Percival Höllenstern
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23-10-2024, 04:32 AM
(Última modificación: 23-10-2024, 07:42 PM por Percival Höllenstern.)
El casino tenía una vida propia, casi como si los destellos de las luces, el tintineo de los vasos y el constante sonar de las fichas al moverse fueran la respiración y el pulso de una criatura insaciable. Al fondo de este paraíso de las apuestas, oculto tras pasillos angostos y puertas recónditas, estaba el salón privado. Un espacio reservado para los verdaderos jugadores, aquellos que apostaban fortunas sin titubear, hombres y mujeres cuyo poder se medía en billetes y cuyas acciones decidían el destino de otros sin que estos lo supieran.
Byron había sido conducido hasta allí por aquellas misteriosas mujeres que, con movimientos elegantes, habían abierto camino entre las sombras del pasillo, llevándolo hacia el umbral de aquella sala donde el auténtico juego estaba a punto de comenzar. Mientras el joven capitán cruzaba la última puerta, las luces se atenuaban aún más, lo que daba al ambiente un tinte de clandestinidad. El sonido de los dados cayendo sobre la mesa resonaba suavemente en el aire, y el murmullo de las voces parecía deslizarse entre las sombras.
Al entrar, se encontró con una mesa circular rodeada por cuatro figuras. Las primeras impresiones fueron claras: no había espacio para la improvisación en ese lugar. Cada uno de los presentes parecía representar una parte del delicado equilibrio de poder que dominaba el casino.
En la esquina más cercana, un Mink koala de baja estatura y tono rosado, pero con una presencia que llenaba la habitación, estaba recostado en su silla de forma relajada, con un cigarro apagado colgando de la boca. Tenía la cara marcada por el desagrado, como si la mera existencia de todo lo que le rodeaba fuera un insulto a su persona. Se llamaba Komula, y aunque parecía desinteresado, su mirada era la de alguien acostumbrado a explotar en arrebatos de furia cuando las cosas no iban a su favor. Cualquier mal paso en esa mesa podría desatar una tormenta.
A su lado, casi como un contraste absoluto, una mujer que irradiaba belleza y calma estaba sentada. Li-Shin Qie, de cabellos dorados y piel impecable, vestía un kimono que resaltaba su elegancia. A pesar de que sonreía de manera constante, había una astucia en sus ojos que resultaba desconcertante. La pipa que sostenía en su mano no hacía más que acentuar su aire de sofisticación, pero los que sabían quién era realmente, comprendían que detrás de esa imagen encantadora se escondía una de las guerreras más temidas del mundo...
A continuación, un hombre de porte robusto, con la figura típica de un vaquero salido de las películas, mantenía una postura relajada mientras movía los dados con sus manos cibernéticas. Era Patrick Sorvolo, el dueño del casino. Un empresario tan despiadado como ingenioso. Las piezas de sus manos metálicas brillaban bajo la tenue luz, y cada movimiento que hacía parecía planeado al milímetro, como si todo lo que tocaba estuviera bajo su control absoluto. No era el tipo de hombre que dejaba las cosas al azar, incluso en una partida de dados.
Finalmente, en el otro extremo de la mesa, una anciana encorvada, vestida con una toga que recordaba a las de los jueces, observaba en silencio. Tribulimy, la jueza. Nadie hablaba mucho de ella, pero su mera presencia imponía respeto. Apenas se movía, y cuando lo hacía, lo hacía con una lentitud deliberada. Había algo inquietante en su silencio, como si estuviera midiendo cada palabra, cada gesto de los demás, esperando el momento adecuado para actuar.
El ambiente en la mesa estaba cargado de tensión, pero también de una calma engañosa. Las apuestas eran altas, no solo en dinero, sino en lo que cada jugador representaba. Cuando Byron entró, todos los ojos se fijaron brevemente en él, evaluándolo, pero no dijeron nada al respecto. Sabían que alguien iba a llegar, y su llegada no parecía haberlos sorprendido. Sin embargo, fue Komula el primero en romper el silencio con su tono mordaz.
—¿Es que no va a venir ese Marine? —gruñó, dejando caer los dados en la mesa sin siquiera mirarlos—. ¿Tan harto está de perder?
El comentario no iba dirigido a nadie en particular, pero todos entendieron la burla implícita. Los ojos del Mink brillaban con malicia mientras esperaba una respuesta. Sorvolo, por su parte, esbozó una leve sonrisa antes de tirar los dados con precisión milimétrica.
