad del rayo, empezando mi repartición de justicia (pim, pam, pum, bocadillo de atu... Dios, que asco el olor a pescado). Primero: patada al gemelo de uno, seguido de un cross al hígado. Luego, un salto y ¡ZAS! cabezazo en el estómago de otro. A empujones y codazos, fui despejando la zona como quien hace espacio en la barra de un bar abarrotado.
A uno le di un rodillazo en la entrepierna, al siguiente un codazo en la nariz y rematé con un gancho en la mejilla. Si todo salía según lo planeado (y las leyes de la física lo permitían), me desplazaría a toda velocidad, raso como un ratón, hasta el grupo sureño. Vamos, que si alguien me ve desde lejos, piensa que estoy jugando al Twister.
Con el enfado en su punto álgido y el olor incrustado en mis pocas neuronas funcionales, repartí golpes sin piedad. ¿Acaso la habían tenido ellos con sus buenas gentes? Si lograba barrer a esos idiotas, saltaría al tejado más cercano, con la vista puesta en la verdadera batalla que estaba por venir. La que de verdad importaba.