Silver
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22-10-2024, 02:06 AM
Refugio de los contrabandistas, Isla Kilombo
Noche del día 42 de Verano del año 724
Noche del día 42 de Verano del año 724
La humedad de la cueva envolvía a Derian Markov mientras avanzaba, agazapado entre las estalagmitas que sobresalían del suelo como colmillos de piedra. Los ecos de las voces lejanas aumentaban en intensidad a medida que se internaba más profundamente en la gruta. El aire salado, mezclado con el hedor a sudor y pólvora, indicaba que los contrabandistas no estaban lejos.
El noble avanzaba con paso firme, cada movimiento calculado a pesar de la creciente urgencia que latía en su interior. El ansia de sangre que recorría sus venas amenazaba con romper su autocontrol, pero Markov, siempre disciplinado, sabía que el momento llegaría pronto. Tras deslizarse más hacia el interior, pudo ver finalmente a sus presas.
Ocultos en una sala más amplia de la cueva, iluminada tenuemente por varias lámparas de aceite, al menos seis hombres se movían entre cajas de mercancía y armas, en su mayoría ajenos a cualquier peligro. Hombres sin honor, mercenarios. El tipo de individuos que, por un buen precio, harían cualquier cosa. Las sombras danzaban sobre sus cuerpos mientras uno de ellos, el más corpulento y aparentemente al mando, daba órdenes en voz baja.
Tres de ellos estaban sentados en un pequeño círculo, jugando a los dados y discutiendo en voz alta sobre apuestas, mientras otros dos revisaban armas y mercancías. Cerca de la pared rocosa, apoyado en unas cajas, estaba el líder, un tipo de rostro curtido por años de trabajo sucio. Su mano descansaba sobre el pomo de una espada larga, ajeno al cazador que los observaba desde las sombras. Esos hombres no eran más que presas atrapadas en una red de oscuridad que se cernía sobre ellos.
La cueva no presentaba ninguna salida alternativa visible. Las formaciones de piedra caliza ofrecían la cobertura perfecta para moverse con sigilo o atacar desde una posición ventajosa. Las cajas de contrabando que se apilaban por toda la sala ofrecían más que simple mercancía, también eran un símbolo de su poder. Si esos hombres caían, todo su comercio caería con ellos.
El momento había llegado. Markov lo sabía. Măcelar y Gheara aguardaban el momento de desenvainarse. Los contrabandistas, desprevenidos y confiados, no sospechaban el destino que les aguardaba. El conde tenía la oportunidad perfecta de atacar en cualquier momento, desatando la brutalidad que lo haría conocido en Kilombo.