Hay rumores sobre…
... que en una isla del East Blue, hay un prometedor bardo tratando de forjarse una reputación. ¿Hasta dónde llegará?
[Aventura] [A-T3] ¿Una nueva ofensiva?
Percival Höllenstern
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El caos reinaba en el cuartel general del G-31, un caos avivado por las llamas que lo consumían y la desesperación que se esparcía entre los marines. La situación, lejos de ser controlada, parecía haberse diseñado para desmoralizar y fragmentar cualquier resistencia organizada. Cada uno de los marines presentes sentía la presión, el peso del fuego y el humo no solo en sus cuerpos, sino también en sus mentes, como un recordatorio brutal de su fracaso. A pesar de todo, el deber y la camaradería entre los compañeros forjaban una resistencia casi visceral contra la sensación de derrota.

Ray, con sus antenas agudizando la percepción más allá de los sentidos ordinarios, fue el primero en reaccionar. Sus habilidades le permitieron sentir el desastre incluso antes de verlo completamente, un humo espeso que lo envolvía todo. Su conexión con aquel lugar, que había sido su refugio durante tiempo, hacía más doloroso el verlo reducido a cenizas. Sin embargo, no hubo tiempo para la reflexión o la rabia desbordada. La base ardía, y en ella, compañeros suyos podían estar luchando por sus vidas. Su decisión fue rápida, y aunque el hombre del traje blanco lo llenaba de furia, su prioridad era clara: salvar tantas vidas como fuera posible.

Atlas, por otro lado, contenía su rabia con mayor dificultad. Aquel hombre, un ser despreciable que había cruzado su camino antes, ahora se regodeaba en su victoria. Sabía que perseguirlo sería una decisión tentadora, pero no podía permitirse caer en la trampa del orgullo herido. El astillero en llamas y la base de la marina en ruinas eran pruebas irrefutables de que habían sido utilizados, y el fuego que avanzaba rápidamente no daba tregua a otra opción más que luchar contra las llamas. El crujido de los incendios, el calor abrasador que envolvía la escena, solo alimentaban la ira de Atlas, quien a regañadientes abandonó cualquier deseo de venganza inmediata para lanzarse a ayudar con los esfuerzos de extinción del fuego.

Camille sentía una carga emocional aún más profunda. La culpa le carcomía, esa sensación de haber fallado, de que todo aquello podía haberse evitado si las decisiones hubieran sido diferentes. El fuego no solo consumía el edificio, sino también su propia confianza. Sin embargo, su deber como marine superaba cualquier impulso irracional de venganza o de abatimiento. 
La oni, que siempre había demostrado una fuerza física imponente, se puso al servicio de sus compañeros, apartando escombros y cargando objetos pesados para despejar rutas de escape. La frustración que sentía, aunque intensa, fue canalizada en cada movimiento que hacía, empujando su cuerpo más allá de sus límites en un esfuerzo desesperado por salvar a aquellos que pudieran estar atrapados.

Takahiro, por su parte, estaba consumido por una mezcla de repulsión y rabia. Las órdenes de Shawn seguían pesándole como una traición a sus principios, pero no había tiempo para la introspección. El caos a su alrededor reclamaba su atención, y aunque su primer instinto fue atacar al hombre trajeado que se burlaba de ellos desde la distancia, la voz de auxilio de una compañera lo sacó de su deseo de venganza inmediata. 
Samidare, su espada, se sentía pesada, no por su peso físico, sino por la carga emocional que representaba aquel momento. Había fallado, otra vez, pero no podía permitirse que ese sentimiento lo dominara. Su deber estaba claro: debía proteger a los suyos, no dejar que el fuego ni la desesperación los derrotara.

El equipo de marines se movía como una unidad fragmentada, cada uno luchando contra sus propios demonios internos mientras intentaba, con todas sus fuerzas, apagar las llamas y salvar lo que quedaba de la base. Los prisioneros que habían capturado eran ahora una carga adicional, pero no podían dejarlos atrás. A pesar de todo, el deber de proteger a los inocentes, de salvar vidas, se sobreponía a cualquier deseo personal de venganza.

El hombre del traje blanco, mientras tanto, observaba desde la distancia, regodeándose en su éxito. Sabía que los marines no podían permitirse perseguirlo, al menos no ahora. La risa que resonaba en el aire, mezclada con el crepitar de las llamas, parecía ser un eco cruel de la situación que los héroes enfrentaban. El hombre sabía exactamente cómo jugar sus cartas, y había logrado no solo incendiar la base, sino también las mentes de aquellos que lo perseguían. 
Mientras tanto, los impostores que lo acompañaban, vestidos con uniformes de la marina, seguían su plan meticulosamente, sembrando confusión y destrucción por donde pasaban.
Casi con sorna, el grupo criminal salió del lugar aprovechando este mismo caos creado, mientras el hombre trajeado la aprovechaba para agravar los daños, atacando a varios marines que trataban de sofocar las llamas, a medida que dejaba el lugar y se perdía en la oscuridad de la noche, alejado de los piroclastos que se formaban con el restallar del incendio.

El fuego seguía avanzando, consumiendo todo a su paso. Las estructuras de madera y metal que conformaban la base no tardarían en colapsar, y la posibilidad de salvar a más personas disminuía con cada minuto que pasaba. A pesar de ello, los marines seguían luchando, empujados por un sentido del deber que superaba cualquier instinto de autopreservación. Cada cubo de agua que arrojaban sobre las llamas parecía una gota en el océano, pero no podían rendirse. La base, su hogar, podía estar ardiendo, pero ellos seguían en pie, decididos a hacer lo correcto, a pesar de las probabilidades en su contra.

En medio del caos, se escuchaban gritos de dolor y desesperación, pero también de coraje. Los marines que lograban escapar de las zonas más afectadas se unían a los esfuerzos de sus compañeros, formando una cadena humana improvisada para intentar apagar las llamas con lo poco que tenían. Camille, usando su inmensa fuerza, seguía apartando los escombros más grandes, creando caminos para que los demás pudieran moverse con mayor rapidez. 
Ray sobrevolaba la zona, buscando cualquier señal de vida entre las ruinas, mientras Atlas y Takahiro se dedicaban a las labores de extinción, cada uno lidiando con su propia frustración.
La noche continuaba, el humo se mezclaba con las estrellas, y el fuego seguía devorando la base del G-31. Pero a pesar de todo, los marines no se rendían.

