Rizzo lanzó una carcajada, mostraba su sonrisa de oreja a oreja mientras Lobo tomaba su guitarra con un ímpetu inquebrantable. Sin perder un instante, comenzó a rasguear las cuerdas, arrancando un sonido cálido y rítmico, un juego de flamenco y jazz que envolvía el Bar Mirador como una corriente juguetona. Su música se movía ligera, pero intensa, deslizándose entre las notas profundas de Lobo como si intentara desafiarlas, llevando al público a seguir el ritmo con cada acorde. Sus dedos, veloces y diestros, golpeaban y rasgaban las cuerdas de la guitarra con una técnica muy decente, transmitiendo una cadencia alegre y desenfrenada.
Al llegar a un punto álgido, Rizzo hizo algo inesperado: con un giro completo, dio una vuelta sobre sí mismo, sin detenerse ni un segundo en su toque. La bandurria giró con él, produciendo un sonido envolvente, una nota sostenida que flotó en el aire y pareció extenderse hasta el último rincón del restaurante.
La multitud estaba atrapada por el espectáculo, mientras Rizzo se reincorporaba sin perder una sola nota, sus dedos aún lanzando acordes ligeros que recordaban el baile de un pez en el agua. Su rostro reflejaba un disfrute absoluto, y su cuerpo parecía un solo con su instrumento, como si esta fuera una extensión de sí mismo, de su energía y su pasión.
Entonces, con un guiño hacia Lobo y una sonrisa pícara, ralentizó su toque, pasando a un tono bajo y profundo, una especie de murmullo musical que se deslizó entre las mesas y las sillas, capturando la atención de los espectadores que casi contuvieron la respiración. La tensión en el ambiente era palpable, y Rizzo, con la picardía chispeando en sus ojos, dejó su último acorde resonar por un segundo más, disfrutando de la expectativa del público.
— ¡Vamos, Lobo! —exclamó finalmente, su voz clara y cargada de reto. — ¿Pensaste que lo dejaría así de fácil? ¡Esta noche el Baratie es nuestro, y no se va a quedar quieto ni un segundo!
Rizzo respiró hondo, dejando que el pulso del Baratie se fundiera con el suyo propio, y por un instante, su mente voló de vuelta a los recuerdos de Rubek, la isla donde había nacido y donde cada rincón parecía hecho de música. En Rubek, la música no era solo un arte, sino la base de la vida, y su familia, reconocida por fabricar los instrumentos más bellos del North Blue, había sido su primer hogar musical. Sin embargo, aunque Rubek estaba llena de talento, Rizzo sentía que muchos se habían perdido en la obsesión por la perfección, volviendo todo un poco… robótico. Para él, la música era algo más libre y caótico, una mezcla de emoción e imperfección que no podía ser contenida en partituras. Así que, siguiendo ese impulso, había dejado su isla y viajado durante años, tocando para todo tipo de público, y fue en la Isla Kilombo, en el East Blue, donde su camino comenzó a tomar forma. Allí, tocando en tabernas y ganándose la vida nota a nota, había construido su fama hasta llegar a esta noche, en el escenario del Baratie, listo para demostrar que la música vivía más allá de la técnica.