Ragnheidr Grosdttir
Stormbreaker
25-10-2024, 10:23 PM
Día 29 de Verano del año 724. Ocho de la mañana.
Ragn se encontraba en la cubierta del barco, envuelto en el sudor y el silencio de la madrugada, lejos del bullicio de las celebraciones y de las políticas de la isla. A pesar de la quietud de la noche, el peso en sus manos le recordaba cada segundo lo que él realmente era, un guerrero, no un diplomático, ni un líder en tiempos de paz. Levantaba las pesas con una fuerza que parecía inagotable, cada brazo sosteniendo más de cien kilos, y su cuerpo extremadamente musculado se tensaba y relucía a la luz de las escasas estrellas. Cada contracción de sus músculos era una expresión de la libertad que él siempre había buscado, la libertad de no tener que dar explicaciones ni obedecer a nadie. ¿Había estado la noche anterior de fiesta? claro, pero eso no era excusa para no ejercitarse a la hora, siempre. NUnca fallaba. Con cada repetición, Ragn expulsaba una frustración contenida desde el fin de la guerra. Los acuerdos y las alianzas entre Karina y los líderes de la isla le parecían lejanos, irrelevantes. No podía entender cómo la gente podía volver tan pronto a la rutina y los negocios, cómo la lucha parecía haberse desvanecido en el aire, reemplazada ahora por contratos y charlas interminables. Para él, lo ganado no tenía por qué pasar por mesas de negociación. Su instinto le decía que, si se ganaba una batalla, se debía vivir de acuerdo a esa victoria, no cambiarla por concesiones o compromisos. El hierro rechinaba entre sus manos y un gruñido escapaba de sus labios con cada levantamiento, mientras sus pensamientos se arremolinaban entre recuerdos de la batalla, rostros de los amigos caídos, y el eco lejano de la voz de Airgid. Había pasado una noche con ella apenas un par de días antes, una velada que había sido inesperadamente tranquila y extrañamente reconfortante. Con ella, todo era distinto, no había necesidad de hablar de guerra ni de política. Su risa sincera y su calidez le hacían sentir una paz que rara vez experimentaba. Se descubría sonriendo en su presencia, como si la vida fuera algo más que la batalla y el esfuerzo.
A pesar del atractivo de la vida que los ciudadanos parecían querer ofrecerle, con sus halagos y las invitaciones a banquetes, Ragn prefería la soledad del mar y el esfuerzo físico a la euforia pasajera de la victoria. Aunque no decía que no a comida gratis. Para ellos, él y sus compañeros eran héroes, “Liberadores de Oykot”, y en cada esquina lo saludaban como si fuera una leyenda viviente. ¿Cómo acostumbrarse? pues muy fácil. Ser idolo de masas no era su ... Bueno, no era lo que buscaba, pero había llegado de la nada, por qué no disfrutarlo. Su mirada se dirigió hacia el horizonte, el lugar en el que el cielo se fundía con el mar, y se dejó caer en un barril de madera para descansar un instante, respirando con calma, sintiendo el aire salado en su piel. Allí, en la cubierta, bajo las estrellas, era él mismo, lejos de la política, de las decisiones que otros tomaban por él. Aquel día, el destino que les esperaba era el Baratie, el icónico restaurante-barco donde Ragn había pasado meses trabajando, lugar que siempre tenía un lugar especial en su memoria. Conocía cada rincón de ese barco y a muchas de las personas que lo hacían funcionar. Aunque se trataba de una escala, para él significaba mucho más, era una especie de hogar, un lugar lleno de recuerdos y amistades que se habían forjado en las brasas de la cocina y en las historias compartidas tras largas jornadas de trabajo. Antes de que sus compañeros despertaran, Ragn caminó hasta el borde de la cubierta, donde, como siempre, tenía a mano su vieja caña de pescar. La caña era una pieza robusta, de un color negro azabache con ligeros toques plateados en las uniones. A pesar de los años y las marcas de sal y sol, el acabado seguía siendo impecable, pues Ragn cuidaba de ella como si se tratase de un talismán. Había tallado unas marcas en el mango de madera, representando cada lugar en el que había logrado una buena pesca, cada destino en el que aquella caña había sido su aliada y su escape. El tacto de la madera ya desgastada bajo sus dedos le recordaba la cantidad de veces que aquella caña había sido su compañera en las aguas solitarias, donde el único sonido era el del mar y el único objetivo, la espera.
Con una sonrisa casi imperceptible, desenrolló el sedal y lanzó el anzuelo al agua con precisión, escuchando el característico zumbido al atravesar el aire antes de sumergirse en las aguas profundas. Se inclinó sobre la borda, ajustando la tensión del carrete y sintiendo cómo el equilibrio del peso le transmitía esa conexión inquebrantable con el mar, algo que ninguna victoria o derrota podría reemplazar. Para Ragn, aquel acto simple de lanzar la caña al agua representaba más que la pesca. Era un momento de calma, de soledad buscada, de comunión con el vasto océano. Mientras la marea se mecía suavemente alrededor del barco, él observaba el movimiento del agua, esperando con paciencia, y recordaba los días en que, tras largas horas de trabajo en el Baratie, salía a pescar al final del día, en busca de paz y, con suerte, de una buena captura. Sabía que sus compañeros empezarían a despertarse en cualquier momento, y que en unas horas estarían compartiendo risas y recuerdos en el Baratie. Pero por ahora, mientras el mundo seguía durmiendo y el único sonido era el murmullo del agua, Ragn se permitía disfrutar de aquel instante de tranquilidad, solo él, su caña de pescar y el mar.