OFF
#41
Ray
Kuroi Ya
El joven peliblanco había dejado atrás temporalmente sus tribulaciones. Ya habría tiempo más adelante para lamentarse por lo sucedido, para analizar cómo se habían dejado engañar por aquel impostor vestido de marine y habían caído en la trampa preparada por el hombre del traje blanco. Cómo este se la había jugado una vez más y había conseguido gracias a ello atacar el Cuartel General, su hogar. Pero ahora solo podía pensar en una cosa: salvar a cuantas más personas mejor, tanto marines como civiles que pudiera haber en el edificio en llamas.

Sus capacidades físicas no eran las más idóneas para levantar pesados escombros, como su compañera Camille había empezado a hacer aprovechando su corpulencia. Pero gracias a su gran velocidad, su capacidad de detectar más fácilmente la presencia de personas en el interior del edificio y su capacidad de volar podía resultar de gran ayuda para rescatar a cuantos supervivientes hubiera, en particular en los pisos superiores del edificio, donde los demás tenían mucho más complicado llegar. Además sus habilidades como médico le podían ayudar a aplicar primeros auxilios a quienes lo necesitaran y a estabilizar a los heridos lo suficiente para que pudiesen ser trasladados al ala médica.

Así que ni corto ni perezoso se puso en marcha. Empezó desde lo más arriba que fue capaz de llegar, tratando de identificar la posición de los supervivientes y de llegar hasta ellos para sacarles del edificio en llamas antes de que se viniera abajo por completo y les sepultara bajo su peso, o de que perecieran pasto del fuego. El calor era atroz, casi insoportable. Innumerables gotas de sudor perlaban su frente y todo su cuerpo, y el aire era tan pesado que costaba respirar. El humo, negro y denso, contribuía a ello, aunque en todo momento procuró evitar las áreas cubiertas con el mismo para no intoxicarse. Como sanitario era plenamente consciente de que el monóxido de carbono presente en los vapores de combustión como aquel tenía un efecto altamente peligroso, pues se unía a la hemoglobina de la sangre y desplazaba al oxígeno de esta, produciendo una hipoxia tisular generalizada que podía en los casos más severos llevar incluso a la muerte.

El agotamiento iba haciendo mella en él mientras completaba su tarea, pero no le importaba. Ya habría tiempo de caer rendido sobre su lecho cuando aquella situación hubiera quedado atrás. Pero mientras una sola persona quedara con vida dentro de aquel edificio, en mitad de aquel incendio, ni él ni nadie más en el Cuartel General podían permitirse el lujo de descansar más de un par de segundos para tomar algo de aire y continuar con sus labores de rescate. Las vidas de aquellas personas eran mucho más importantes que el cansancio, no había nada más importante ahora.

Ni siquiera reparó en que el hombre que ya consideraba su archienemigo había desaparecido, escabulléndose en mitad de la confusión provocada por su vil atentado terrorista. Era otra de las cosas de las que no tenía tiempo de preocuparse en ese momento, concentrado como estaba en su misión actual.

Una vez no hubiera más personas dentro del edificio a las que sacar de allí el joven marine adoptaría su forma humana y se pondría a ayudar en el tratamiento precoz de los heridos. Entablillar miembros rotos, realizar maniobras de reanimación cardiopulmonar, desinfectar y coser heridas... todo cuanto fuera necesario para asegurarse de que todos y cada uno de los supervivientes eran trasladados aún con vida y lo más estables posible al ala médica de la base militar para continuar su tratamiento ya con más medios a su disposición y más medidas de vigilancia.

Resumen
#42
Takahiro
La saeta verde
Aquello era un infierno.
 
El humo se había cernido sobre toda aquella zona, mientras el fuego continuaba propagándose como una venérea de un visitante de los polígonos del extrarradio. La gente iba de un lado a otro, cargando cubos de agua que apenas ayudaban y cubos de tierra que parecían mitigar algo el fuego. Algunos escombros crujían por el calor, que hacían que los materiales de fabricación del edificio se dilatasen. En medio de aquel caos, el peliverde encontró la voz de la muchacha que había escuchado, vislumbrándola tirada en el suelo con una viga de madera bastante pesado sobre la pierna. No podía moverse. Se había roto la pierna. En otras ocasiones la había visto por la cantina, con una sonrisa radiante y plena, que hacía que tan solo pudieras fijarte en su forma de sonreír. Era de las pocas personas que te daban los buenos días por la mañana y las buenas noches antes de marcharse. Educada y bonita.
 
No te preocupes —le dijo el suboficial, mostrando una sonrisa relajada, tratando de hacerle sentir calma y que todo iba a salir bien—. Cuando te dé la señal apártate, ¿entendido? —la joven se militó a asentir—. A la de una, a la de dos, y a la de… ¡TRES!
 
De tal manera que, tras decir aquellas palabras, desligó su wazikashi enfundada de su cinturón para usarla como si se tratase de una palanca. La metió en diagonal bajo la viga de madera, cuyo color negruzco le hacía ver que había cedido por el fuego y que, además de dolor, era probable que estuviera quemando a la piel de la joven. Sujetó el arma con ambas manos y haciendo bastante fuera, logró quitar el travesaño, desplazándolo hacia un lado. Aquella joven de preciosa sonrisa estaba fuera de peligro, al menos hasta ese momento.
 
Muchas gracias —le agradeció la joven.
 
Tu intenta no volver a echarte una siesta bajo un trozo de madera —bromeó el peliverde, mientras le ayudaba a alejarse de allí, dejando que se apoyara sobre su hombro para caminar.
 
Bueno, si eso implica que me vas a salvar tú, tal vez debería considerar hacerlo más a menudo —le dijo ella, que sonreía de nuevo a duras penas.
 
Takahiro la dejó sentada a una distancia prudencial antes de despedirse, sin tan siquiera preguntarle el nombre, a fin de cuentas, volvería a encontrársela en la cantina cualquier otro día; si es que conseguían parar el incendio.
 
