Atlas
Nowhere | Fénix
17-10-2024, 10:32 AM
Por debajo de mi posición, Octojin continuaba combatiendo a los piratas sin descanso; ahora desde la cubierta. Me había convertido en el blanco de los disparos que eran lanzados desde la superficie, logrando ganar altura para esquivar la mayoría de ellos y, para los que no, procurando que mis heridas sanasen a toda velocidad antes de verme en un problema mayor. Sin embargo, ni siquiera el excelente desempeño del habitante del mar parecía ser suficiente para terminar de doblegar al enemigo.
Acababa de realizar un nuevo giro cuando su potente voz llegó hasta mí desde ahí abajo. Tenía razón: debíamos terminar de inutilizar las armas de la embarcación si, por un lado, queríamos tener posibilidades de vencer y, por el otro, pretendíamos que quienes habían solicitado nuestra ayuda sobreviviesen. En consecuencia, volví a virar para encarar una vez el barco y, esta vez a unos cien metros de él, caí en picado para desplegar de nuevo mis alas cuando me encontraba casi a ras del mar. Manteniendo un vuelo bajo y aproximándome desde la proa, desplegué mis alas y pasé junto al navío. En el proceso, mis alas hendieron el casco allí se encontraban las aberturas para que la otra mitad de cañones asomasen. No tuve misericordia con ellos. La madera era cortada como si estuviese en una serrería. En el proceso, las grandes y pesadas armas de fuego se iban desestabilizando y, al igual que había sucedido en el otro lado, caían por la borda una tras otra. Sí, la idea de Octojin había sido todo un éxito. El peligro de que los gyojin fuese alcanzados por los gruesos proyectiles había desaparecido, pero ¿dónde estaba el escualo?
Una vez hube recorrido todo el largo de la embarcación ascendí una vez más. El caos y el desconcierto reinaban en la cubierta, pero aun así los años de experiencia hacían que los tripulantes se moviesen de un lado a otro con sorprendente eficiencia. Los automatismos fruto de la maestría en una disciplina les estaban salvando la situación, de eso no cabía duda, y nos estaban dificultando notablemente la misión.
Y allí, en medio de todo el lío, el tiburón se movía de lado a otro cuan rápido podía para intentar terminar de inutilizar al enemigo. Octojin era un excelente carpintero, ya nos lo había demostrado en numerosas ocasiones, y no era la primera vez que conseguía hundir un barco por sí mismo al identificar a la perfección dónde, cómo y cuándo debía golpearlo. En consecuencia, era sólo cuestión de tiempo que ese amasijo de madera comenzase a hundirse en el fondo del mar.
O eso pensaba yo desde mi elevada ignorancia. Allí, desde las alturas una vez más, pude ver cómo algo afectaba al tiburón. Cuando quise darme cuenta, se había detenido y se llevaba las manos a la cabeza. Había hincado la rodilla en el suelo y parecía incapaz de moverse. ¿Qué le estaban haciendo? El enemigo seguía abriendo fuego sin descanso, aunque la gruesa piel del marine parecía aguantar. Sin embargo, no tenía tan claro que eso fuese a continuar siendo así cuando los pequeños cañones portátiles abriesen fuego contra él.
Me precipité en picado desde el cielo una vez más. En el centro de mi visión estaba el ser abisal y en la periferia los tipos que comenzaban a alzar los cañones contra él. Cuando abrieron fuego, un ave de cuatro metros de largo y no menos de seis de envergadura había aterrizado con estrépito en la embarcación, envolviendo al tiburón con sus alas sin que pareciese haber recibido daño alguno. Nada más lejos de la realidad, por supuesto, porque mis llamas habían tenido que hacer de las suyas a un ritmo frenético para que pudiésemos salir indemnes de semejante ofensiva.
Buscando no darles tiempo a reaccionar, la pequeña fortaleza que había creado con mis alas en torno a Octojin desapareció. En su lugar, las alas que habían sido sus paredes de desplegaron horizontalmente y varios enemigos cayeron heridos como consecuencia de los cortes. Aun así, seguían siendo muchos.
—La verdad es que hemos caído como niños pequeños. ¿No os parece, chicos? —irrumpió entonces una voz desgastada por la edad. Al hacerlo, los enemigos dejaron de atacarnos y se hicieron a un lado durante unos segundos.
Se trataba de un hombre muy entrado en años que, a juzgar por la puerta que quedaba abierta justo a sus espaldas, había salido del camarote del capitán. Tenía el pelo canoso y largo, que organizaba con pequeñas cintas situadas en sus extremos. Empleaba una gabardina de color crema, gruesa y envejecida pero perfectamente cuidada con gran esmero, que combinaba con unas botas de color marrón oscuro mantenidas con el mismo mimo.
—No esperábamos visita, la verdad, y mucho menos de ilustres miembros de la Marina. —Hablaba empleando un tono de voz educado a la par que tremendamente sarcástico; no parecía haber salido de las letrinas de un barrio de mala muerte en alguna isla perdida, como muchos piratas—. Parece que nuestros invitados han conseguido escapar en esta ocasión, ¿qué deberíamos hacer? Nuestro medio de transporte no está en su mejor momento, eso seguro, pero quienes lo han dañado tampoco las tienen todas consigo. ¿Qué opinan, caballeros? —concluyó, mirándonos al tiburón y a mí antes de esbozar una sonrisa sorprendentemente amable.
