Ragnheidr Grosdttir
Stormbreaker
10-11-2024, 08:15 PM
Ragn asiente a las palabras de Douma con una mueca de respeto y cansancio. Es una señal apenas perceptible, pues el vikingo está al límite, pero suficiente para quien entiende la fuerza de un asentimiento sincero. Sus ojos, oscuros y profundos como el océano en calma, siguen al cocinero mientras este se tambalea hasta el otro lado de la cubierta, con esa mezcla de agotamiento y alivio que surge tras la tormenta. El festín ha sido generoso. Carne en cantidades dignas de una leyenda, jarras de cerveza espumosa, pescado tan fresco que parece que aún huele a sal, y el pan crujiente, una delicia que apenas deja migajas en su paso. Ragn sigue devorando con cada fibra de su ser, aún sintiendo el filo del hambre que le late en el estómago. Pero esta hambre es diferente; es el hambre de un guerrero que celebra, que rinde homenaje a la victoria y que honra cada bocado como un tributo a aquellos que se quedaron en el camino. Mientras devora y permite que los médicos le aten y limpien las heridas, sus pensamientos divagan hacia Zaza. La noticia de su envenenamiento, esa revelación tan amarga y absurda de que un simple higo haya sido capaz de doblegar a un hombre tan fuerte, deja a Ragn perplejo. En su mente, Zaza es más que un mentor. Es un símbolo. El hombre que le enseñó a manejar los cuchillos, a ver el arte en cada corte y el respeto en cada plato. Es casi imposible concebir que un hombre como él pueda caer presa de un veneno tan insignificante.
Ragn deja escapar una risotada baja, que retumba en su pecho como un trueno lejano. No es burla, es ironía, es la impotencia de saber que, a pesar de toda la destreza, de toda la fiereza que uno pueda tener en combate, al final todos son humanos. Todos pueden caer. —Hasta el más grande. — Piensa, con una mezcla de admiración y resignación, mientras mastica un trozo de carne y observa el horizonte. El cansancio empieza a treparle por las piernas, los brazos, los músculos todos, como un veneno lento. Las heridas laten bajo las vendas, recordándole cada corte, cada golpe recibido, cada herida que se suma a las cicatrices que adornan su cuerpo. Pero en el fondo, hay una satisfacción palpable. La batalla fue intensa, y los Calzzone han recibido el mensaje claro: el Baratie es sagrado, es territorio de Zaza y su legado, y cualquiera que ose amenazarlo pagará el precio. A medida que la comida continúa llegando, Ragn sigue comiendo, aunque cada vez más despacio. La euforia se disipa y, en su lugar, emerge la calma, el pesado abrazo de la fatiga que empieza a instalarse en sus huesos. Aun así, Ragn se permite un último sorbo de la cerveza, esa cerveza que ahora parece un poco más amarga, quizás por la ausencia de Zaza, que aunque no está, aún se siente en cada rincón del barco. La espuma le acaricia los labios y, por un instante, su mirada se encuentra con la de Douma. No necesitan hablar para comprenderse, el sacrificio, el honor, la devoción por Zaza y el Baratie son algo que comparten en silencio. Ambos llevan en la mirada el peso de la lealtad. Cuando Douma menciona la promesa de Zaza de regresar más fuerte, Ragn asiente. No hay duda en él. Conoce a su maestro, sabe que es terco, indomable. Un envenenamiento no será su fin, sino un desafío que superará, regresando con la misma fuerza y fiereza que siempre ha mostrado. Pero hasta entonces, Ragn comprende su responsabilidad, proteger el Baratie, mantenerlo en orden, tal y como Zaza habría querido.