—Es curioso cómo los rumores vuelan — espetó Tribulimy en un tono suave, sin perder la compostura—. Pero tal vez nuestro querido marine ha decidido que esta vez no vale la pena arriesgarlo todo. El casino tiene esa capacidad, ¿verdad, Komula?
La sonrisa del dueño del casino era tan afilada como las cartas que usaba para sus trampas. Komula le lanzó una mirada fulminante, pero no dijo nada más. Sabía que enfrentarse directamente a Sorvolo no era prudente, al menos no en ese momento.
Li-Shin, por su parte, inhaló de su pipa y exhaló el humo con lentitud, haciendo una pequeña pausa dramática antes de intervenir.
—Ah, los hombres... siempre tan previsibles —murmuró, con una sonrisa juguetona—. Si él no viene, tal vez sea porque está... entretenido con algo más interesante. O alguien...
Sus palabras estaban impregnadas de un doble sentido que nadie en la mesa ignoró, pero que todos prefirieron dejar pasar. Li-Shin disfrutaba jugando con las emociones de los demás, y aunque parecía que estaba bromeando, siempre había una verdad oculta en sus comentarios.
Tribulimy, la jueza, continuaba en silencio. Sus ojos, pequeños y entrecerrados, seguían con atención el juego de los dados, pero no participaba en las conversaciones a menos que fuera absolutamente necesario como la anterior vez. Era como si estuviera allí solo para observar, para juzgar. Aunque su papel en esa mesa era ambiguo, todos la respetaban lo suficiente, o al menos mientras el dinero durara.
Mientras las fichas seguían pasando de mano en mano, Byron se mantuvo en silencio, escuchando, observando. Sabía que no era el momento de intervenir aún, y que cualquier paso en falso podría desencadenar algo que no podría controlar. Su objetivo estaba cerca, y la clave para alcanzarlo era ganarse la confianza, o al menos, pasar desapercibido el tiempo suficiente como para descubrir lo que necesitaba.
—Tal vez el marine simplemente no tiene agallas para enfrentarse a algo más grande que él —comentó Komula de nuevo, su tono lleno de desdén—. Ya sabes lo que dicen... aquellos que solo conocen el poder de la ley, rara vez entienden lo que es el verdadero riesgo. Aquí es donde se mide el valor —. Profirió con cierta sorna.
Li-Shin rió suavemente, su risa un canto bajo y provocador que parecía resonar en cada rincón de la sala. A pesar de la dureza de las palabras de Komula, no parecía que nadie tomara el asunto demasiado en serio. Todos los presentes estaban acostumbrados a lidiar con personas poderosas, y un marine, por muy importante que fuera, no representaba una verdadera amenaza para ellos.
—Oh, querido Komula, siempre tan agresivo... —dijo Li-Shin con voz aterciopelada—. Pero, ¿acaso no es eso lo que te hace tan adorable?
El Mink bufó, claramente molesto, pero antes de que pudiera responder, Patrick Sorvolo intervino de nuevo.
—Si seguimos así, vamos a quedarnos sin fichas antes de que el marine aparezca —comentó con una sonrisa irónica, recogiendo los dados y lanzándolos de nuevo. Las pequeñas piezas rodaron por la mesa, emitiendo un suave tintineo antes de detenerse.
Los ojos de Sorvolo brillaron con satisfacción al ver el resultado, y las fichas comenzaron a moverse a su favor. Parecía que la partida, al menos por ahora, estaba de su lado. No obstante, nadie en esa mesa apostaba solo dinero. Cada mirada, cada palabra intercambiada, era una apuesta en sí misma. Y cada uno de los presentes sabía que la verdadera jugada aún estaba por comenzar.
Byron sabía que el terreno que pisaba era peligroso; se trataba de una mesa de juego privada en el corazón de uno de los casinos más oscuros y selectos de la ciudad. Aquí, las apuestas no eran solo monetarias, y perder podría significar algo más que riquezas materiales.
La sala privada tenía un aire solemne y cargado de poder. En el centro, una mesa redonda de caoba, cuidadosamente iluminada por un candelabro de cristal, albergaba a cuatro figuras que se encontraban sumidas en su propio juego de apuestas. Byron los estudió con rapidez, reconociendo a cada uno de ellos por las descripciones que había recibido.
—Qué interesante... —murmuró la mujer esbelta y rubia con su habitual sonrisa ladeada—. Parece que tenemos un nuevo jugador. ¿Te gustan los dados, muchacho? —su tono era suave, pero no había duda de que sus palabras eran un desafío velado...
La mujer con suma presteza, lanzó los dados tan rápidamente que los ojos de Byron no pudieron ver el resultado y velozmente los ocultó bajo un cubilete, sonriendo y mirando a los ojos al muchacho.