Desde aquel lugar, algo alejado, podía ver como el ala ardía con intensidad y el fuego se iba propagando cada vez más. Los intentos de los marines parecían que eran insuficientes, aunque la intervención de Ray desde el aire estaba ayudando a salvar a bastantes marines. Era sombroso verlo actuar. Y mientras lo observaba absorto, un chispazo azotó su psique, teniendo una idea que no sabía si era buena o mala, pero podía servir si la ejecutaba de buena manera: crear un cortafuegos. Así que cogió el den den mushi y llamó a sus compañeros.
 
He tenido una idea —les dijo—. Voy a reunir rápido a todos los marines que pueda y voy a decirles que busquen un par de cañones o algún arma capaz de destruir parte de la estructura para crear un cortafuegos. Si conseguimos que deje de propagarse podemos centrarnos en un único punto y apagarlo entre todos.
 
Tras informar a sus compañeros, Takahiro reunió a un grupo de marines que tenía cerca sin apenas hacer nada. Apenas eran siete u ocho, pero sería más que suficiente.
 
Quiero que os dividáis en grupos de dos o tres personas y traigáis tres cañones o cualquier arma que pueda destruir ese muro, ¿entendido? —les dijo—. Cuando lo hagáis avisadme y lanzad fuego. Tenemos que impedir que el fuego se continue propagando, así que rápido.
 
De funcionar, en poco tiempo el ala en llamas quedaría aislada y entre todos podrían apagar el fuego. En caso contrario, estaban bastante jodidos.
#43
Atlas
Nowhere | Fénix
No, no era suficiente. Por mucha agua que tirásemos encima de las llaves no era suficiente. El contenido de los cubos se precipitaba una y otra vez, pero cualquier podría pensar que el agua se evaporaba mucho antes de acercarse a las llamas siquiera. Por el contrario, el crepitar crecía y creía, aumentando su intensidad hasta volverse casi ensordecedor. Moviéndose a toda velocidad tras el humo, podía ver cómo Ray entraba y salía sin descanso del edificio en llamas, arrastrando consigo supervivientes y malheridos para, acto seguido, volver a introducirse de cabeza en el interior para continuar con su labor.

Por su parte, Taka había reunido a un grupo de marines y les había encargado que arrastrasen cañones hasta la zona para derrumbar un muro que hiciese de cortafuegos para impedir que el incendio se propagase. Tal vez aquello no lo sofocase, pero desde luego impediría que se propagase por el resto de la base del G-31. De ese modo habría daños, sí, pero nadie podría decir que había acabado con un cuartel; simplemente con un ala —lo que, por otro lado, no era moco de pavo—.

Con los supervivientes en proceso de ser rescatados y el incendio a un par de cañonazos de ser aislado del resto de la base para evitar más daños sensibles. El siguiente paso era, inevitablemente, intentar sofocar las llamas. Tal vez hubiese llegado el momento de mostrar aquello que escondía. Un hombre me había dicho una vez que atesorase mi poder hasta que fuese verdaderamente necesario, hasta que mostrarlo realmente tuviera algún tipo de relevancia, hasta que fuese de ayuda. ¿Qué podía haber que cumpliese esa definición mejor que la situación que tenía entre manos? Sí, había llegado el momento.

—¡Tú y tú! —exclamé a dos reclutas que, junto a mí, intentaban sofocar las llamas en vano—. Necesito que busquéis algo amplio y plastificado, un trozo grande de lona o algo similar, y que me lo traigáis. Voy a intentar apagar el fuego.

Los marines se fueron en busca de lo que les había pedido. Yo, por mi parte, respiré hondo y me preparé para hacer algo que nunca jamás había hecho frente a nadie. Sí, estaba nervioso, y mucho. No sabía si en medio de semejante revuelo alguien repararía en lo que estaba a punto de suceder, pero casi mejor si nadie lo veía.

El fuego brotó en mi rostro, ocultando por completo la mitad derecha de mi cara. Poco después las llamas, de un cristalino color azulado, comenzaron a manar en el resto de mi cuerpo y se fueron extendiendo por toda mi superficie corporal. Un instante después, mi anatomía no era distinguible en medio de la vorágine de fuego azul que ardía y giraba sobre sí mismo, extendiéndose a mi alrededor para, súbitamente, desaparecer en el momento en que despegué hacia las alturas. La fisionomía de un ave colosal de un impoluto color azulado se elevó hacia los cielos. El color anaranjado se mezclaba con el azul, dominante, pero imperaba en cierto modo en las largas colas y las proyecciones que salían de mi cabeza.

Volé en círculos sobre la zona, esperando a que los marines reapareciesen con lo que les había pedido. Una vez lo hicieran —si es que lo hacían—, lo cogería con mis garras y marcharía en busca de algo con lo que sofocar las llamas. ¿Con qué? Idealmente, con arena, pero en caso de no encontrarla me iría en busca de agua, aunque tuviese que ser del mismísimo mar. La intención era emplear la lona para enterrarla en la arena o sumergirla en el agua para, posteriormente, alzarme con ella hacia las alturas y regresar a la base, donde la dejaría caer sobre el incendio. Lo haría cuantas veces fuese necesario y a cuanta velocidad me fuese posible hasta ser capaz de detener el avance del fuego.
Resumen
#44
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Tal vez ese día hubieran perdido, pero habían aprendido una valiosa lección que se estaban apresurando a poner en práctica: el orgullo quedaba muy por debajo del deber. Habían tenido que tragárselo, lamerse las heridas aún sangrantes y tirar para adelante, pues la situación que tenían ante ellos no daba pie ni a descansar ni a recuperarse del embate que habían recibido. Como marines, se esperaba de ellos que se mantuvieran estoicos frente a las situaciones más desfavorable, y aunque aquella aunque fuera más grave de lo habitual no se salía de la norma. Es por esto que, pese al dolor, emplearon todos sus esfuerzos en ayudar con los medios que pudieran.

