Juuken
Juuken
06-11-2024, 08:30 PM
Cuando te aproximas a darles esos onigiris, ves una mirada de agradecimiento y en la mirada del tigre grande. Es casi como si te estuvieran entendiendo, como si comprendiesen lo que ha ocurrido ahí y que, realmente, has tenido la bondad de ayudar a su cría y protegerla de esas dos bestias. Tu gran amigo acepta el Onigiri, pero aunque la madre del pequeño te lo acepta, no se lo come, no todavía al menos, lo sujeta con la boca pero lo deja en el suelo. A continuación lo que hace es darte un lametón tanto en la mano como en la cara. Tú entiendes mejor cómo funcionan las conductas felinas, pero a mi parecer creo que te está profundamente agradecida.
De pronto notas que sus orejas se ponen tensas, algo está escuchando que no llegas a percibir, pero tú sigues con lo tuyo. Te das la vuelta y te despides de ellos, casi al borde del llanto. Notas que Sunōfurēku rinde buena cuenta del onigiri que estaba en el suelo, robándoselo a su madre, aunque en un principio parecía que ella se lo había dejado al pequeño. Escuchas un pequeño sonido, no era un gruñido, ni mucho menos, si a algo se parecía, era a un reclamo, el pequeñajo quería seguir, pero notas la presteza en los pasos a tu espalda. La madre cogió a Sunōfurēku y se perdieron de vista, ahora estabas tú en los restos del carromato, con los cadáveres todavía calientes de dos de esas criaturas, que comenzabas a intentar dejar atrás.
Pero antes de que pudieras alejarte, casi al instante de que los dos tigres blancos desaparecieran, escuchas jaleo delante de tí. Un pequeño grupo de humanos, cargados con orcas y antorchas llegan hasta tu posición. Puedes reconocer a dos personas, uno de ellos, el que lidera el pelotón, no es otro que el señor Bill, el propietario de aquella carreta, otro que está a su lado era un lameculos que, en el jaleo montado en el pueblo, estuvo a su lado en todo momento.
-¡Ahí está la bestia!
Clamó Bill cuando te vio. Se formó jaleo, pero de pronto todos se calmaron, o más bien, se asustaron. Pudiste ver como ese que te acusaba estaba con las piernas temblando, como un gran cobarde, dando un par de pasos hacia atrás, hasta que se chocó contra otro de los ciudadanos, que simplemente le dió un empujón, éste cayó al suelo.
-¡Espabila Bill! ¿Estás ciego o qué?
Se quedó señalándote. Puede que no te hubieras dado cuenta, pero de tus manos todavía brotaba la sangre de aquellas dos bestias que yacían muertas, cada una en un lado, también tenías alguna que otra salpicadura por el rostro y el pelaje. Esos últimos golpes que habías propinado a los tigres, habían provocado que sangre salpicara por todas partes, pero ni siquiera te habías percatado por el fragor de la batalla y los acontecimientos que sucedieron justo después.
-Mira sus manos, y mira allí -señaló al lado del carromato, donde yacía el cadáver del tigre con la yugular destrozada-. Este tipo se ha cargado a los tigres que te atacaron. Le debes una -le sacudió una colleja como un padre que castiga a su hijo-. Espabila, mono meón. El gato te ha salvado el negocio.
En ese preciso instante te das cuenta de dos cosas. En primer lugar ves cómo algunos de esos pueblerinos te miran y asienten, otros te aplauden por lo bajo, alabando tu portentosa fuerza y tu valor para haber ido hasta ahí tú solo, con lo peligroso que podía haber sido aquello. Algunos se acercan a tí y te solicitan su ayuda, te preguntan si estás herido o si necesitas algo, si hubiera algo que pudieran hacer por tí, estaban dispuestos a ayudar, así como llevarte de vuelta a la villa. Como un héroe.
-Nos enteramos de que viniste tú solo -comienza a decirte uno, por su aspecto es bastante jóven-. No podíamos permitir que un forastero se jugase el pellejo... bueno, -te mira de arriba abajo- el pelaje en tu caso. Pero no podíamos dejar que lo hicieras por nosotros, así que vinimos a ayudar. Pero parece que no nos necesitabas.
Tal vez incluso fue suerte, si esos tipos hubiesen ido, tal vez Sunōfurēku no habría corrido la misma suerte, pronto le habrían acusado y atacado. La pobre criatura no habría tenido nada que hacer contra esos. Pero mejor no pensar lo que podría haber pasado, con esas grandes horcas y esas antorchas llenas de brea. Mejor no pensarlo, ¿no?
