Hay rumores sobre…
... un algún lugar del East Blue los Revolucionarios han establecido una base de operaciones, aunque nadie la ha encontrado aun.
[Autonarrada] [T1] El inicio de la vorágine.
Ares Brotoloigos
El inicio de la vorágine.

En los límites ardientes de Arabasta, donde el sol caía como un martillo sobre la tierra reseca y la arena se deslizaba entre los dedos como una promesa olvidada, Ares, un pequeño diablos lagarto, de blancas escamas, luchaba por sobrevivir. Su vida era un laberinto de sombras, un ecosistema cruel donde cada día era una nueva batalla, cada respiro un recordatorio de su fragilidad.

Desde que se había quedado solo, Ares había aprendido a esconderse en el bullicio de los mercados. Allí, la gente ignoraba su presencia, absorta en sus asuntos. Pero el hambre lo llamaba, así que se movía sigilosamente, robando una pieza de fruta aquí, un trozo de pan allí. Cada bocado robado era un eco del sufrimiento que habían sufrido precisamente por culpa de sus padres. Pensar en su madre le dolía y le hacía hervir la sangre a partes iguales. Y de su padre, no lo conocía. No más allá de todo lo mal que su madre había hablado siempre de él.

Ares había oído historias sobre un lugar donde la sangre no era necesaria para sobrevivir, pero esas historias eran solo eso: cuentos para quienes no conocían la dureza del suelo que pisaban. La lucha diaria había forjado un carácter agudo, afilado por el desdén y la traición. Sabía que si quería seguir respirando, debía convertirse en lo que el mundo le pedía: un depredador más que una presa.

Ares se aventuró hacia el mercado una vez más, donde el bullicio diurno comenzaba a tomar forma. Las llamativas telas de los puestos lo atrajeron, y el aroma de especias, carne y frutas frescas llenaron el aire, como un canto de sirena para quien había pasado tanto tiempo sin comer.

Mientras se deslizaba entre las multitudes, notó a un hombre robusto, con un turbante negro y una mirada que atravesaba el alma. Llevaba consigo una bolsa repleta de monedas brillantes que, sin duda, significaban la vida o la muerte para Ares. El niño lagarto sintió el latido de su corazón acelerarse; este era el momento perfecto. Se acercó sigilosamente hasta quedar al alcance del objetivo, y en un movimiento rápido, extendió su mano para apoderarse de la bolsa.

Pero justo cuando sus dedos rozaron el tejido del saco, el hombre giró violentamente. Sus ojos, oscuros y despiertos, atraparon a Ares. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre lo cogió por el brazo con fuerza, levantándolo del suelo como si fuera un simple juguete.

¿Qué crees que haces, pequeño reptil? — Preguntó con un tono despectivo que podría haber cortado el viento. Ares, petrificado, sintió un sudor frío recorrer su cuerpo. Si es que los lagartos sudaban, claro. Sin embargo, el miedo pronto se convirtió en furia. Con un movimiento rápido y decidido, le dio una patada en la rodilla, haciendo que el hombre se tambaleara. Aprovechando la oportunidad, liberó su brazo y salió corriendo.

Pero en su huida, el eco del grito del hombre resonó tras él.

¡Atrápenlo! ¡Ladrón! — La adrenalina se apoderó de él mientras corría, sintiendo cómo la vida pulsaba con fuerza en sus venas.

Los gritos aumentaron, y Ares se precipitó hacia los callejones oscuros. Sin embargo, sabía que no podría huir por mucho tiempo. Desesperado, buscó refugio en una vieja ruina cubierta de sombras. En el interior, encontró a otros como él: niños huérfanos, desamparados, con ojos que reflejaban la misma lucha que él llevaba en su interior.

Ese día pasó hambre. Pero no sería la primera vez ni la última que lo intentase. Al fin y al cabo, la necesidad apretaba. Y más todavía en un lugar tan duro como las calles desérticas de Arabasta.

Una noche, mientras las estrellas titilaban en un cielo indiferente, Ares se aventuró en busca de un botín fácil. Había oído rumores de un comerciante que había desviado su ruta, cargando valiosas provisiones. Con el sigilo de un depredador, se adentró en las profundidades de la oscuridad, sus escamas resguardándolo de la vista, pero no de su propio destino.

El comerciante, un hombre robusto y de mirada feroz, no era un blanco fácil. Cuando Ares lo sorprendió, el brillo de la daga en sus manos tembló con la misma incertidumbre que sentía en su corazón. La lucha fue breve, un vaivén de desesperación y furia que terminó con el comerciante yaciendo en el suelo, los ojos llenos de sorpresa y el aliento apagándose. Ares, empapado de sangre, sintió cómo la locura se desbordaba y, a la vez, un extraño alivio lo invadía. La oscuridad que corría por sus venas parecía susurrarle que había cumplido con lo inevitable.

Sin embargo, en medio del charco de sangre que se formaba a su alrededor, un grito silencioso resonó en su mente. Era el eco de la vida que había tomado, el peso de cada puñalada que había asestado. No era el primer hombre que mataría después de esto, ni sería el último, pero esa noche, el rostro del comerciante lo perseguiría en sus sueños. Se dio cuenta de que la sangre que ahora lo manchaba era un signo de su condena.

Ares se alejó del lugar, sus pasos ligeros, pero su corazón pesado. La oscuridad lo había reclamado, pero a un gran precio. Con cada víctima, había vendido un pedazo de su alma, y en su mirada rojiza, sabía que la locura no era sólo una danza; era el destino que lo aguardaba.

Mientras el desierto se tragaba la luz de la luna, Ares se perdió en la noche, y aunque había sobrevivido otro día, la sombra de sus actos lo seguiría hasta el final, revelando que, en ese mundo despiadado, los verdaderos monstruos no eran sólo aquellos a quienes mataba, sino los que vivían dentro de él.

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