Camille podía no ser la más rápida de su escuadrón, pero en lo que a fuerza se refería muy pocos en el G-31 eran capaces de igualar sus proezas. A medida que iban detectando a gente atrapada entre los escombros o sin ruta de escape para alejarse de las llamas, la oni se apresuraba en despejar el camino y sacar de sus mortales prisiones a quien estuviera en la necesidad de un rescate. El calor era insoportable y alguna que otra vez tuvo que acercarse demasiado al fuego, lo que había causado que su piel se empezara a enrojecer e incluso que alguna leve quemadura estuviera ahora adornando su piel. Pero ni el calor, el fuego o el dolor la detendrían en el ejercicio de su deber. Siguió esmerándose como la que más, apenas tomando algún que otro respiro de unos pocos segundos cuando perdía el aliento, reincorporándose a las labores de rescate rápidamente.

Aun con todo, parecía que sus esfuerzos y el del resto de sus compañeros no estaban siendo suficientes para derrotar a aquel incendio, lo que lejos de amedrentarles o agotar sus esperanzas tan solo les hacía luchar con mayor tesón. Aquellos criminales se habían salido con la suya, pero no había una bestia más peligrosa que la que se sentía acorralada. Siendo esta su situación, luchaban con uñas, dientes, agua, arena y cuanto pudiera servirles en aquellos momentos.

Sus ojos se desviaron entonces a sus compañeros, que se esforzaban tanto como ella en repeler las llamas. Ray buscaba a aquellos que pudieran seguir atrapados y ofrecía sus conocimientos médicos, por su lado Takahiro se encontraba formando todo un equipo con un plan que, debía reconocer, sonaba como la mejor opción que tenían en esos momentos. Sin embargo, quien se llevó el foco de atención de todos por un momento fue Atlas. El rubio se vio envuelto en unas llamas que eclipsaron el incendio por unos segundos, emergiendo de aquella vorágine flamígera una criatura tan temible como hermosa y majestuosa: un ave fénix. La luz celeste de su cuerpo se reflejó por un momento en los ojos carmesíes de Camille que, boquiabierta, observó cómo alzaba el vuelo con aquella lona que le habían traído. Siempre había considerado a sus compañeros excepcionales, pero aquello verdaderamente la dejó sin palabras.

Con Atlas yendo y viniendo con agua o tierra, lo que fuera que encontrase, y Ray buscando supervivientes y atendiendo a los heridos, su mejor baza era ayudar a Takahiro con el plan. La morena se acercó al espadachín, con la mirada fija en él.

Para qué esperar a los cañones cuando me tienes a mí —le dijo con una convicción imperturbable—. Dime dónde y yo me ocupo.

Los cañones llegarían tarde o temprano, pero el tiempo que tardasen en trasladarlos —y las dificultades que el propio incendio pusiera en esta tarea— quizá haría que consumieran demasiado tiempo. Por suerte, su brigada contaba con un cañón en cada una de las manos de Camille. Después de que Takahiro le diera las indicaciones pertinentes, la recluta se apresuró en dirigirse a los puntos más vulnerables donde las llamas estuvieran más cerca de llegar. A puro pulso, aprovechando su fuerza, se aseguró de derrumbar las conexiones de la base que supusieran un peligro inminente, buscando así evitar que el fuego tuviera la oportunidad de seguir extendiéndose. Hacerle daño a aquellos muros le provocaba tanto dolor como lo haría el agredir a un familiar o ser querido, pero era un mal necesario para mitigar la mayor cantidad de daños. Una vez se hubiera ocupado de estas secciones, iría a ayudar al resto de sus compañeros a cargar con los cañones como si de una tarea cualquiera se tratase, preparando la línea junto al resto para abrir fuego y sellar aquellas zonas donde la oni no tuviera acceso.

Resumen
#45
Percival Höllenstern
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El humo era denso, asfixiante, llenando cada rincón del Cuartel General del G-31 mientras las llamas se extendían sin piedad. Las estructuras que habían resistido con tenacidad durante años ahora sucumbían ante el avance imparable del fuego. Aun así, había algo que persistía en ese caos, una chispa de voluntad que no podía ser sofocada. Los sobrevivientes, aunque agotados, no habían caído. Sus cuerpos luchaban contra el calor, pero sus mentes se mantenían afiladas, buscando desesperadamente una solución antes de que todo se desmoronara.

Ray seguía siendo una figura espectral en medio del humo, desapareciendo y apareciendo entre las sombras, siempre un paso por delante de las llamas. Su velocidad sobrehumana lo mantenía a salvo mientras rescataba a los heridos, pero incluso él sabía que había un límite para su resistencia. Cada vuelta lo dejaba más exhausto, más cerca de su propio agotamiento. Sin embargo, seguía adelante, empujado por una fuerza que iba más allá del simple instinto de supervivencia. Sabía que el tiempo se agotaba y que, si no encontraban una forma de contener el avance del fuego, todo el cuartel estaría perdido.

Mientras Ray continuaba con su frenética tarea, la marine permanecía en un punto crítico, observando el colapso inminente del Ala Este. Su cuerpo se mantenía firme frente al calor abrasador, sus músculos tensos bajo el peso del fuego que los rodeaba. Ella no era del tipo que esperaba órdenes ni buscaba soluciones a medias; su fuerza, forjada en el campo de batalla, había sido siempre su mayor arma. Y ahora, cuando parecía que todo estaba perdido, Camille sabía que debía hacer algo más que contener las llamas. Tenía que detenerlas por completo, antes de que se propagaran y arrasaran con el resto de la base.

Fue en ese momento, mientras los escombros del Ala Este comenzaban a ceder, que Camille tomó su decisión. Como un ariete viviente, cargó hacia el ala, apuntando directamente a las columnas maestras que aún mantenían la estructura en pie. Su cuerpo chocó contra el metal y la piedra con una fuerza colosal, el impacto resonando por todo el cuartel. La estructura tembló, como si el propio edificio hubiera sido sacudido hasta sus cimientos. El crujido de las vigas resonó en el aire, seguido por un rugido de llamas que se intensificó antes de ser sofocado momentáneamente por la repentina fuerza de dicha titanide.

El área, debilitada por el fuego y ahora sacudida por el golpe masivo, comenzó a derrumbarse de manera controlada. Las vigas cayeron en cascada, pero Camille, con su instinto estratégico, había dirigido su arremetida de tal manera que las estructuras colapsadas formaron una barrera improvisada, un cortafuegos que comenzó a detener el avance del fuego. Las llamas, antes imparables, ahora se encontraban ante un obstáculo inesperado, luchando por encontrar un camino entre los escombros. El impacto había sido tan devastador que, por un instante, el fuego se detuvo, sofocado bajo el peso de los restos del ala derruida.

