Balagus
-
03-11-2024, 05:26 AM
Aun sintiendo sus brazos pesados y lentos como sacos de patatas, Balagus se las arregló para arrancar un buen tajo a una de las garras del monstruo. Sin embargo, no lo vio retroceder, ni alterarse, ni reaccionar en la más mínima manera al ataque. El oni se frenó en su furia violenta, tomando aire en grandes y lentas bocanadas para recuperar el aliento. ¿Estaba acaso muerta la criatura ya? Por lo que había visto hasta el momento, no parecía que aquel leviatán pudiera elaborar planes como hacerse el muerto para tomarles por sorpresa, pero tampoco podía renunciar a todas las posibilidades.
Cerca, a apenas un par de metros de él, pudo un enorme pedazo de garra, desprendido durante la lucha. Era tan grande como un cuchillo largo, y, a ojo, Balagus sopesaba que pesaría el doble. Antes de que pudiera acercarse a recogerla con tranquilidad, la bestia comenzó a caer, inerte, tan grande como era. Reaccionando rápidamente, el oni corrió hacia el trofeo y lo tomó, echando a correr y escapando de ser aplastado por el inmenso cadáver por muy poco. De lo que no pudo escapar, por supuesto, fue del movimiento de agua que causó tras ello, y que lo llevó, incontrolablemente y con toda la fuerza del mar, hasta la mitad más alejada de la cueva.
Escupió y tosió el agua salada mezclada con los asquerosos fluidos vitales de la bestia. Ya estaba pensando en cuánta falta le hacía un día entero de descanso en cama y junto a un barril de cerveza, cuando más temblores siguieron zarandeando y destrozando el lugar. Esta vez, no obstante, era la propia cueva quien les atacaba, desgajando estalactitas de hielo desde el techo y arrojándoselas con rabia vengativa.
- Tienes que estar de puta broma…- Masculló entre dientes, mientras aferraba su hacha de batalla y echaba a correr hacia donde recordaba que estaba la salida.
Al principio fue bien: cargando su Haki en su cabeza y su espalda, pues supuso que, de caerle alguna, le caerían allí, logró esquivar una esquirla y reventar otra antes de que le impactara. Sin embargo, otra le logró alcanzar, arrancándole un aullido de dolor. Pudo esquivar otra en el último momento, y partir una más a pesar de la debilidad de sus brazos, pero la urgencia por alcanzar la salida le cegó demasiado, y su cansado cuerpo no pudo rechazar las otras cinco estalactitas que le laceraron sin compasión.
Y allí no había acabado todo: Octojin, que ya había llegado antes que él, estaba golpeando una puta pared de rocas desprendidas, que obstruían lo que sin duda era nuestra salida. Además, la última venganza del Terror de Goza estaba por mostrárseles aún: una nube de gases siniestros y turbios habían abandonado el cuerpo de la bestia a causa de las grandes estalactitas que caían, y se acercaba peligrosamente hacia ellos.
- ¡Madre Tierra, sé que no te he rezado en años, y que mi padre te tomaba por el pito del sereno, PERO TE JURO QUE NO VAS A CONSEGUIR MATARME AQUÍ Y AHORA, PERRA DESAGRADECIDA! – Bramó, retando a la deidad que sus ancestros consideraban la madre de todas las islas.
Junto al gyojin tiburón, Balagus levantó su hacha y la lanzó con ferocidad contra la pared de rocas, tratando de ayudar a sus compañeros a salir de allí lo antes posible. Cada movimiento de sus brazos era una oleada de dolorosos calambrazos que le hacían apretar con fuerza los dientes, pero debía poner toda la fuerza que le quedase en tratar de salir de allí, o moriría de la forma más lamentable y estúpida posible: habiendo derrotado a su enemigo.
Cerca, a apenas un par de metros de él, pudo un enorme pedazo de garra, desprendido durante la lucha. Era tan grande como un cuchillo largo, y, a ojo, Balagus sopesaba que pesaría el doble. Antes de que pudiera acercarse a recogerla con tranquilidad, la bestia comenzó a caer, inerte, tan grande como era. Reaccionando rápidamente, el oni corrió hacia el trofeo y lo tomó, echando a correr y escapando de ser aplastado por el inmenso cadáver por muy poco. De lo que no pudo escapar, por supuesto, fue del movimiento de agua que causó tras ello, y que lo llevó, incontrolablemente y con toda la fuerza del mar, hasta la mitad más alejada de la cueva.
Escupió y tosió el agua salada mezclada con los asquerosos fluidos vitales de la bestia. Ya estaba pensando en cuánta falta le hacía un día entero de descanso en cama y junto a un barril de cerveza, cuando más temblores siguieron zarandeando y destrozando el lugar. Esta vez, no obstante, era la propia cueva quien les atacaba, desgajando estalactitas de hielo desde el techo y arrojándoselas con rabia vengativa.
- Tienes que estar de puta broma…- Masculló entre dientes, mientras aferraba su hacha de batalla y echaba a correr hacia donde recordaba que estaba la salida.
Al principio fue bien: cargando su Haki en su cabeza y su espalda, pues supuso que, de caerle alguna, le caerían allí, logró esquivar una esquirla y reventar otra antes de que le impactara. Sin embargo, otra le logró alcanzar, arrancándole un aullido de dolor. Pudo esquivar otra en el último momento, y partir una más a pesar de la debilidad de sus brazos, pero la urgencia por alcanzar la salida le cegó demasiado, y su cansado cuerpo no pudo rechazar las otras cinco estalactitas que le laceraron sin compasión.
Y allí no había acabado todo: Octojin, que ya había llegado antes que él, estaba golpeando una puta pared de rocas desprendidas, que obstruían lo que sin duda era nuestra salida. Además, la última venganza del Terror de Goza estaba por mostrárseles aún: una nube de gases siniestros y turbios habían abandonado el cuerpo de la bestia a causa de las grandes estalactitas que caían, y se acercaba peligrosamente hacia ellos.
- ¡Madre Tierra, sé que no te he rezado en años, y que mi padre te tomaba por el pito del sereno, PERO TE JURO QUE NO VAS A CONSEGUIR MATARME AQUÍ Y AHORA, PERRA DESAGRADECIDA! – Bramó, retando a la deidad que sus ancestros consideraban la madre de todas las islas.
Junto al gyojin tiburón, Balagus levantó su hacha y la lanzó con ferocidad contra la pared de rocas, tratando de ayudar a sus compañeros a salir de allí lo antes posible. Cada movimiento de sus brazos era una oleada de dolorosos calambrazos que le hacían apretar con fuerza los dientes, pero debía poner toda la fuerza que le quedase en tratar de salir de allí, o moriría de la forma más lamentable y estúpida posible: habiendo derrotado a su enemigo.