Derian Markov
Lord Markov
23-10-2024, 01:51 AM
Măcelar salió de su vaina con un suave silbido. Uno de los contrabandistas escuchó el ruido, pero antes de que pudiera reaccionar, el conde se había abalanzado sobre él y abierto una herida sangrante en su cuello. El hombre se llevó las manos a la arteria abierta, que expulsaba sangre a chorros, mientras Derian le observaba con una expresión atenta y fría. Su presa gritó y trató de echar mano de su pistola, pero el conde destrozó su mano con un rápido tajo y lo agarró del pelo. Ante la expresión aterrorizada de sus compañeros, Derian puso la boca contra la herida del mercenario y bebió un trago. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios manchados. Tiró a un lado al contrabandista herido y comenzó a caminar lentamente hacia sus compañeros.
Tras el impacto y terror inicial, reaccionaron como cabía esperar. En una situación de cinco contra uno deberían haber ganado, o eso habían creído. Los golpes del conde fueron letalmente precisos, nunca buscando matar, solo herir de gravedad. No quería aún que murieran, no tan rápido. Quería tener la oportunidad de ver cómo sus ojos se volvían vidriosos y de beber su sangre aún caliente. El conde se movía entre ellos como una sombra, evitando sus golpes con la etereidad del viento y la elegancia de un bailarín. Măcelar destelló cruelmente una y otra vez, sentenciando las vidas de las presas de Derian cuando por fin caían al suelo, víctimas del dolor.
El Otro había sido complacido. Las presas habían cumplido su función. Así era como debían ser las cosas, mantener un difícil equilibrio entre el monstruo civilizado y el monstruo real. Entre los códigos y normas que movían a Derian y la sed desbocada del Otro. Aquella noche, todo había acabado cayendo en su correcto lugar.
Una vez hubo saciado su sed con ellos, el conde ejecutó a los seis mercenarios y trasladó al exterior tanto sus cuerpos como todo aquello de valor que captó su interés en la cueva. Luego, bajo su atenta mirada, Velizar cargó el bote con su siniestra mercancía y dejaron la cala. La mañana siguiente, Kilombo despertaría con un macabro espectáculo: seis cuerpos apilados frente al faro de la isla. Si el pescador había cumplido su función y transmitido el mensaje, el pueblo de Rostock sabría que el conde había cumplido su palabra.
Tras el impacto y terror inicial, reaccionaron como cabía esperar. En una situación de cinco contra uno deberían haber ganado, o eso habían creído. Los golpes del conde fueron letalmente precisos, nunca buscando matar, solo herir de gravedad. No quería aún que murieran, no tan rápido. Quería tener la oportunidad de ver cómo sus ojos se volvían vidriosos y de beber su sangre aún caliente. El conde se movía entre ellos como una sombra, evitando sus golpes con la etereidad del viento y la elegancia de un bailarín. Măcelar destelló cruelmente una y otra vez, sentenciando las vidas de las presas de Derian cuando por fin caían al suelo, víctimas del dolor.
El Otro había sido complacido. Las presas habían cumplido su función. Así era como debían ser las cosas, mantener un difícil equilibrio entre el monstruo civilizado y el monstruo real. Entre los códigos y normas que movían a Derian y la sed desbocada del Otro. Aquella noche, todo había acabado cayendo en su correcto lugar.
Una vez hubo saciado su sed con ellos, el conde ejecutó a los seis mercenarios y trasladó al exterior tanto sus cuerpos como todo aquello de valor que captó su interés en la cueva. Luego, bajo su atenta mirada, Velizar cargó el bote con su siniestra mercancía y dejaron la cala. La mañana siguiente, Kilombo despertaría con un macabro espectáculo: seis cuerpos apilados frente al faro de la isla. Si el pescador había cumplido su función y transmitido el mensaje, el pueblo de Rostock sabría que el conde había cumplido su palabra.