Takahiro, observando la situación desde su posición elevada, no perdió tiempo en reaccionar. Sabía que la maniobra de Camille no sería suficiente para contener el fuego por completo, pero había creado la oportunidad que necesitaban. Con un gesto preciso, ordenó a los marines que se desplegaran. Los cañones, que habían sido preparados para una última defensa, fueron girados hacia el ala este en ruinas. Dispararon con una sincronización casi perfecta, impactando sobre los restos humeantes y reforzando el cortafuegos improvisado que la oni había creado. Las explosiones resonaron en el aire, cada disparo levantando una nube de escombros que se unía a la barrera.

Los disparos eran precisos, calculados por la mente táctica de Takahiro, quien veía el mapa del desastre como un campo de batalla más que necesitaba ser conquistado. Con cada impacto, las llamas perdían más terreno, sofocadas por las explosiones controladas que lanzaban polvo y escombros sobre ellas. El calor seguía apretando, pero la barrera, ahora reforzada por el esfuerzo combinado de la oni y los cañones, se mantenía firme.

Mientras todo esto sucedía, Atlas sobrevolaba el cuartel, su figura envuelta en las llamas azules del fénix, observando desde las alturas cómo el cortafuegos se extendía. Con su visión amplia, podía ver los puntos en los que el fuego aún amenazaba con escapar, y con rápidos movimientos de sus alas, dirigía ráfagas de aire para contener esos focos. Su cuerpo brillaba como un faro de esperanza, guiando a los que aún luchaban en la base. A pesar de las nubes de humo que lo rodeaban, Atlas seguía siendo visible, un recordatorio para todos de que no estaban solos en esa batalla.

El ninja de cabello plateado, habiendo rescatado a los últimos heridos del ala este antes de su colapso total, ahora observaba el trabajo de Camille y los cañones desde una distancia segura. El sudor corría por su frente, mezclándose con el hollín, pero una leve sonrisa apareció en sus labios. La maniobra había funcionado mejor de lo que esperaba. Las llamas, aunque aún presentes, ya no se expandían de forma desenfrenada. Estaban contenidas, su avance limitado por la combinación de fuerza bruta y estrategia. Se permitía un breve respiro, sabiendo que habían ganado tiempo, aunque la batalla no estaba completamente ganada.

El ala este, sin embargo, estaba perdida. Su colapso era inevitable, y aunque habían logrado detener el fuego en gran parte, las ruinas continuaban humeando. El crujido de las vigas restantes anunciaba su próximo derrumbe, y aunque la masiva marine había logrado evitar una catástrofe mayor, esa parte de la base ya no podría ser salvada. Pero el resto del Cuartel General del G-31 seguía en pie, protegido por el muro de escombros y el trabajo coordinado de los marines.

La hercúlea oni, cubierta de hollín y con su respiración pesada, se mantenía en pie entre los restos de su obra. Sus brazos aún temblaban por el esfuerzo, pero su mirada no mostraba signos de fatiga. Había hecho lo que debía hacerse, y aunque su cuerpo se resentía, su espíritu seguía firme. Sabía que no había tiempo para celebraciones; el fuego aún podía encontrar una grieta en la barrera, pero por el momento, habían conseguido lo imposible: contener la destrucción del Cuartel.
Takahiro, desde su posición elevada, revisaba los últimos informes de sus subordinados. La situación estaba bajo control, o al menos lo estaría si mantenían la disciplina. Los cañones aún estaban preparados para disparar de nuevo si las llamas volvían a intensificarse, y las tropas seguían coordinando los esfuerzos para sofocar los pequeños focos que quedaban. El sacrificio del ala este había sido necesario, pero el resto de la base estaba a salvo.

El sol comenzaba a asomarse en el horizonte, su luz trémula filtrándose a través del humo. Las sombras de la noche se desvanecían lentamente, revelando el campo de batalla que habían conquistado. El G-31, aunque herido, seguía de pie. La maniobra desesperada de Camille, combinada con la precisión de los cañones y la velocidad de Ray, había logrado lo que parecía imposible: salvar el cuartel de una destrucción total.

Atlas descendió, su cuerpo aún envuelto en un resplandor azul, y se unió a sus compañeros. Su vuelo había mantenido a raya el avance del fuego, pero ahora, con el cortafuegos en su lugar, se permitía un respiro. Al mirar a Camille, Takahiro y Ray, entendió que cada uno había cumplido su papel en esta sinfonía de caos y estrategia. No era una victoria perfecta, pero era una victoria al fin y al cabo.
El Ala Este era ahora un montón de escombros humeantes, pero el corazón de la base seguía latiendo. Aún había mucho trabajo por hacer, muchas heridas que sanar, pero lo más importante era que estaban vivos, y con ellos, la fortaleza del G-31.

Pronto, todos los marines que habían logrado salvar el lugar por medio de esfuerzo y voluntad, comenzaron a vitorear a estos cuatro héroes, aunque en el fondo de sus corazones lamentaban la pérdida de gran parte de su bastión y de su orgullo, y la de sus camaradas caídos.

¿Qué ha sucedido?


En otro lado del East Blue, varias horas más tarde...


El interior de la mansión permanecía en un estado perpetuo de sombra. Las gruesas paredes de piedra negra absorbían la poca luz que lograba filtrarse por las ventanas, apenas iluminadas por una tenue claridad grisácea que se deslizaba a través de los pesados cortinajes de terciopelo. El suelo de mármol, frío y pulido, parecía brillar tenuemente bajo las escasas lámparas de aceite que colgaban de las paredes. A través de una amplia cristalera, el jardín exterior, enmarcado por la arboleda, era un oasis de exuberancia; las flores exóticas y los árboles frondosos se alzaban como testigos mudos de un mundo en el que la naturaleza florecía con una vida opuesta a la opresión que reinaba dentro de la mansión.

