Atlas
Nowhere | Fénix
06-11-2024, 02:01 PM
Como bien describes, alcanzas la posición donde todos ellos se han detenido y comienzas tu discurso de paz. Mientras hablas, la tensión en el ambiente va subiendo como el vapor dentro de una olla a presión. Alfred mantiene un gesto serio y, evidentemente, algo preocupado al tiempo que aferra una pequeña mochila contra su pecho. Antes no te habías fijado en ella. Es normal, sobre todo después de tantas horas trabajando a pleno sol y sin apenas descanso. Además, la conversación en sí misma y las inquietudes que te ha generado son más que suficientes para que no hayas reparado en ese detalle. Sea como sea, lo cierto es que esa especie de aura que desprendes, ese carisma, logra que tres de los cuatro hermanos se volteen a mirarte un momento.
Por desgracia, en sus ojos puedes ver que están dispuestos a cualquier cosa menos a pararse a negociar serenamente o intentar llegar una cuerdo que evite el combate. Si la codicia tuviese algún reflejo en la mirada humana, éste quedaría perfectamente plasmado en los ojos de los cuatro hermanos que acorralan al pobre Alfred. Dan pequeños y cortos pasos en su dirección, perfectamente sincronizados y de una longitud similar a pesar de la diferencia de tamaño entre ellos. El médico, por su parte, cada vez se encuentra más apretado contra la pared. Resulta sorprendente, si me preguntas y te interesa mi opinión —si no, nada— que a pesar de saber quién eres, haber hecho buenas migas contigo y ver que vas armado, no solicite tu ayuda. Ni siquiera te dirige una mísera mirada suplicante. ¿Será orgullo? ¿No quiere deberle nada a nadie? ¿Desconfianza en lo más profundo de su ser? A saber. Por el contrario, rastrea y escanea los alrededores con fugaces y rápidos vistazos en busca de alguna salida que le permita perder a sus perseguidores. Sin embargo, como te dije antes, no hay escapatoria realista.
Alfred comienza a ponerse de lado, orientando su pierna derecha —seguramente la dominante— hacia ellos por si fuese necesario darles alguna patada cuando se abalancen sobre él. Aunque, por otro lado, los gestos de los hermanos hacen dudar de si se van a conformar simplemente con darle un par de golpecitos. Por la forma en que todos se miran entre sí —Alfred y los hermanos, quiero decir— cualquiera diría que se conocen de antes.
—Lo que este ladronzuelo y nosotros tengamos entre manos es algo que no afecta al reino, a la Revolución ni a nada que tenga que ver contigo, chaval —te dice entonces precisamente el único que no te ha mirado—. Tenemos un asunto que resolver y aquí no hay lugar para charlitas de caridad.
De buenas a primeras y perfectamente coordinados, los cuatro se lanzan a por el pobre habitante de Ciudad Orange. Dos de ellos van con el puño en alto y buscan golpear su cabeza, mientras que los otros dos buscan propinarle una patada en el costado derecho y un puntapié en el abdomen. Al ver tantas ofensivas ser lanzadas en su dirección al mismo tiempo, Alfred se da la vuelta para proteger su bolsa, se dobla sobre sí mismo y espera los golpes. Si te fijas, desde tu posición puedes ver cómo la fuerza con la que aferra su tesoro provoca que los dedos adquieran un color blanquecino.
Por desgracia, en sus ojos puedes ver que están dispuestos a cualquier cosa menos a pararse a negociar serenamente o intentar llegar una cuerdo que evite el combate. Si la codicia tuviese algún reflejo en la mirada humana, éste quedaría perfectamente plasmado en los ojos de los cuatro hermanos que acorralan al pobre Alfred. Dan pequeños y cortos pasos en su dirección, perfectamente sincronizados y de una longitud similar a pesar de la diferencia de tamaño entre ellos. El médico, por su parte, cada vez se encuentra más apretado contra la pared. Resulta sorprendente, si me preguntas y te interesa mi opinión —si no, nada— que a pesar de saber quién eres, haber hecho buenas migas contigo y ver que vas armado, no solicite tu ayuda. Ni siquiera te dirige una mísera mirada suplicante. ¿Será orgullo? ¿No quiere deberle nada a nadie? ¿Desconfianza en lo más profundo de su ser? A saber. Por el contrario, rastrea y escanea los alrededores con fugaces y rápidos vistazos en busca de alguna salida que le permita perder a sus perseguidores. Sin embargo, como te dije antes, no hay escapatoria realista.
Alfred comienza a ponerse de lado, orientando su pierna derecha —seguramente la dominante— hacia ellos por si fuese necesario darles alguna patada cuando se abalancen sobre él. Aunque, por otro lado, los gestos de los hermanos hacen dudar de si se van a conformar simplemente con darle un par de golpecitos. Por la forma en que todos se miran entre sí —Alfred y los hermanos, quiero decir— cualquiera diría que se conocen de antes.
—Lo que este ladronzuelo y nosotros tengamos entre manos es algo que no afecta al reino, a la Revolución ni a nada que tenga que ver contigo, chaval —te dice entonces precisamente el único que no te ha mirado—. Tenemos un asunto que resolver y aquí no hay lugar para charlitas de caridad.
De buenas a primeras y perfectamente coordinados, los cuatro se lanzan a por el pobre habitante de Ciudad Orange. Dos de ellos van con el puño en alto y buscan golpear su cabeza, mientras que los otros dos buscan propinarle una patada en el costado derecho y un puntapié en el abdomen. Al ver tantas ofensivas ser lanzadas en su dirección al mismo tiempo, Alfred se da la vuelta para proteger su bolsa, se dobla sobre sí mismo y espera los golpes. Si te fijas, desde tu posición puedes ver cómo la fuerza con la que aferra su tesoro provoca que los dedos adquieran un color blanquecino.