Acababa de realizar un nuevo giro cuando su potente voz llegó hasta mí desde ahí abajo. Tenía razón: debíamos terminar de inutilizar las armas de la embarcación si, por un lado, queríamos tener posibilidades de vencer y, por el otro, pretendíamos que quienes habían solicitado nuestra ayuda sobreviviesen. En consecuencia, volví a virar para encarar una vez el barco y, esta vez a unos cien metros de él, caí en picado para desplegar de nuevo mis alas cuando me encontraba casi a ras del mar. Manteniendo un vuelo bajo y aproximándome desde la proa, desplegué mis alas y pasé junto al navío. En el proceso, mis alas hendieron el casco allí se encontraban las aberturas para que la otra mitad de cañones asomasen. No tuve misericordia con ellos. La madera era cortada como si estuviese en una serrería. En el proceso, las grandes y pesadas armas de fuego se iban desestabilizando y, al igual que había sucedido en el otro lado, caían por la borda una tras otra. Sí, la idea de Octojin había sido todo un éxito. El peligro de que los gyojin fuese alcanzados por los gruesos proyectiles había desaparecido, pero ¿dónde estaba el escualo?
Una vez hube recorrido todo el largo de la embarcación ascendí una vez más. El caos y el desconcierto reinaban en la cubierta, pero aun así los años de experiencia hacían que los tripulantes se moviesen de un lado a otro con sorprendente eficiencia. Los automatismos fruto de la maestría en una disciplina les estaban salvando la situación, de eso no cabía duda, y nos estaban dificultando notablemente la misión.
Y allí, en medio de todo el lío, el tiburón se movía de lado a otro cuan rápido podía para intentar terminar de inutilizar al enemigo. Octojin era un excelente carpintero, ya nos lo había demostrado en numerosas ocasiones, y no era la primera vez que conseguía hundir un barco por sí mismo al identificar a la perfección dónde, cómo y cuándo debía golpearlo. En consecuencia, era sólo cuestión de tiempo que ese amasijo de madera comenzase a hundirse en el fondo del mar.
O eso pensaba yo desde mi elevada ignorancia. Allí, desde las alturas una vez más, pude ver cómo algo afectaba al tiburón. Cuando quise darme cuenta, se había detenido y se llevaba las manos a la cabeza. Había hincado la rodilla en el suelo y parecía incapaz de moverse. ¿Qué le estaban haciendo? El enemigo seguía abriendo fuego sin descanso, aunque la gruesa piel del marine parecía aguantar. Sin embargo, no tenía tan claro que eso fuese a continuar siendo así cuando los pequeños cañones portátiles abriesen fuego contra él.
Me precipité en picado desde el cielo una vez más. En el centro de mi visión estaba el ser abisal y en la periferia los tipos que comenzaban a alzar los cañones contra él. Cuando abrieron fuego, un ave de cuatro metros de largo y no menos de seis de envergadura había aterrizado con estrépito en la embarcación, envolviendo al tiburón con sus alas sin que pareciese haber recibido daño alguno. Nada más lejos de la realidad, por supuesto, porque mis llamas habían tenido que hacer de las suyas a un ritmo frenético para que pudiésemos salir indemnes de semejante ofensiva.
Buscando no darles tiempo a reaccionar, la pequeña fortaleza que había creado con mis alas en torno a Octojin desapareció. En su lugar, las alas que habían sido sus paredes de desplegaron horizontalmente y varios enemigos cayeron heridos como consecuencia de los cortes. Aun así, seguían siendo muchos.
—La verdad es que hemos caído como niños pequeños. ¿No os parece, chicos? —irrumpió entonces una voz desgastada por la edad. Al hacerlo, los enemigos dejaron de atacarnos y se hicieron a un lado durante unos segundos.
Se trataba de un hombre muy entrado en años que, a juzgar por la puerta que quedaba abierta justo a sus espaldas, había salido del camarote del capitán. Tenía el pelo canoso y largo, que organizaba con pequeñas cintas situadas en sus extremos. Empleaba una gabardina de color crema, gruesa y envejecida pero perfectamente cuidada con gran esmero, que combinaba con unas botas de color marrón oscuro mantenidas con el mismo mimo.
—No esperábamos visita, la verdad, y mucho menos de ilustres miembros de la Marina. —Hablaba empleando un tono de voz educado a la par que tremendamente sarcástico; no parecía haber salido de las letrinas de un barrio de mala muerte en alguna isla perdida, como muchos piratas—. Parece que nuestros invitados han conseguido escapar en esta ocasión, ¿qué deberíamos hacer? Nuestro medio de transporte no está en su mejor momento, eso seguro, pero quienes lo han dañado tampoco las tienen todas consigo. ¿Qué opinan, caballeros? —concluyó, mirándonos al tiburón y a mí antes de esbozar una sonrisa sorprendentemente amable.