Afuera, hombres y mujeres, algunos con grilletes que tintineaban levemente al moverse, trabajaban con una diligencia monótona, cuidando la vegetación bajo la estricta vigilancia de los guardias. Cada uno de esos prisioneros parecía reducirse a un engranaje de la maquinaria controlada por una voluntad implacable que gobernaba cada rincón del lugar. La escena era un recordatorio de la quietud impuesta, una calma que ocultaba el verdadero pulso de la tensión dentro de la casa.
En el centro de la sala principal, en medio de esa penumbra, una figura alta y corpulenta se mantenía en pie, observando sin moverse. 
El aire a su alrededor se espesaba con una energía contenida, como una tormenta a punto de estallar. 
La penumbra envolvía su rostro, dejando a la vista únicamente los contornos vagos de su musculatura imponente, una presencia que exigía respeto con su simple existencia. No necesitaba alzar la voz, ni hacer un solo gesto; la quietud de su postura era suficiente para imponer una autoridad absoluta. Era el centro de gravedad en aquel espacio, alrededor del cual todo giraba, expectante.

El silencio, que había dominado la sala, fue roto de pronto por el repiqueteo inconfundible de un Den Den Mushi: "Purupurpupurup". El sonido resonó como una llamada distante en aquel templo de sombras. Con una lentitud deliberada, calculada, la figura sombría se deslizó hacia la mesa, donde el caracol de comunicación descansaba. Cada movimiento suyo parecía orquestado para amplificar la tensión, como un cazador acechando a su presa, mientras su mano, firme pero sin prisa, se posaba sobre el Den Den Mushi.

Del otro lado, emergió la voz del subordinado, recordando a cierto hombre trajeado, transmitida desde un refugio incierto solo guarecido por maderas.
Señor —comenzó el hombre, intentando que su tono poco firme no revelara del todo el peso de la situación—, el plan ha salido según lo previsto. El sabotaje fue un éxito y hemos logrado evitar la intervención del G-31. Durante un tiempo, los marines dejarán de husmear en Loguetown.

Por un instante, la única respuesta fue el silencio. Un silencio denso, que colgaba en el aire como una neblina sofocante. La figura permanecía quieta, inmóvil, como si estuviera sopesando cada palabra, midiendo la situación con la precisión de un relojero que ajusta un mecanismo delicado. Aunque su rostro seguía envuelto en sombras, el ambiente en la sala pareció cambiar sutilmente, cargado ahora de una energía diferente, aún más oscura, más imponente.

Finalmente, la voz de la figura resonó, profunda y controlada, cargada de una gravedad que ahogaba cualquier atisbo de confianza.
El G-31 dejará de husmear, dices... —murmuró, como si ponderara el alcance de esa afirmación—. Bien. Aunque la sombra de los marines no puede ser eludida para siempre, que se alejen del casino nos concede tiempo. —Hizo una pausa, un silencio calculado que hizo estremecer hasta al caracol, antes de continuar—. Pero asegúrate de que no fue una retirada temporal. Si descubren algo que comprometa nuestra posición, no tendré reparo en hacerte responsable personalmente...

Figura Sombría
#46
Takahiro
La saeta verde
Y de golpe, todo terminó. El fuego se había extinguido, y tan solo el sonido del crepitar de la madera se podía escuchar durante un instante que se hizo eterno, tan largo como el primer beso entre dos amantes, pero al mismo tiempo tan corto como un suspiro. Algunos marines se abrazaban entre sí, mientras otros parecían estar llorando de alegría al saber que aquel infierno se había acabado. Sin embargo, Takahiro era uno de los pocos marines allí presentes que era consciente de que todo aquello acababa de empezar. Su fracaso en la anterior misión los había había llevado a la venganza del hombre de chocolate, haciendo que el peso que recaía sobre sus hombros fuera aún mayor. ¿Lo peor? Que de su boca habían salido palabras buenas hacia Shawn; y eso le repugnaba.

Algunos marines se acercaron a él para agradecerles su labor organizativa, siendo un sargento de la escuela del palo en el culo como Shawn el que fue más efusivo. 

Muchas gracias, Sargento Kenshin —le dijo el marine—. No sé que habríamos hecho sin sus indicaciones y sin la ayuda de vuestro escuadrón. Tengo que acercarme a los suboficiales Raimond y Monogusa para agradecerles también por su grandiosa actuación. ¡Ah! —exclamó—. Y a la recluta Camille. Ha sido un espectáculo verla.

Ha sido un placer —le dijo, con gesto de circunstancia.

Sin más fuerzas, agotado por el cansancio y la tensión del tiempo que había estado buscando la manera de apagar el fuego, se dejó caer de culo sobre el suelo, cerca del lugar donde se encontraba la Oni, aunque sus compañeros tampoco tardaron mucho en situarse junto a ellos.

Esto solo acaba de empezar —le dijo, mientras su mirada estaba en los escombros que se encontraba en frente, humeando—. Si hay alguna rata en el cuartel es muy probable que siga con nosotros para informar a sus jefes de nuestros pasos. A fin de cuentas, si ha ocurrido esto por mi incompetencia. De haber sido más hábil en aquel momento… —hizo una pausa, suspirando—, habríamos podido acabar antes con el trajeado.

Con mucha impotencia el peliverde golpeó el suelo, notando como la piel de sus nudillos se rasgaban con la dura tierra del suelo. Un pequeño hilo de sangre emergió de ellos, pero nada que no curara un poco de desinfectante y agua. Entonces, pasado un rato, completamente cubierto de hollín apareció Shawn, que se quedó a su lado. Durante un momento pensó en que iba a reñirlos de alguna forma, pero las palabras que salieron de su boca sorprendieron al peliverde.

No lo habéis hecho tan mal —soltó con cierto desdén, sin tan siquiera atreverse a mirarlos directamente—. Pero no os confiéis.

Y tras esas palabras se marchó.

Takahiro no pudo evitar reírse después, aunque tras escuchar a sus compañeros cayó en una cuestión muy importante:

¿Por qué no nos habías dicho que eras un pajarraco ardiente? —le preguntó al rubio, clavando los ojos sobre él con asombro—. ¡Es increíble!
#47
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Había perdido la noción del tiempo. Después de pedirle indicaciones a Taka, Camille se había dedicado a correr de un lado para otro, cargando contra una cantidad indeterminada de muros de carga, vigas y paredes. Su extraordinaria fuerza le había servido para romper todo cuanto amaba, con la única intención de evitar que aquel día su hogar se perdiera por completo y para siempre. La base podría reconstruirse, pero sus salas, pasillos y campos nunca serían los mismos que los originales. Les faltaría vida... y recuerdos. Sintió sus músculos arder, entumecerse e incluso dejar de responderle a ratos; pero ni el dolor ni la fatiga detuvieron su esfuerzo hasta que se hubo asegurado de haber frenado las llamas. Aquella barrera de escombros no iba a zanjar ningún problema, pero le otorgó al peliverde y a todo su escuadrón de artillería los minutos que necesitaban para preparar los cañones.