Otra cosa de la que te das cuenta, es que te viene un olor muy similar, bastante desagradable y con unos matices a vinagre, algo que ya habías olido anteriormente, mientras inspeccionabas el carro. No tardas en darte cuenta de dónde proviene mientras escuchas un pequeño coro que casi está muriendo de risa con Bill en el centro. Tenía los pantalones con una mancha de humedad que iba desde su entrepierna hasta los pies. Creo que ya sabes de quién era ese orín que oliste cuando llegaste al carromato.
De pronto notas que sus orejas se ponen tensas, algo está escuchando que no llegas a percibir, pero tú sigues con lo tuyo. Te das la vuelta y te despides de ellos, casi al borde del llanto. Notas que Sunōfurēku rinde buena cuenta del onigiri que estaba en el suelo, robándoselo a su madre, aunque en un principio parecía que ella se lo había dejado al pequeño. Escuchas un pequeño sonido, no era un gruñido, ni mucho menos, si a algo se parecía, era a un reclamo, el pequeñajo quería seguir, pero notas la presteza en los pasos a tu espalda. La madre cogió a Sunōfurēku y se perdieron de vista, ahora estabas tú en los restos del carromato, con los cadáveres todavía calientes de dos de esas criaturas, que comenzabas a intentar dejar atrás.
Pero antes de que pudieras alejarte, casi al instante de que los dos tigres blancos desaparecieran, escuchas jaleo delante de tí. Un pequeño grupo de humanos, cargados con orcas y antorchas llegan hasta tu posición. Puedes reconocer a dos personas, uno de ellos, el que lidera el pelotón, no es otro que el señor Bill, el propietario de aquella carreta, otro que está a su lado era un lameculos que, en el jaleo montado en el pueblo, estuvo a su lado en todo momento.
-¡Ahí está la bestia!
Clamó Bill cuando te vio. Se formó jaleo, pero de pronto todos se calmaron, o más bien, se asustaron. Pudiste ver como ese que te acusaba estaba con las piernas temblando, como un gran cobarde, dando un par de pasos hacia atrás, hasta que se chocó contra otro de los ciudadanos, que simplemente le dió un empujón, éste cayó al suelo.
-¡Espabila Bill! ¿Estás ciego o qué?
Se quedó señalándote. Puede que no te hubieras dado cuenta, pero de tus manos todavía brotaba la sangre de aquellas dos bestias que yacían muertas, cada una en un lado, también tenías alguna que otra salpicadura por el rostro y el pelaje. Esos últimos golpes que habías propinado a los tigres, habían provocado que sangre salpicara por todas partes, pero ni siquiera te habías percatado por el fragor de la batalla y los acontecimientos que sucedieron justo después.
-Mira sus manos, y mira allí -señaló al lado del carromato, donde yacía el cadáver del tigre con la yugular destrozada-. Este tipo se ha cargado a los tigres que te atacaron. Le debes una -le sacudió una colleja como un padre que castiga a su hijo-. Espabila, mono meón. El gato te ha salvado el negocio.
En ese preciso instante te das cuenta de dos cosas. En primer lugar ves cómo algunos de esos pueblerinos te miran y asienten, otros te aplauden por lo bajo, alabando tu portentosa fuerza y tu valor para haber ido hasta ahí tú solo, con lo peligroso que podía haber sido aquello. Algunos se acercan a tí y te solicitan su ayuda, te preguntan si estás herido o si necesitas algo, si hubiera algo que pudieran hacer por tí, estaban dispuestos a ayudar, así como llevarte de vuelta a la villa. Como un héroe.
-Nos enteramos de que viniste tú solo -comienza a decirte uno, por su aspecto es bastante jóven-. No podíamos permitir que un forastero se jugase el pellejo... bueno, -te mira de arriba abajo- el pelaje en tu caso. Pero no podíamos dejar que lo hicieras por nosotros, así que vinimos a ayudar. Pero parece que no nos necesitabas.
Tal vez incluso fue suerte, si esos tipos hubiesen ido, tal vez Sunōfurēku no habría corrido la misma suerte, pronto le habrían acusado y atacado. La pobre criatura no habría tenido nada que hacer contra esos. Pero mejor no pensar lo que podría haber pasado, con esas grandes horcas y esas antorchas llenas de brea. Mejor no pensarlo, ¿no?
Otra cosa de la que te das cuenta, es que te viene un olor muy similar, bastante desagradable y con unos matices a vinagre, algo que ya habías olido anteriormente, mientras inspeccionabas el carro. No tardas en darte cuenta de dónde proviene mientras escuchas un pequeño coro que casi está muriendo de risa con Bill en el centro. Tenía los pantalones con una mancha de humedad que iba desde su entrepierna hasta los pies. Creo que ya sabes de quién era ese orín que oliste cuando llegaste al carromato.