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[Autonarrada] Los orígenes de la cazadora dorada (parte 1)
Bora
la cazadora dorada
Bora nació en una tribu mink en la zona sur de la isla de Rudra. Pocos imaginarían que en un lugar tan inhóspito la vida fuera posible, pero el asentamiento de su tribu, con fuertes raíces en la caza y la artesanía, era autosuficiente y apenas necesitaba de los recursos de los demás habitantes de la isla.

Desde muy joven, Bora demostró un talento innato para la caza. Sus movimientos eran gráciles, veloces y silenciosos, cualidades dignas del depredador que llevaba en la sangre. Durante su juventud, pasaba largas horas entrenando con los cazadores más experimentados, perfeccionando sus habilidades físicas y dominando el arte del rastreo.

Aquella noche era especial. La luz de Luna llena apenas lograba atravesar la frondosidad de la selva, creando reflejos danzantes en los arbustos y en los senderos naturales. Una suave brisa marina inundaba la jungla con un aroma salino, entremezclado con el dulzor de los frutos maduros de los árboles exóticos que los rodeaban. Era la noche del ritual de iniciación de Bora, su primera caza en solitario, una prueba vital para ser reconocida como cazadora por su tribu.

El desafío consistía en cazar en una zona dominada por manadas de gatos monteses, animales territoriales y letales. Pasaron algunas horas en la penumbra, y lo único visible eran dos pequeños orbes dorados que se movían con una agilidad desconcertante: los ojos de Bora, que escrutaban el entorno con una intensidad casi hipnótica. No buscaba una presa fácil ni apartada de su grupo; anhelaba un verdadero reto.
Fue entonces cuando avistó a la manada: un macho dominante, una hembra y dos crías, camuflados entre la vegetación. El latido de su corazón se acompasó con el murmullo de la selva, y supo que había llegado el momento de demostrar su valía. Se agazapó entre la maleza, su respiración controlada, sincronizada con los sonidos de la selva. Desde su escondite, observaba al macho dominante: un imponente felino de pelaje oscuro y ojos amarillentos que brillaban bajo la tenue luz lunar. Sus músculos tensos revelaban su poderío, y su mirada vigilante demostraba que estaba acostumbrado a imponerse.

La mink analizó cada uno de sus movimientos, estudiando su comportamiento y los patrones de la manada. Notó cómo el macho marcaba con sus garras el tronco de un árbol cercano, mientras la hembra y las crías permanecían cerca, confiadas bajo su protección. Este depredador no se distraía con facilidad; cada sonido y cada brisa eran sometidos a su escrutinio, y un error de Bora podría costarle la vida.
Decidió rodear el claro lentamente, cada paso calculado para no quebrar una rama ni agitar la vegetación. Sus instintos estaban en alerta máxima, cada músculo en su cuerpo preparado para reaccionar en un instante. Al fin, encontró un ángulo de ataque. Debía ser precisa; un enfrentamiento directo sería suicida.

El viento cambió levemente de dirección, llevando su olor hacía la manada. El macho levantó la cabeza y olfateó el aire. Sus orejas se erizaron, y un gruñido bajo resonó en la oscuridad. Bora no tuvo más tiempo: este era el momento.
Con la agilidad de un rayo, se lanzó desde su posición. En un parpadeo, ya estaba sobre el lomo del felino, sus garras desenvainadas. El gato montés rugió furioso, girando y tratando de sacudirse al intruso con fuerza brutal. Pero Bora se mantuvo aferrada, utilizando su equilibrio y destreza para evitar las fauces y zarpas del animal.

En medio del forcejeo, la mink usó toda su fuerza para clavar sus garras en los flancos del felino y morder su cuello. El tiempo pareció detenerse; solo se escuchaban los gruñidos y resuellos de ambos, en una lucha feroz por la supremacía. El macho se sacudió con un último intento desesperado, pero Bora no cedió.

Finalmente, el gato montés se desplomó, derrotado. La respiración de Bora era agitada, pero sus ojos dorados seguían fijos, ahora en calma, mientras observaba como el resto de la manada huía despavorida.

Había triunfado. Bora se levantó, sintiendo la sangre cálida en sus manos y el aire frío en su rostro. Había cazado al macho dominante y, con ello, había sellado su destino como cazadora de su tribu.