La oni volvió junto a ellos, justo cuando el sargento dio la orden de abrir fuego. Los rugidos de cada disparo resonaron en la cabeza de Camille con más fuerza aún si cabe, y el daño emocional que ya sentía de por sí por ver en qué estado se encontraba su hogar se multiplicó. Observó con desesperación contenida cómo las balas impactaban más allá del cortafuegos, derrumbando galerías y torres enteras cuyos restos sofocaban las llamas que trataban de propagarse. Su visión se emborronó y hasta sintió que se mareaba, pero se mantuvo clavada en su sitio hasta que todo aquello terminó. Habría asegurado que se pasó sin respirar durante aquellos últimos momentos de tensión, hasta que el último ladrillo del ala este cayó.

Los vítores y celebraciones de los marines del G-31 la devolvieron a la realidad, aunque para ella esta se encontraba más allá de los escombros, donde tan solo unas horas antes se erguía una importante sección de la orgullosa base de Loguetown. Su mirada se perdió en aquella amalgama humeante de madera, arcilla y metal. Su silencio, un ritual solemne parecido al que se daría en un velatorio, como si se despidiera de un ser querido. Lo ocurrido no distaba mucho para ella, sintiendo solo ganas de echarse a llorar. Pero no lo hizo.

Algunos de sus compañeros y superiores se acercaron hasta ellos para felicitarles por su trabajo, aunque estos elogios caerían en saco roto para la oni y probablemente también para el resto de su brigada. Quizá hubieran salvado la mayor parte de la fortaleza, pero en el fondo de su corazón la culpa les atormentaba. Tal vez, si hubieran sido más inteligentes en sus decisiones, podrían haber evitado todo esto. Su mirada tan solo se separó de los escombros cuando Takahiro empezó a hablar, y se quedó fija en el peliverde durante unos segundos, observándole mientras golpeaba el suelo.

Camille frunció el ceño con enfado, aunque no era con él sino con el dolor que les atenazaba el pecho. Apretó el puño hasta sentir cómo se le clavaban las uñas en la palma de la mano.

Eres un puto imbécil —le soltó de repente, malhumorada, mirándole con severidad. Dejó que sus palabras cogieran peso durante unos segundos, como una madre cuando riñe a sus hijos o una hermana mayor a los pequeños—. Pero esto no ha sido culpa tuya. Hemos fallado todos. —Su expresión se fue suavizando poco a poco, volviendo la vista al humo—. Lo hemos hecho juntos. Y juntos zanjaremos este asunto de una vez por todas.

Shawn llegó para soltar su comentario, como no podía ser de otra forma, y la recluta estuvo a nada de soltarle un puñetazo y hundirle el cráneo. No lo hizo, aunque se lo imaginó en su mente una y otra vez durante los segundos posteriores a que se fuera. Tampoco pudo evitar reírse cuando se marchó, echándose el flequillo hacia atrás con la mano. Después echaría un vistazo hacia Ray y Atlas, asintiéndoles en un gesto que les concedía su parte de aquella operación a la desesperada. Todos habían hecho un trabajo fantástico, eso no podría negárselo nadie... ni siquiera el calvo de Shawn.

Bueno, creo que tienes muchas cosas que contarnos, ¿no crees? —inquirió la oni, apoyando las palabras de Takahiro por primera vez desde que se conocieron—. Ha sido... una pasada.
#48
Ray
Kuroi Ya
Los minutos pasaron como si fueran horas mientras el joven de cabellos plateados y sus compañeros se esforzaban como probablemente nunca lo habían hecho antes para luchar contra el arrasador incendio que asolaba su hogar. Ray, en piloto automático, ni sentía ni padecía. Todo había quedado en un segundo plano, aparcado para dejar la prioridad absoluta a la vital tarea que tenían entre manos.

Y entonces todo terminó. Como un bofetón en la cara a mano abierta la realidad golpeó al peliblanco con todas sus fuerzas. Lo habían conseguido, habían salvado el Cuartel General. O al menos la mayor parte de él. Y había sido el esfuerzo coordinado de los cuatro miembros de su brigada que se encontraban allí presentes lo que había desnivelado la balanza a favor de los marines. Pero no podía sentirse orgulloso, no importaba el triunfo final, pues era una amarga y pequeña victoria que seguía a una durísima derrota. Por segunda vez el hombre del traje blanco se las había apañado para escaparse entre sus dedos, y esta vez logrando además dañar muy seriamente a la Marina. Y era culpa suya. Habían caído en su trampa.

Pronto el joven levantó la mirada y buscó a sus compañeros. En momentos como aquel la soledad era mala consejera, y la calidez de la compañía de Taka, Camille y Atlas seguramente le reconfortaría. Cuando llegó hasta ellos el peliverde se estaba echando la culpa de todo, a lo que la oni había respondido con un insulto para acto seguido dejar claro que todos eran responsables por igual.

El peliblanco tragó saliva y suspiró. En momentos como aquel costaba que las palabras salieran, pero necesitaba animar a sus compañeros, estar ahí para ellos, aunque él mismo estuviese también roto por dentro. Así que sacó fuerzas de flaqueza y, mirando a los ojos a sus amigos, replicó:

- Camille tiene razón. Es culpa de todos por igual, los cuatro nos dejamos engañar y por ello no estuvimos aquí para defender el Cuartel General del ataque. Pero no podemos venirnos abajo. Eso es lo que el tipo del traje blanco y sus secuaces quieren: desmoralizarnos y arrebatarnos el coraje necesario para combatirles. Pero nos quepa duda, la próxima vez que nos le encontremos le meteremos entre rejas para siempre. No volverá a engañarnos. Os lo prometo.

