Takahiro
La saeta verde
02-08-2024, 02:17 PM
Los marines se encontraban corriendo en formación por todas las partes de aquel campo de entrenamiento, gritaban y combatían con cualquier marine que no tuviera el color de su pañuelo. Parecía una verdadera batalla campal. ¿Serían así las guerras? Se preguntaba el peliverde, mientras un sinfín de pelotas negras iban y venían de un lado al otro del campo, golpeando a todo lo que se ponía en su camino. Le hubiera gustado no saber tan prematuramente que cada pelotazo era doloroso como un puñetazo, pero lo sufrió en sus propias carnes.
La primera de las pelotas le golpeó en la corva de su pierna derecha, haciendo que perdiera el equilibrio hacia un lado durante un breve instante, en el que una segunda esfera de goma le golpeaba en la espalda. Se incorporó con rapidez con intención de quitarse de en medio y una tercera le golpeó en la cara.
—En la cara sí que no —comentó en voz baja, agarrando su espada sin desenvainarla y comenzando a golpear todas y cada una de las pelotas que se le acercaban, mientras avanzaba hacia el frente como alma que se lleva el diablo. Era imposible que golpeara todas las que iban hacia él, es más, alguna le dio en el torso, pero era inevitable. Finalmente, cuando estaba a punto de salir del campo de entrenamiento, una última pelota se dirigía hacia él. Aferrándose al mango de su katana, como si de un bate de béisbol se tratara, golpeó la pelota con todas sus fuerzas, enviándola lejos de allí—. ¡VAMOS! —exclamó con euforia—. ¡VICTORIA!
Entonces la pelota tomó una curvatura extraña y se desvió hasta darle a una mujer en la cara. Al ver aquello, el merine corrió a gran velocidad hasta acercarse a ella y pedirle disculpas. Si bien de su boca parecía que estaban saliendo unas palabras bastante sinceras, su rostro decía todo lo contrario, pues estaba aguantándose las ganas de reírse. Era una de esas situaciones tensas que le hacían reír, y más cuando la gente que había alrededor se había quedado enmudecida.
—¿Has sido tú? —preguntó la mujer, abriendo la boca y bostezando.
Del lacrimal de sus ojos brotó una lágrima, que se apartó con la manga de su gabardina. Se trataba de una mujer entrada ya en la treintena, con unos rasgos bastante hermosos que se acentuaban gracias su cabello anaranjado y unos grandes y preciosos verdes. Eran de una tonalidad verdosa bastante extraña, pero no por ello dejaban de ser hipnóticos. Sin embargo, lo que más le llamó la atención al marine fue el físico de la mujer. Era bastante alta, superando el metro ochenta seguramente, delgada y atlética a partes iguales, y mucho más atractiva de lo que parecía físicamente. Podría decirse que era peligrosa en términos adultos.
Sin embargo, mientras analizaba a la persona que tenía delante, su mirada se postró sobre el bordado de su gabardina de oficial: «Cap. Montpellier».
—¿Tú eres la capitana Beatrice Montpellier? —le preguntó el peliverde, entregándole la carta que aún tenía en su mano—. Soy el nuevo miembro de su escuadrón. Takahiro Kenshin, para servirla —le dio un golpecito en el hombro a modo de saludo.
—¿¡Qué confianzas son esas!?
La capitana alzó el puño y le golpeó en toda la cara, tirándolo al suelo.
«Será hija de la gran…», pensó el espadachín, levantándose lo más rápido posible. Sin embargo, cuando lo hizo la capitana se había quedado dormida con la carta en la mano.
—No se lo tengas en cuenta —dijo la voz de un hombre que estaba a su lado—. Ella es así.
Segundos más tarde sonó un silbato. La prueba de las pelotas había terminado, el equipo rojo había ganado.
La primera de las pelotas le golpeó en la corva de su pierna derecha, haciendo que perdiera el equilibrio hacia un lado durante un breve instante, en el que una segunda esfera de goma le golpeaba en la espalda. Se incorporó con rapidez con intención de quitarse de en medio y una tercera le golpeó en la cara.
—En la cara sí que no —comentó en voz baja, agarrando su espada sin desenvainarla y comenzando a golpear todas y cada una de las pelotas que se le acercaban, mientras avanzaba hacia el frente como alma que se lleva el diablo. Era imposible que golpeara todas las que iban hacia él, es más, alguna le dio en el torso, pero era inevitable. Finalmente, cuando estaba a punto de salir del campo de entrenamiento, una última pelota se dirigía hacia él. Aferrándose al mango de su katana, como si de un bate de béisbol se tratara, golpeó la pelota con todas sus fuerzas, enviándola lejos de allí—. ¡VAMOS! —exclamó con euforia—. ¡VICTORIA!
Entonces la pelota tomó una curvatura extraña y se desvió hasta darle a una mujer en la cara. Al ver aquello, el merine corrió a gran velocidad hasta acercarse a ella y pedirle disculpas. Si bien de su boca parecía que estaban saliendo unas palabras bastante sinceras, su rostro decía todo lo contrario, pues estaba aguantándose las ganas de reírse. Era una de esas situaciones tensas que le hacían reír, y más cuando la gente que había alrededor se había quedado enmudecida.
—¿Has sido tú? —preguntó la mujer, abriendo la boca y bostezando.
Del lacrimal de sus ojos brotó una lágrima, que se apartó con la manga de su gabardina. Se trataba de una mujer entrada ya en la treintena, con unos rasgos bastante hermosos que se acentuaban gracias su cabello anaranjado y unos grandes y preciosos verdes. Eran de una tonalidad verdosa bastante extraña, pero no por ello dejaban de ser hipnóticos. Sin embargo, lo que más le llamó la atención al marine fue el físico de la mujer. Era bastante alta, superando el metro ochenta seguramente, delgada y atlética a partes iguales, y mucho más atractiva de lo que parecía físicamente. Podría decirse que era peligrosa en términos adultos.
Sin embargo, mientras analizaba a la persona que tenía delante, su mirada se postró sobre el bordado de su gabardina de oficial: «Cap. Montpellier».
—¿Tú eres la capitana Beatrice Montpellier? —le preguntó el peliverde, entregándole la carta que aún tenía en su mano—. Soy el nuevo miembro de su escuadrón. Takahiro Kenshin, para servirla —le dio un golpecito en el hombro a modo de saludo.
—¿¡Qué confianzas son esas!?
La capitana alzó el puño y le golpeó en toda la cara, tirándolo al suelo.
«Será hija de la gran…», pensó el espadachín, levantándose lo más rápido posible. Sin embargo, cuando lo hizo la capitana se había quedado dormida con la carta en la mano.
—No se lo tengas en cuenta —dijo la voz de un hombre que estaba a su lado—. Ella es así.
Segundos más tarde sonó un silbato. La prueba de las pelotas había terminado, el equipo rojo había ganado.