Percival Höllenstern
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16-10-2024, 04:05 AM
Los Corsarios de la Niebla habían tomado por sorpresa a la tripulación, descendiendo como sombras sobre el navío. Drustan, un hombre fornido con un semblante endurecido por incontables batallas, avanzaba por la cubierta mientras las olas golpeaban violentamente el casco. Mantenía sus ojos intentando atravesar la bruma en busca de cualquier movimiento sospechoso tras ser rechazado por el ataque del enemigo y apretar los dientes con extrema fiereza.
Fue entonces cuando lo sintió.
Un silbido agudo, casi imperceptible entre el aullido del viento, lo alertó, pero demasiado tarde. Algo cortó el aire y se incrustó en su costado con precisión mortal. Drustan soltó un gruñido de dolor, llevando la mano instintivamente a la herida. La hoja era fina, casi invisible a simple vista, y había sido lanzada desde una distancia imposible de calcular en la niebla. Sangre oscura manaba entre sus dedos mientras caía de rodillas, respirando con dificultad.
—Malditos…—murmuró entre dientes, mientras se mantenía en pie con el arma lanzable clavada, y rugía dando una poderosa embestida mientras su cabeza se tornaba de color negruzco.
No muy lejos, Erzsébet, una mujer ágil y de movimientos calculados, estaba en pleno combate. Los dos espadazos llegaron sin previo aviso, veloces como relámpagos. El primero rozó su brazo izquierdo, cortando la tela de su chaqueta y dejando una herida superficial, mientras que el segundo fue directo hacia su abdomen. Con una rapidez sorprendente, la mujer intentó desviar el golpe con su espada, logrando mitigar parte del daño, pero la hoja aún consiguió atravesar su defensa lo suficiente para dejar una herida profunda en su costado.
Respirando entrecortadamente, Erzsébet retrocedió unos pasos, evaluando su situación. No había tiempo para detenerse a inspeccionar las heridas; con el calor del combate en pleno apogeo, lo único que podía hacer era apretar los dientes y seguir luchando. Sabía que si dejaba de moverse, los Corsarios no tendrían piedad. Un par de movimientos rápidos con su mano libre y ya estaba aplicando presión sobre la herida del abdomen, buscando mantenerse alerta.
Mientras tanto, en otro extremo de la cubierta, Sylas emergía de la niebla como una figura espectral. Era alto, de piel pálida, y sus movimientos parecían casi antinaturales, como si no perteneciera del todo al mundo que lo rodeaba. Con un susurro imperceptible, su lanza se abrió paso hacia Shy. El golpe fue preciso y letal. La hoja atravesó la carne, rasgando el costado del cazador, quien soltó un alarido ahogado antes de desplomarse sobre la cubierta mientras había lanzado su ataque a distancia.
Sylas se detuvo, inmóvil, su lanza ensangrentada goteando sobre la madera mojada. Sus ojos vacíos, perdidos en algún pensamiento lejano, miraban sin ver. No parecía consciente de lo que acababa de hacer, como si su cuerpo actuara por sí mismo, mientras su mente vagaba por otro lugar.
—El agua… se refleja en todas las cosas…—murmuró para sí, su voz apenas un susurro en el viento. —Todo es un ciclo, ¿verdad?— Continuó hablando como si conversara con una presencia invisible, su tono carente de emoción. —Cortar, sanar, destruir... es lo mismo. El mar también destruye y renueva a la vez. Nosotros solo seguimos ese flujo, nada más, ejeje...—musitó, con un semblante totalmente extraño y anticlimático para sus adentros.
Su mirada se desvió hacia la niebla, donde el sonido de espadas chocando y gritos de agonía resonaban a lo lejos. A su alrededor, el caos se desplegaba, pero Sylas, en su extraño estado casi robótico, no parecía afectado. Continuó observando, meditando sobre la naturaleza de la destrucción mientras su lanza permanecía manchada con la sangre de Shy.
En la penumbra opresiva de aquel lugar, el aire parecía congelarse. Todo estaba sumido en un silencio denso, como si el mundo hubiera contenido la respiración. Entonces, rompiendo la quietud, surgió un suave tañido en la distancia, un sonido delicado y lejano, el resonar de una campana, vibrando con un eco fantasmal. Su tintineo era tenue, pero su presencia era clara, reverberando como un susurro persistente que atravesaba la oscuridad.
El tañido repetía su nota, lenta y constante, cada vez más audible, como una advertencia ineludible. Poco después, a su compás, comenzaron a oírse golpes secos, firmes y cadenciosos, que avanzaban desde el abismo de sombras.
El sonido resonaba contra las paredes de piedra, deslizándose por los rincones de la estancia. Con cada paso, con cada tañido, se sentía cómo aquello que se aproximaba cobraba peso, arrastrando consigo una sensación de inquietud que crecía con cada eco.
Los golpes, más próximos ahora, eran como el presagio de una marcha inexorable. El suelo parecía vibrar a su paso, aunque el ritmo fuera lento, casi ceremonioso, como si aquel que se acercaba supiera que no había prisa, que lo inevitable no podía apresurarse.
Y entonces, Sylas, comenzó a tararear algo ininteligible con una voz casi infantil a juego...