Un joven de cuerpo musculado y estatura baja se acercó al grupo de revolucionarios encubiertos sin presentarse. Lemon entendía las malas caras de sus camaradas, pues a nadie le gustan los maleducados, pero tenía una buena explicación y esperaba que todo quedase bastante claro con lo que estaba a punto de soltar.
Indirectamente se había quedado vigilando el perímetro, ¿no? Vigilando de cerca, muy de cerca, quiero decir.
-¡Hombre, tanto tiempo! ¿Cuál era tu nombre…? ¿Paco? ¿Pablo? ¿Ash Ketchum? Bueno, da igual. Te recuerdo como Pinchos -le dijo al vendedor que había conocido hacía semanas, señalando su cabello rojo y desordenado-. ¿Qué puedo decir? Haces buenas mazas, de eso no tengo ninguna duda, pero… Bueno, lo que pasa es que he decidido marcar tendencias y mira lo que llevo aquí -continuó, haciendo un gesto con la cabeza para que Pinchos se fijara en el remo y la farola que llevaba en la espalda-. ¡Jajaja! ¡¿No son geniales?! Imagínate lo que es ser golpeado por un remo, no sé qué duele más, si el golpe o la humillada.
Bien, bien, acababa de salvar a Pinchos. Un gesto inapropiado, cualquier comentario sacado de contexto, y Pinchos podía acabar como bruja en la Inquisición. Con semejante desplante, con tremenda dialéctica, Lemon dio a entender que Pinchos era un buen hombre, un amigo que… Va, no eran amigos. Ni siquiera conocía su nombre, solo era un conocido, pero le caía bien. ¿Cómo le iba a caer mal si tenía ese peinado tan gracioso? Como sea, tenía que seguir hablando para no levantar sospechas.
-Hemos venido a vender frutas, ¿sabes? Si nos compras toda la mercancía, prometo hacerte un buen descuento. Espera, eso no lo decido yo, ella es la jefa -dijo, apuntando con el pulgar a la Sargento que hacía cosas de sargento allá atrás-. Bueno, compañero, ha sido un placer verte. Luego te invito una o dos cervezas y después vamos por algo más fuerte, ya sabes, una petaquita de ron o unos chupitos de tequila, cualquier cosa pa’ pasarlo bien. ¡Y pásate por la plaza para comprarnos frutas, joder! -agregó Lemon, dándole palmazos suaves pero firmes en la espalda a Pinchos.
Luego de la tan bonita y totalmente sorpresiva intervención de Pinchos, que esperaba que le estuviese yendo de puta madre, Lemon siguió a sus camaradas. Estaba allí en nombre de la Causa y no tenía tiempo para juegos ni tonteras. Bueno, puede que hubiera un poco de tiempo para zamparse unos tequilazos a la vena con su compadre Pinchos, pero eso sería luego de asegurar la integridad de la misión.
Luego de un rato, la diligencia llegó a la plaza. Lemon soltó un silbido, pero no es que significase una buena sorpresa, sino más bien todo lo contrario. El espacio era pequeño, había unas pocas tiendas y un montón de gente. ¿Es que acaso no se puede esperar algo mejor de un pueblucho? No es que los discriminase… Bueno, sí, lo hacía. ¡Pero no con mala intención! Sucede que el revolucionario creció en una gran ciudad, una realmente enorme, y los puestos establecidos en torno a la plaza central ofrecían toda clase de productos y extravagancias. A pesar de llevar un buen tiempo dentro de la Armada le costaba deshacerse de su antigua visión del mundo, de sus privilegios.
Mientras sus compañeros cargaban las cajas y trabajaban con pasión, Lemon se ocupaba de darles instrucciones claras como “por ahí está bien” o “déjalo ahí, pero que no se lo roben”. Nada de cargar cajas, que no es ningún temporero ni pioneta. Es un maldito Soldado del Ejército Revolucionario. Como sea, siguió a la Sargento con la mirada y la descubrió encontrándose con el amante. Feo, aburrido y flacucho. Nada en él destacaba lo suficiente como para verlo como un rival del amor. ¿Se había enamorado de la Sargento? ¡Claro que no! Pero necesitaba un poco de rivalidad dentro del grupo y qué mejor que una rivalidad de amor.
Pasó una hora, lo que parecieron semanas enteras para Lemon, hasta que finalmente todo estaba preparado para iniciar… ¿Iniciar qué cosa exactamente? No tenía idea pues poca atención prestaba a los detalles, pero el puesto estaba montado. ¿Quién lo había hecho? Tampoco sabía, había estado muy ocupado supervisando y dando instrucciones para nada útiles. Entre que ofrecía la fruta a precio ganga para eliminar a la competencia, pues no debía preocuparse del ROI ni de otros parámetros que cualquier mercader medianamente inteligente conoce, contempló al viejo.
El viejo era una celebridad, iba rodeado de gente joven que lo idolatraba como si fuera una especie de figura religiosa, una deidad. Se veía buena onda, no como el tonto del amante. Confidente. Lo que sea. Por un momento pensó en ofrecerle tres bananas a cambio de las gafas que llevaba, pero no quería faltarle el respeto y tirar a la basura todo el trabajo que había hecho.
-¡Jajaja! ¡El peso del mundo descansa en los hombros de las nuevas generaciones! -añadió Lemon al comentario del viejo, riéndose escandalosamente como siempre-. ¿Quieres una banana? Toma, es gratis. Las nuevas generaciones no solo trabajamos como burros, también somos generosos.
No supo si aceptaría o no la banana pues algo sucedió. No entendía nada, todo fue demasiado rápido. De pronto, vio al amante desenvainar su espada de juguete, que parece que no era de juguete, y blandirla frente al rostro del viejo. ¡¿Q-Q-Qué?! ¡¿El amante asesinó al viejo?!
-¡¡¡KYAAAAAAA!!! -gritó Lemon, no como una niña llorona y asustada, sino como un macho de pecho peludo y voz grave. Pero gritó, y se escuchó bastante-. Ejem, ejem, lo siento. Me dejé llevar por la situación.
Y, como no podía ser de otra manera, las cosas iban endemoniadamente rápido. Matisse ordenó a la Sargento perseguir al tipo y a los gemelos y a Lemon asegurar el perímetro sin revelarse como militares. O más bien, paramilitares.
Sin embargo, Lemon tenía problemas con la autoridad, no por nada se había unido al Ejército Revolucionario, y quería brillar más que nadie para demostrarle a esos tontos del Departamento de Promoción y Buenas Costumbres que estaba preparado para ser Comandante Supremo, que había nacido listo para la acción. Por lo mismo, hizo como que no escuchó la orden de su superior -se excusaría con que había mucho griterío- y se quedó junto al viejo.
-¡Oye, viejo, dime que estás bien! ¡¿Cuántos dedos ves aquí?! -le preguntó, escondiendo tres y mostrando dos. De responder correctamente, haría trampa y escondería dos para mostrar tres-. ¡No, no, no! ¡Llamado de emergencia! ¡Repito! ¡Llamado de emergencia! ¡Tenemos un herido aquí!
Y entonces, comenzó a cantar en silencio mientras todo sucedía a su alrededor:
-Ven y sana mi dolor, wooooh, oh… Tienes la cura de este amor oh, oh, oh… Hago este llamado para que tú vuelvas, ¿tú no ve’ que estoy sufriendo, que es muy dura esta prueba?