La situación se asemejaba demasiado a estar en el ojo del huracán, a esa falsa calma impregnada de tensión que quedaba en suspensión en el aire antes de una catástrofe. Las llamas que me envolvían se fueron apagando poco a poco, quedando sólo en torno a mis alas mientras contemplaba los movimientos de mis compañeros. Al igual que yo, por unos segundos habían decidido quedarse quietos y respirar. A mí ya me sobraba por completo aquel enfrentamiento, lo que quedaba aún más claro si cabía sólo con ver la curiosidad que estábamos suscitando en el resto de marines.
Camille alzaba su espada por encima de su cabeza, hierática y pétrea como una antigua esfinge. Al mismo tiempo, Octojin preparaba su siguiente acometida con el poder rebosante de un río mal contenido por un dique. Se estaba desbordando, se veía a la perfección, y sólo porque un castor imbécil —yo— había tenido la brillante de idea de mover una ramita sin haber necesidad. ¿Qué podía nacer del choque entre un tsunami y una alta montaña? No podía saberlo, porque esos conflictos sólo se dirimían tras siglos y siglos de constantes choques.
«Eres un maldito imbécil», me sorprendí diciéndome en mi fuero interno, consciente de que mi estupidez era la única responsable de todo aquello. ¿Pero qué podía hacer? No podía descender, poner los pies en el suelo, hacer desaparecer mis alas y saltar con un "era una broma, volvamos a ser amigos". No, aquello hacía tiempo que estaba lejos de poder ser resuelto amistosamente.
El soberano tajo que lanzó la oni rompió mi diálogo interno con la potencia y severidad de quien podría romper un barco a la mitad de un gesto. El corte a distancia avanzó, amenazante, con una naturaleza homicida de un calibre que poco o nada tenía que envidiar a la ofensiva previamente lanzada por Octojin. ¿Con qué clase de monstruos me estaba codeando? Y si seguía vivo después de semejantes envites, ¿en qué me convertía eso a mí?
Contemplé el movimiento de la onda de muerte hacia el habitante del mar, pero no pude ver el resultado. Cuando quise darme cuenta, Camille, no dándose por satisfecha, también había hecho de mí su objetivo. Pero había algo raro en ella, algo en sus ojos. Era algo antinatural, como traído de otro mundo y que únicamente podía causar sufrimiento y destrucción. Era Camille, pero no era ella del todo. Un atisbo de bestialidad en su mirada se clavó en mí al tiempo que su odachi amenazaba con darme un poco de lo que le había regalado al tiburón.
No obstante, aquella vez no me cogió por sorpresa y mi naginata se interpuso en la trayectoria de su filo. Ambos aceros chocaron en el aire y, si bien, en esa ocasión mis brazos consiguieron resistir la acometida y no sufrí herida alguna, mi cuerpo se vio desplazado varios metros hacia atrás en el aire. Para cuando los metales se dejaron de besar tenía más que claro que allí estaba sucediendo algo extraño, algo totalmente fuera de lo habitual. Fue entonces cuando, como un instinto nacido de lo más profundo de mí, algo me suplicó que intentase detener aquello. Sí, había sido yo con mi ignorante soberbia quien lo había iniciado. Sí, después de ser el origen de semejante escena osaba atreverme a ser yo el que sugiriese poner fin al enfrentamiento a pesar de que la oni lo había hecho ya en repetidas ocasiones. Sí, mi credibilidad era inexistente se mirase por donde se mirase.
—Creo que... —Pero mi frase fue totalmente acallada por la respuesta de Octojin a la ofensiva de Camille. No, todo indicaba que por el momento todo seguiría tal y como estaba.
De cualquier modo, mantener a Camille tan cerca de mí era una locura, más aún después de comprobar en mi propio cuerpo la fuerza que atesoraba. Fue por ello que, después de repeler sus ofensivas, respondí con sendos cortes oblicuos, lanzados rápidamente de manera que formaron una cruz en el aire.
Camille alzaba su espada por encima de su cabeza, hierática y pétrea como una antigua esfinge. Al mismo tiempo, Octojin preparaba su siguiente acometida con el poder rebosante de un río mal contenido por un dique. Se estaba desbordando, se veía a la perfección, y sólo porque un castor imbécil —yo— había tenido la brillante de idea de mover una ramita sin haber necesidad. ¿Qué podía nacer del choque entre un tsunami y una alta montaña? No podía saberlo, porque esos conflictos sólo se dirimían tras siglos y siglos de constantes choques.
«Eres un maldito imbécil», me sorprendí diciéndome en mi fuero interno, consciente de que mi estupidez era la única responsable de todo aquello. ¿Pero qué podía hacer? No podía descender, poner los pies en el suelo, hacer desaparecer mis alas y saltar con un "era una broma, volvamos a ser amigos". No, aquello hacía tiempo que estaba lejos de poder ser resuelto amistosamente.
El soberano tajo que lanzó la oni rompió mi diálogo interno con la potencia y severidad de quien podría romper un barco a la mitad de un gesto. El corte a distancia avanzó, amenazante, con una naturaleza homicida de un calibre que poco o nada tenía que envidiar a la ofensiva previamente lanzada por Octojin. ¿Con qué clase de monstruos me estaba codeando? Y si seguía vivo después de semejantes envites, ¿en qué me convertía eso a mí?
Contemplé el movimiento de la onda de muerte hacia el habitante del mar, pero no pude ver el resultado. Cuando quise darme cuenta, Camille, no dándose por satisfecha, también había hecho de mí su objetivo. Pero había algo raro en ella, algo en sus ojos. Era algo antinatural, como traído de otro mundo y que únicamente podía causar sufrimiento y destrucción. Era Camille, pero no era ella del todo. Un atisbo de bestialidad en su mirada se clavó en mí al tiempo que su odachi amenazaba con darme un poco de lo que le había regalado al tiburón.
No obstante, aquella vez no me cogió por sorpresa y mi naginata se interpuso en la trayectoria de su filo. Ambos aceros chocaron en el aire y, si bien, en esa ocasión mis brazos consiguieron resistir la acometida y no sufrí herida alguna, mi cuerpo se vio desplazado varios metros hacia atrás en el aire. Para cuando los metales se dejaron de besar tenía más que claro que allí estaba sucediendo algo extraño, algo totalmente fuera de lo habitual. Fue entonces cuando, como un instinto nacido de lo más profundo de mí, algo me suplicó que intentase detener aquello. Sí, había sido yo con mi ignorante soberbia quien lo había iniciado. Sí, después de ser el origen de semejante escena osaba atreverme a ser yo el que sugiriese poner fin al enfrentamiento a pesar de que la oni lo había hecho ya en repetidas ocasiones. Sí, mi credibilidad era inexistente se mirase por donde se mirase.
—Creo que... —Pero mi frase fue totalmente acallada por la respuesta de Octojin a la ofensiva de Camille. No, todo indicaba que por el momento todo seguiría tal y como estaba.
De cualquier modo, mantener a Camille tan cerca de mí era una locura, más aún después de comprobar en mi propio cuerpo la fuerza que atesoraba. Fue por ello que, después de repeler sus ofensivas, respondí con sendos cortes oblicuos, lanzados rápidamente de manera que formaron una cruz en el aire.