Cuando Douma le coloca una mano en el hombro y le dice que descanse, Ragn lo recibe con una especie de alivio. Ha sido un día largo, y el peso de la batalla, aunque compartido, recae ahora sobre sus hombros como una capa de hierro. Los cortes, los rasguños, el cansancio de sus músculos, yacen en su cuerpo como tatuajes de un día que jamás olvidará. El guerrero se pone en pie lentamente, sintiendo el equilibrio del barco bajo sus pies y el ligero vaivén de las olas que le recuerda su conexión con el mar. Con pasos lentos y pesados, se dirige hacia los camarotes, sintiendo que cada paso lo acerca un poco más a la paz, al descanso que ansía. Mientras camina, algunos trabajadores del Baratie le lanzan miradas respetuosas, con una mezcla de reverencia y asombro. No es común ver a un hombre de la talla de Ragn caminar entre ellos, un guerrero que acaba de demostrar su lealtad y su fuerza en la batalla. Al entrar en su camarote, se deja caer sobre el catre con un suspiro que resuena en la habitación. El colchón, aunque sencillo, le recibe como si fuera un trono de reyes. Su cuerpo cede al instante, cada músculo relajándose, cada herida calmándose bajo las vendas y el ungüento aplicado por los médicos. Cierra los ojos y deja que la oscuridad lo envuelva, permitiéndose por fin caer en el abismo del sueño.
Ragn deja escapar una risotada baja, que retumba en su pecho como un trueno lejano. No es burla, es ironía, es la impotencia de saber que, a pesar de toda la destreza, de toda la fiereza que uno pueda tener en combate, al final todos son humanos. Todos pueden caer. —Hasta el más grande. — Piensa, con una mezcla de admiración y resignación, mientras mastica un trozo de carne y observa el horizonte. El cansancio empieza a treparle por las piernas, los brazos, los músculos todos, como un veneno lento. Las heridas laten bajo las vendas, recordándole cada corte, cada golpe recibido, cada herida que se suma a las cicatrices que adornan su cuerpo. Pero en el fondo, hay una satisfacción palpable. La batalla fue intensa, y los Calzzone han recibido el mensaje claro: el Baratie es sagrado, es territorio de Zaza y su legado, y cualquiera que ose amenazarlo pagará el precio. A medida que la comida continúa llegando, Ragn sigue comiendo, aunque cada vez más despacio. La euforia se disipa y, en su lugar, emerge la calma, el pesado abrazo de la fatiga que empieza a instalarse en sus huesos. Aun así, Ragn se permite un último sorbo de la cerveza, esa cerveza que ahora parece un poco más amarga, quizás por la ausencia de Zaza, que aunque no está, aún se siente en cada rincón del barco. La espuma le acaricia los labios y, por un instante, su mirada se encuentra con la de Douma. No necesitan hablar para comprenderse, el sacrificio, el honor, la devoción por Zaza y el Baratie son algo que comparten en silencio. Ambos llevan en la mirada el peso de la lealtad. Cuando Douma menciona la promesa de Zaza de regresar más fuerte, Ragn asiente. No hay duda en él. Conoce a su maestro, sabe que es terco, indomable. Un envenenamiento no será su fin, sino un desafío que superará, regresando con la misma fuerza y fiereza que siempre ha mostrado. Pero hasta entonces, Ragn comprende su responsabilidad, proteger el Baratie, mantenerlo en orden, tal y como Zaza habría querido.
Cuando Douma le coloca una mano en el hombro y le dice que descanse, Ragn lo recibe con una especie de alivio. Ha sido un día largo, y el peso de la batalla, aunque compartido, recae ahora sobre sus hombros como una capa de hierro. Los cortes, los rasguños, el cansancio de sus músculos, yacen en su cuerpo como tatuajes de un día que jamás olvidará. El guerrero se pone en pie lentamente, sintiendo el equilibrio del barco bajo sus pies y el ligero vaivén de las olas que le recuerda su conexión con el mar. Con pasos lentos y pesados, se dirige hacia los camarotes, sintiendo que cada paso lo acerca un poco más a la paz, al descanso que ansía. Mientras camina, algunos trabajadores del Baratie le lanzan miradas respetuosas, con una mezcla de reverencia y asombro. No es común ver a un hombre de la talla de Ragn caminar entre ellos, un guerrero que acaba de demostrar su lealtad y su fuerza en la batalla. Al entrar en su camarote, se deja caer sobre el catre con un suspiro que resuena en la habitación. El colchón, aunque sencillo, le recibe como si fuera un trono de reyes. Su cuerpo cede al instante, cada músculo relajándose, cada herida calmándose bajo las vendas y el ungüento aplicado por los médicos. Cierra los ojos y deja que la oscuridad lo envuelva, permitiéndose por fin caer en el abismo del sueño.