—Yo creo... que suman 11— musitó ociosa.
—7— compartió la anciana ataviada con la toga de juez.
—Hay un 6— espetó Sorvolo, sabiamente.
—¡Es una puta suma de 7!— vociferó el pequeño Koala.
Byron había sido conducido hasta allí por aquellas misteriosas mujeres que, con movimientos elegantes, habían abierto camino entre las sombras del pasillo, llevándolo hacia el umbral de aquella sala donde el auténtico juego estaba a punto de comenzar. Mientras el joven capitán cruzaba la última puerta, las luces se atenuaban aún más, lo que daba al ambiente un tinte de clandestinidad. El sonido de los dados cayendo sobre la mesa resonaba suavemente en el aire, y el murmullo de las voces parecía deslizarse entre las sombras.
Al entrar, se encontró con una mesa circular rodeada por cuatro figuras. Las primeras impresiones fueron claras: no había espacio para la improvisación en ese lugar. Cada uno de los presentes parecía representar una parte del delicado equilibrio de poder que dominaba el casino.
En la esquina más cercana, un Mink koala de baja estatura y tono rosado, pero con una presencia que llenaba la habitación, estaba recostado en su silla de forma relajada, con un cigarro apagado colgando de la boca. Tenía la cara marcada por el desagrado, como si la mera existencia de todo lo que le rodeaba fuera un insulto a su persona. Se llamaba Komula, y aunque parecía desinteresado, su mirada era la de alguien acostumbrado a explotar en arrebatos de furia cuando las cosas no iban a su favor. Cualquier mal paso en esa mesa podría desatar una tormenta.
A su lado, casi como un contraste absoluto, una mujer que irradiaba belleza y calma estaba sentada. Li-Shin Qie, de cabellos dorados y piel impecable, vestía un kimono que resaltaba su elegancia. A pesar de que sonreía de manera constante, había una astucia en sus ojos que resultaba desconcertante. La pipa que sostenía en su mano no hacía más que acentuar su aire de sofisticación, pero los que sabían quién era realmente, comprendían que detrás de esa imagen encantadora se escondía una de las guerreras más temidas del mundo...
A continuación, un hombre de porte robusto, con la figura típica de un vaquero salido de las películas, mantenía una postura relajada mientras movía los dados con sus manos cibernéticas. Era Patrick Sorvolo, el dueño del casino. Un empresario tan despiadado como ingenioso. Las piezas de sus manos metálicas brillaban bajo la tenue luz, y cada movimiento que hacía parecía planeado al milímetro, como si todo lo que tocaba estuviera bajo su control absoluto. No era el tipo de hombre que dejaba las cosas al azar, incluso en una partida de dados.
Finalmente, en el otro extremo de la mesa, una anciana encorvada, vestida con una toga que recordaba a las de los jueces, observaba en silencio. Tribulimy, la jueza. Nadie hablaba mucho de ella, pero su mera presencia imponía respeto. Apenas se movía, y cuando lo hacía, lo hacía con una lentitud deliberada. Había algo inquietante en su silencio, como si estuviera midiendo cada palabra, cada gesto de los demás, esperando el momento adecuado para actuar.
El ambiente en la mesa estaba cargado de tensión, pero también de una calma engañosa. Las apuestas eran altas, no solo en dinero, sino en lo que cada jugador representaba. Cuando Byron entró, todos los ojos se fijaron brevemente en él, evaluándolo, pero no dijeron nada al respecto. Sabían que alguien iba a llegar, y su llegada no parecía haberlos sorprendido. Sin embargo, fue Komula el primero en romper el silencio con su tono mordaz.
—¿Es que no va a venir ese Marine? —gruñó, dejando caer los dados en la mesa sin siquiera mirarlos—. ¿Tan harto está de perder?
El comentario no iba dirigido a nadie en particular, pero todos entendieron la burla implícita. Los ojos del Mink brillaban con malicia mientras esperaba una respuesta. Sorvolo, por su parte, esbozó una leve sonrisa antes de tirar los dados con precisión milimétrica.
—Es curioso cómo los rumores vuelan — espetó Tribulimy en un tono suave, sin perder la compostura—. Pero tal vez nuestro querido marine ha decidido que esta vez no vale la pena arriesgarlo todo. El casino tiene esa capacidad, ¿verdad, Komula?
La sonrisa del dueño del casino era tan afilada como las cartas que usaba para sus trampas. Komula le lanzó una mirada fulminante, pero no dijo nada más. Sabía que enfrentarse directamente a Sorvolo no era prudente, al menos no en ese momento.
