Silvain Loreth
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10-11-2024, 02:05 PM
(Última modificación: 11-11-2024, 08:10 PM por Silvain Loreth.)
Día 68 de Verano del 724
Había sido una mañana bastante pesada, ¿para qué mentir? En cierto modo se podría decir que los últimos días mi situación en el Baratie se había regularizado bastante. Por no decir profesionalizado, vaya. Inicialmente había actuado como una suerte de medida disuasoria contra malhechores sin quererlo, pues ocho metros de tuerto con cara de pocos amigos podía provocar que más de un sinvergüenza se lo pensara dos veces antes de hacer según qué cosas.
No obstante, hacía unos días había habido una gran pelea junto al atracadero exterior. No tenía la menor idea de quiénes peleaban o por qué, aunque el olor que desprendían hacía pensar que estaban borrachos como piojos. Era una imagen tan patética como enternecedora a mis ojos, algo así como ver a dos niños pequeños pelearse por una piruleta. Aquellas personas no llamaban mi atención en absoluto, así que sencillamente había dejado que hiciesen lo que quisieran y yo había seguido a lo mío: oteando el horizonte en busca de un barco que se dirigiese al restaurante flotante con capacidad para transportarme.
Sin embargo, después de unos minutos en los que separar a esos zoquetes había sido imposible habían venido en busca de mi ayuda. Se trataba de uno de los camareros del lugar. El que debía llevar menos tiempo, seguramente, porque siempre le enviaban a él para traerme la comida. Según decía, muchos clientes se disponían a marcharse por el ambiente que generaban esos indeseables. Tendrían que resolver sus problemas, ¿no? Inicialmente intentó apelar a mi alma caritativa ay bondadosa, pero no tardó en quedarle claro que de eso no quedaba demasiado en mi interior —si es que alguna vez lo había habido—. En consecuencia, después de varios intentos terminó por ofrecerme una ración extra de comida a la hora de la merienda en compensación por controlar la situación en el exterior del establecimiento.
Eso sonaba mucho mejor, la verdad. Me estaban alimentando pero era raro que no me quedase con hambre. Acostumbrado como estaba a coger cuando quería o necesitaba de la naturaleza, a comer hasta saciarme si es que así lo quería, la comida que allí me daban con cuentagotas tendía a saberme a poco. Sí, desde luego sonaba mucho mejor. Muchísimo. Después de llegar al acuerdo me había levantado pesadamente del lugar en el que normalmente me sentaba en el atracadero. En apenas dos pasos me había situado junto a los revoltosos y, sin mediar palabra, los había cogido del cuello y los había arrojado al mar. No había habido preguntas, amenazas ni avisos. Fuera. Y punto.
El problema se resolvió tan rápido como había llegado, los clientes se quedaron y eso, a decir verdad, gustó entre el personal. De ahí que, de forma más o menos tácita, hubiese accedido a actuar como una suerte de portero para el Baratie en lo que aparecía esa condenada embarcación que me llevase a ver mundo. ¿Dónde estaba la gente que debía ser robada cuando se la necesitaba?
De cualquier modo, parecía que volvía a haber escándalo en cubierta. Me daba la sensación de que desde que me encargaba de mantener a raya a esas moscas cojoneras, éstas se habían multiplicado. Bueno, en verano siempre había más moscardones incordiando, ¿no? Entraba dentro de lo esperable. El caso es que volvía a haber un jaleo considerable unos metros por delante de la puerta de acceso al restaurante.
—¡Que sí, que me ha robado! —exclamaba un señor mayor con el rostro surcado de arrugas y una iracunda expresión gobernando sus facciones—. ¡Mira! —continuó al tiempo que alzaba una mano, la izquierda, y se señalaba la muñeca—, ¡yo traía un reloj que fue un regalo de mi suegro justo antes de casarme con mi difunta esposa! ¡No me he separado de él en cuarenta y cinco años, así que no me digáis que a lo mejor me lo he dejado en alguna parte! ¡Lo tenía puesto, como siempre, y alguno de ellos me lo ha robado!
Estaba fuera de sí, lo que hacía difícil distinguir a quién demonios se estaba refiriendo. Mientras gritaba y acusaba sin ton ni son, agitaba un dedo acusador por delante de su posición. Señalaba a un grupo de personas de lo más variopinto: adultos, jóvenes y niños; hombres y mujeres; incluso diría que había más de una raza diferente entre las personas que su dedo llegaba a señalar aunque sólo fuera durante un breve instante. En aquella ocasión no tenía demasiado claro a quién debía arrojar al mar, si al viejo por estar liándola delante de todo el mundo o a quien había provocado su ira. Por el momento decidí esperar antes de tomar una decisión.
Ante la atenta —y a veces atemorizada— mirada de los presentes, extraje un cigarrillo de un bolsillo, me lo acerqué a los labios y lo prendí. La primera calada siempre era la mejor; una lástima que no pudiesen ser todas iguales. No tenía claro cuánto tiempo darles para que aclarasen lo sucedido, si uno o dos cigarrillos. Bueno, siempre podría decidir en función de cómo se desarrollasen los acontecimientos. Si me cansaban demasiado o se ponían muy pesados siempre tenía la opción de mandarlos a darse un chapuzón todos juntos.
Mientras el viejo seguía profiriendo acusaciones, dirigí un rápido vistazo al mar. Estaba algo revuelto, aunque atendiendo a las nociones que Azafrán me había dado sobre navegación durante el viaje hasta allí debía ser navegable. ¿Habría medusas bajo la superficie? Un escalofrío recorrió mi espalda. Había visto uno de esos seres asquerosos y terroríficos a partes iguales durante mi estancia en el navío que me había sacado de mi isla natal. Lo había sacado del mar uno de los tripulantes, que al parecer las cocinaba —no preguntéis— y les añadía una extraña salsa que las convertía en un manjar. No tengo una explicación para esto, pero fue verla, sencillamente verlas, y le arreé un sopapo al marinero que lo lancé al mar junto a la medusa. Desde luego, nunca volvió a coger ninguna mientras estuve a bordo —que no fue demasiado tiempo, por cierto—. A mi forma de ver siempre era mucho más productivo y eficiente dar un primer aviso contundente que evitase posibles descuidos o errores en el futuro. De ese modo me aseguré de no ver una sola medusa más en días. Además, desde que estaba en el Baratie tampoco había visto ninguna. En ese sentido todo marchaba a pedir de boca.