Ragn se encontraba en la cubierta del barco, envuelto en el sudor y el silencio de la madrugada, lejos del bullicio de las celebraciones y de las políticas de la isla. A pesar de la quietud de la noche, el peso en sus manos le recordaba cada segundo lo que él realmente era, un guerrero, no un diplomático, ni un líder en tiempos de paz. Levantaba las pesas con una fuerza que parecía inagotable, cada brazo sosteniendo más de cien kilos, y su cuerpo extremadamente musculado se tensaba y relucía a la luz de las escasas estrellas. Cada contracción de sus músculos era una expresión de la libertad que él siempre había buscado, la libertad de no tener que dar explicaciones ni obedecer a nadie. ¿Había estado la noche anterior de fiesta? claro, pero eso no era excusa para no ejercitarse a la hora, siempre. NUnca fallaba. Con cada repetición, Ragn expulsaba una frustración contenida desde el fin de la guerra. Los acuerdos y las alianzas entre Karina y los líderes de la isla le parecían lejanos, irrelevantes. No podía entender cómo la gente podía volver tan pronto a la rutina y los negocios, cómo la lucha parecía haberse desvanecido en el aire, reemplazada ahora por contratos y charlas interminables. Para él, lo ganado no tenía por qué pasar por mesas de negociación. Su instinto le decía que, si se ganaba una batalla, se debía vivir de acuerdo a esa victoria, no cambiarla por concesiones o compromisos. El hierro rechinaba entre sus manos y un gruñido escapaba de sus labios con cada levantamiento, mientras sus pensamientos se arremolinaban entre recuerdos de la batalla, rostros de los amigos caídos, y el eco lejano de la voz de Airgid. Había pasado una noche con ella apenas un par de días antes, una velada que había sido inesperadamente tranquila y extrañamente reconfortante. Con ella, todo era distinto, no había necesidad de hablar de guerra ni de política. Su risa sincera y su calidez le hacían sentir una paz que rara vez experimentaba. Se descubría sonriendo en su presencia, como si la vida fuera algo más que la batalla y el esfuerzo.
A pesar del atractivo de la vida que los ciudadanos parecían querer ofrecerle, con sus halagos y las invitaciones a banquetes, Ragn prefería la soledad del mar y el esfuerzo físico a la euforia pasajera de la victoria. Aunque no decía que no a comida gratis. Para ellos, él y sus compañeros eran héroes, “Liberadores de Oykot”, y en cada esquina lo saludaban como si fuera una leyenda viviente. ¿Cómo acostumbrarse? pues muy fácil. Ser idolo de masas no era su ... Bueno, no era lo que buscaba, pero había llegado de la nada, por qué no disfrutarlo. Su mirada se dirigió hacia el horizonte, el lugar en el que el cielo se fundía con el mar, y se dejó caer en un barril de madera para descansar un instante, respirando con calma, sintiendo el aire salado en su piel. Allí, en la cubierta, bajo las estrellas, era él mismo, lejos de la política, de las decisiones que otros tomaban por él. Aquel día, el destino que les esperaba era el Baratie, el icónico restaurante-barco donde Ragn había pasado meses trabajando, lugar que siempre tenía un lugar especial en su memoria. Conocía cada rincón de ese barco y a muchas de las personas que lo hacían funcionar. Aunque se trataba de una escala, para él significaba mucho más, era una especie de hogar, un lugar lleno de recuerdos y amistades que se habían forjado en las brasas de la cocina y en las historias compartidas tras largas jornadas de trabajo. Antes de que sus compañeros despertaran, Ragn caminó hasta el borde de la cubierta, donde, como siempre, tenía a mano su vieja caña de pescar. La caña era una pieza robusta, de un color negro azabache con ligeros toques plateados en las uniones. A pesar de los años y las marcas de sal y sol, el acabado seguía siendo impecable, pues Ragn cuidaba de ella como si se tratase de un talismán. Había tallado unas marcas en el mango de madera, representando cada lugar en el que había logrado una buena pesca, cada destino en el que aquella caña había sido su aliada y su escape. El tacto de la madera ya desgastada bajo sus dedos le recordaba la cantidad de veces que aquella caña había sido su compañera en las aguas solitarias, donde el único sonido era el del mar y el único objetivo, la espera.
Con una sonrisa casi imperceptible, desenrolló el sedal y lanzó el anzuelo al agua con precisión, escuchando el característico zumbido al atravesar el aire antes de sumergirse en las aguas profundas. Se inclinó sobre la borda, ajustando la tensión del carrete y sintiendo cómo el equilibrio del peso le transmitía esa conexión inquebrantable con el mar, algo que ninguna victoria o derrota podría reemplazar. Para Ragn, aquel acto simple de lanzar la caña al agua representaba más que la pesca. Era un momento de calma, de soledad buscada, de comunión con el vasto océano. Mientras la marea se mecía suavemente alrededor del barco, él observaba el movimiento del agua, esperando con paciencia, y recordaba los días en que, tras largas horas de trabajo en el Baratie, salía a pescar al final del día, en busca de paz y, con suerte, de una buena captura. Sabía que sus compañeros empezarían a despertarse en cualquier momento, y que en unas horas estarían compartiendo risas y recuerdos en el Baratie. Pero por ahora, mientras el mundo seguía durmiendo y el único sonido era el murmullo del agua, Ragn se permitía disfrutar de aquel instante de tranquilidad, solo él, su caña de pescar y el mar.