Li-Shin, por su parte, inhaló de su pipa y exhaló el humo con lentitud, haciendo una pequeña pausa dramática antes de intervenir.
—Ah, los hombres... siempre tan previsibles —murmuró, con una sonrisa juguetona—. Si él no viene, tal vez sea porque está... entretenido con algo más interesante. O alguien...
Sus palabras estaban impregnadas de un doble sentido que nadie en la mesa ignoró, pero que todos prefirieron dejar pasar. Li-Shin disfrutaba jugando con las emociones de los demás, y aunque parecía que estaba bromeando, siempre había una verdad oculta en sus comentarios.
Tribulimy, la jueza, continuaba en silencio. Sus ojos, pequeños y entrecerrados, seguían con atención el juego de los dados, pero no participaba en las conversaciones a menos que fuera absolutamente necesario como la anterior vez. Era como si estuviera allí solo para observar, para juzgar. Aunque su papel en esa mesa era ambiguo, todos la respetaban lo suficiente, o al menos mientras el dinero durara.
Mientras las fichas seguían pasando de mano en mano, Byron se mantuvo en silencio, escuchando, observando. Sabía que no era el momento de intervenir aún, y que cualquier paso en falso podría desencadenar algo que no podría controlar. Su objetivo estaba cerca, y la clave para alcanzarlo era ganarse la confianza, o al menos, pasar desapercibido el tiempo suficiente como para descubrir lo que necesitaba.
—Tal vez el marine simplemente no tiene agallas para enfrentarse a algo más grande que él —comentó Komula de nuevo, su tono lleno de desdén—. Ya sabes lo que dicen... aquellos que solo conocen el poder de la ley, rara vez entienden lo que es el verdadero riesgo. Aquí es donde se mide el valor —. Profirió con cierta sorna.
Li-Shin rió suavemente, su risa un canto bajo y provocador que parecía resonar en cada rincón de la sala. A pesar de la dureza de las palabras de Komula, no parecía que nadie tomara el asunto demasiado en serio. Todos los presentes estaban acostumbrados a lidiar con personas poderosas, y un marine, por muy importante que fuera, no representaba una verdadera amenaza para ellos.
—Oh, querido Komula, siempre tan agresivo... —dijo Li-Shin con voz aterciopelada—. Pero, ¿acaso no es eso lo que te hace tan adorable?
El Mink bufó, claramente molesto, pero antes de que pudiera responder, Patrick Sorvolo intervino de nuevo.
—Si seguimos así, vamos a quedarnos sin fichas antes de que el marine aparezca —comentó con una sonrisa irónica, recogiendo los dados y lanzándolos de nuevo. Las pequeñas piezas rodaron por la mesa, emitiendo un suave tintineo antes de detenerse.
Los ojos de Sorvolo brillaron con satisfacción al ver el resultado, y las fichas comenzaron a moverse a su favor. Parecía que la partida, al menos por ahora, estaba de su lado. No obstante, nadie en esa mesa apostaba solo dinero. Cada mirada, cada palabra intercambiada, era una apuesta en sí misma. Y cada uno de los presentes sabía que la verdadera jugada aún estaba por comenzar.
Byron sabía que el terreno que pisaba era peligroso; se trataba de una mesa de juego privada en el corazón de uno de los casinos más oscuros y selectos de la ciudad. Aquí, las apuestas no eran solo monetarias, y perder podría significar algo más que riquezas materiales.
La sala privada tenía un aire solemne y cargado de poder. En el centro, una mesa redonda de caoba, cuidadosamente iluminada por un candelabro de cristal, albergaba a cuatro figuras que se encontraban sumidas en su propio juego de apuestas. Byron los estudió con rapidez, reconociendo a cada uno de ellos por las descripciones que había recibido.
—Qué interesante... —murmuró la mujer esbelta y rubia con su habitual sonrisa ladeada—. Parece que tenemos un nuevo jugador. ¿Te gustan los dados, muchacho? —su tono era suave, pero no había duda de que sus palabras eran un desafío velado...
La mujer con suma presteza, lanzó los dados tan rápidamente que los ojos de Byron no pudieron ver el resultado y velozmente los ocultó bajo un cubilete, sonriendo y mirando a los ojos al muchacho.
—Yo creo... que suman 11— musitó ociosa.
—7— compartió la anciana ataviada con la toga de juez.
—Hay un 6— espetó Sorvolo, sabiamente.
—¡Es una puta suma de 7!— vociferó el pequeño Koala.