Entonces hizo un gesto abriendo los brazos, como instándoles a acercarse más a él, para que los cuatro se fundieran en un abrazo. Y es que no importaba la dificultad de los desafíos que enfrentaran. Mientras pudieran contar los unos con los otros, tanto los cuatro que allí se encontraban como Masao y Octojin, al final siempre saldrían victoriosos. Aquella vez iba a ser la última en la que fallaran. Estaba completamente decidido a que así fuera.

Cuando se separaron Shawn hizo su aparición durante unos momentos para emitir unas palabras que, viniendo de él, sonaban casi a felicitación. Por primera vez no les gritó ni les echó una regañina. Y aunque era consciente de que no merecían felicitación alguna, a Ray le reconfortó ligeramente.

Inmediatamente después Takahiro arrancó una carcajada de los labios del peliblanco al sacar un tema que en el calor del momento había pasado desapercibido, pero que no era algo que ignorar. Atlas se había transformado en un ave cubierta de fuego, lo que solo podía significar una cosa: era, al igual que él mismo, un usuario de fruta del diablo.

- ¡Eso! - Añadió Ray entre risas. - Que ahora resulta que no soy el único de nosotros que vuela. ¿Cuánto tiempo hace que puedes transformarte?
#49
Atlas
Nowhere | Fénix
Desde las alturas pude apreciar cómo el incendio por fin se extinguía. Después de mantener a raya la expansión del mismo, había permanecido en lo alto unos minutos para descubrir cualquier camino que el fuego intentase abrirse para seguir destruyendo. Sin embargo, el excelente trabajo de Camille, Ray y Taka había sido capaz de controlarlo tras no pocos esfuerzos. Sí, aquello había quedado reducido al mal menor, pero eso no implicaba que dejase de ser un mal.

Observé todas las instalaciones desde lo alto. Los puntos más alejados lucían igual que siempre, aparentemente ajenos al caos y la destrucción que habían inundado durante largos minutos la base del G-31 en Loguetown. El ala este se mostraba devastada, reducida a cenizas y escombros. Como pequeñas y atareadas hormigas, contemplé a los marines que, bajo mi posición, ultimaban las tareas de sofocación del incendio y se sentaban a descansar. En la zona aledaña al área este, el hollín y las cenizas habían impregnado los muros, dejando un tatuaje sobre la piel del cuartel que nunca podría ser borrado del todo. El ala este sería reconstruida, los almacenes rellenados de nuevo y los campos de entrenamiento puestos en pie una vez más, pero no serían los mismos. Quien deambulase por allí en el futuro sabía que toda esa zona había sido pasto de las llamas, que un grupo de delincuentes se había conseguido reír en nuestra cara no sólo una, sino dos veces seguidas.

Iracundo y frustrado por igual, me precipité en picado desde las alturas para expandir mis alas cuan largas eran poco antes de llegar al suelo. Las llamas azuladas fueron disminuyendo en potencia y tamaño, menguando y reduciéndose hasta consumirse por completo y dejar mi cuerpo humano expuesto. Aterricé con suavidad en el extremo del incendio opuesto a la posición que ocupaban mis compañeros. Allí abajo el panorama mostraba la derrota con más claridad si cabía. Si bien no había llamas, el calor seguía reinando en la zona y el humo lanzado por los últimos rescoldos antes de consumirse por completo emergía de entre los escombros. Pequeñas columnas oscuras cargadas de derrota y abatimiento levitaban hasta difuminarse en lo alto.

Atravesé la zona, pisando piedras, trozos de madera ennegrecida y fragmentos de metal. Con las manos en los bolsillos, la cabeza baja y la moral en rompan filas, me tomé mi tiempo para cruzar el área que antes había ocupado el ala este. Propinaba patadas suaves hacia los lados a todo aquel objeto que se interponía en mi camino, dejando al descubierto más restos tras cada uno de los golpes.

Llegué a la posición de mis compañeros justo en el momento en que Taka se intentaba hacer responsable de todo lo sucedido. Se me ocurrieron un par de cosas que decirle, pero los demás se adelantaron a mí y le dejaron las cosas o más claras de lo que iba a hacerlo yo. A Shawn no le miré. No por animadversión, odio o resentimiento, no. Aquélla fuese quizás la única vez que el calvo habría estado en su derecho de ponernos de inútiles para arriba. Nos habíamos dejado engañar hasta en dos ocasiones por pistas falsas que nos habían alejado del objetivo real. Nuestra incompetencia había permitido que la base fuese atacada sin piedad y una de sus alas reducidas a escombros. Sin embargo, hasta la persona que menos apego nos tenía dejaba de lado cualquier ataque y, a su manera, intentaba darnos ánimos. No, no le miré por vergüenza.

—Pues... creo que tenía seis años cuando me comí esa fruta —respondí a mis compañeros tras, una vez se hubo marchado el calvo, dejarme caer sobre un trozo de cubierta metálica que se había desprendido de a saber dónde durante el incendio—. En realidad lleva conmigo casi toda la vida, pero el tipo que me la dio me advirtió de que había muchas personas que querían hacerse con ese poder y que podría convertirme en su objetivo. Digamos que la he estado guardando hasta que ha sido verdaderamente necesaria y soy capaz de defenderme por mí mismo, como me dijo ese hombre en su momento. Unas horas después tenía una bala metida en la cabeza.

Hice una pausa, dejándome caer cual largo era sobre la cubierta y dirigiendo la mirada hacia el cielo. Tanto tiempo buscando la ausencia de obligaciones o responsabilidades, eludiendo cualquier tarea o entrenamiento que me fuera posible y, sin embargo, en esos momentos sólo quería formar un grupo de ataque y remover cielo y tierra. ¿Para qué? Para localizar a esos tipos y hacerles pagar por lo que habían hecho. Pero no, debía calmarme. Hasta el más imbécil sabía que las decisiones tomadas en caliente solían ser las que peores resultados producían. Con parte de la base consumida por las llamas, estábamos en un momento de especial fragilidad. Debíamos reagruparnos, hacernos fuertes de nuevo y volver a la carga con ánimos renovados y más poder que nunca. Sin que sirviera de precedente, era momento de empezar a trabajar para conseguir la victoria.
#50


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