Cubrió el rastro del enfrentamiento con polvo de lavanda, ya que era consciente de que aquel aroma que para muchos era atrayente para los gatos monteses era como un golpe directo a su sentido olfativo, y emprendió su viaje hasta su campamento base.
Unos días antes de comenzar su ritual de iniciación se había establecido cerca de un pequeño lago a las afueras del territorio de los felinos, y lo había rodeado con aquel polvo violáceo para su propia seguridad, no mentiría por su naturaleza mink enrazada con los guepardos, aquel olor tampoco le era agradable, pero agradecía que su parte humana la ayudase a soportarlo.

A la llegada al campamento dejó caer con un ruido sordo a su presa a un lado del lago, lavó sus manos y se dispuso a sacar su cuchillo de caza, la presa había perdido gran parte de su sangre en la batalla y prácticamente el resto en el camino; era el momento de crear con sus propias manos su trofeo de caza, aquel que le recordase siempre que había sido capaz de sobrepasar sus límites, de igualar a los que eran sus ídolos.
Introdujo el filo del cuchillo en la piel del animal, notando la resistencia del propio pelaje a ser arrebatado, pero todo sería aprovechable, todo tendría un uso, la piel iría en su mayoría para los artesanos de la aldea, y la carne que no aprovechase ella, se la comerían los propios carroñeros de la zona, pues en el camino hasta el asentamiento de la tribu se malograría.

Una vez desolló al animal por completo se dispuso a desguazarlo, si fuese una cazadora inexperta se hubiese dedicado a golpear su presa sin ton ni son por donde pudiese tratando de cortarla simplemente en porciones manejables, pero no era su primera vez. Durante las incursiones de entrenamiento con los cazadores aprendió observando de ellos, como cada animal se podía despiezar de manera grácil casi sin esfuerzo, sólo dejando deslizar la hoja del cuchillo por las hendiduras de las articulaciones, donde el único impedimento de su cuchilla podían ser los tendones que se rendían ante el cortante filo. Impasible sesgó el vientre del animal, para poder introducir su mano y sacar todas aquellas partes del animal que no tenían ningún tipo de aprovechamiento, como las entrañas, los pulmones o el corazón, que terminarían siendo la cena de algún carroñero, entre crujidos, tirones y salpicaduras terminó ensartando el cuerpo del animal en una lanza para poder ponerlo a asar en la fogata.

¿Qué quedaba entonces? la cabeza del animal, de ella sacaría los brazales que aún hoy en día sigue conservando. Para ello utilizó la parte más dañina de cualquier depredador, aquella que muestra de primeras para intimidar a su presa, para infundir miedo y mostrar superioridad, sus dientes, sus colmillos. Los extrajo uno a uno haciendo pequeñas incisiones en la encía para luego usarla de apoyo y hacer palanca. Los lavó en el lago, los limó y talló en ellos las runas sagradas de su tribu, con dos tiras de cuero casi tan finas como el hilo trenzadas, ensambló todas las piezas y se las colocó en ambos brazos, ahora formaban parte de ella, parte de su historia.

Satisfecha por el trabajo que había realizado y con la prueba de ello en su cuerpo se dispuso a entrar en el lago, dejó sus ropajes ensangrentados en una piedra cercana, tendría que lavarlos después para poder llevarlos de vuelta, sin duda, haber elegido aquel atuendo rojizo oscuro y las pieles de cuero que se fabricaban en la aldea había sido una buena idea.

Comenzó entonces a adentrarse sintiendo como con cada paso el agua casi helada la devolvía a sus sentidos, el contraste del calor de su cuerpo tras la batalla y la temperatura del agua hacía que brotase de ella un tenue vapor, cuando por fin sumergió su cabellera dorada por completo, su cuerpo volvió en sí, toda la tensión de sus músculos y la adrenalina había desaparecido, emergió entonces de golpe, soltando una bocanada de aire dándose cuenta entonces de que había logrado el hito de todos aquellos grandes cazadores de su tribu que la habían precedido.

A la mañana siguiente emprendería el camino de vuelta a la aldea, sin saber que en el camino se encontraría con su verdadero destino.
#1


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Los orígenes de la cazadora dorada (parte 1) - por Bora - 29-10-2024, 10:58 PM

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