Alguien dijo una vez...
Crocodile
Los sueños son algo que solo las personas con poder pueden hacer realidad.
[Autonarrada] [T1] Las tortugas vuelan
Raiga Gin Ebra
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La taberna estaba a reventar. Las mesas se llenaban de lugareños ruidosos y medio borrachos, mientras el tabernero, un hombre con bigote poblado y cara de pocos amigos, iba y venía sirviendo tragos con un malhumor casi palpable. Raiga, sentado en una esquina con los pies sobre una silla, observaba el caos con una sonrisa burlona y una botella de agua que había robado del mostrador.

De pronto, la tensión en el ambiente subió de nivel. Un borracho, con la camisa abierta, barriga prominente y una copa de ron en la mano, estaba en plena discusión con el tabernero. Su cara enrojecida y el tambaleo evidente indicaban que ya había pasado su límite hacía rato, pero eso no le impedía soltar su diatriba a voz en grito.

—¡Que te digo que las tortugas pueden volar, jodío! —vociferó el borracho, señalando al tabernero con el dedo índice mientras salpicaba ron por todos lados— ¡Lo vi con estos ojitos! ¡Una tortuga voladora en alta mar!

El tabernero, que evidentemente no tenía paciencia para aquel delirio, soltó un bufido mientras limpiaba un vaso con brusquedad.

—¡Cállate ya, Pepe! ¿Cuántos tragos llevas? Las tortugas no vuelan, ¡y lo sabes! Si me vienes con más tonterías, te echo de aquí a patadas.

Raiga, desde su rincón, casi escupe el agua de la risa. No podía creer que una discusión tan absurda estuviera ocurriendo delante de él. Aprovechando el momento, decidió intervenir.

—A ver, a ver… —dijo, levantando la mano como si estuviera en un juicio— ¿Cómo que las tortugas no vuelan, maestro? ¿Acaso tú has visto todas las tortugas del mundo? Porque yo no, y no descarto que alguna tenga alas por ahí. Vaya asco de pavo, tú, asumiendo que las tortugas no vuelan.

El tabernero giró la cabeza hacia Raiga con una mirada incrédula.

—¿Tú también, mocoso? ¡Esto es una taberna, no un circo! ¿Qué pasa, sois los dos filósofos marinos ahora?

El borracho, al ver que tenía un aliado inesperado, levantó su copa y tambaleó hacia Raiga con una sonrisa triunfante.

—¡Gracias, chaval! —balbuceó mientras intentaba mantenerse de pie— ¡Tú sí que entiendes de la vida! Este señor aquí —señaló al tabernero con desprecio—, no sabe nada del mundo.

Raiga se encogió de hombros, disfrutando del espectáculo. La atención que había captado lo hacía sentir como si estuviera en su propio escenario.

—Mira, colega —dijo dirigiéndose al tabernero con una sonrisa burlona—, ¿quién te dice que Pepe aquí no vio a una tortuga voladora? ¿Eh? Lo que pasa es que tienes la mente cerrada. Seguro también dices que los zorros no pueden robarte la cartera mientras te tomas un vino. ¡Ignorancia pura!

El tabernero se pasó la mano por la cara, evidentemente agotado de la situación.

—No me importa lo que piense el mocoso ni el borracho, pero os quiero fuera de mi taberna si vais a seguir con esta estupidez.

Pepe puso cara de indignación y alzó la voz.

—¡Eeeeh! ¡Yo soy cliente fiel, jodío! ¡Pago mi ron con monedas de verdad! ¡Tú no puedes echarme así!

Raiga, viendo que la discusión subía de tono, decidió añadir más leña al fuego.

—¡Eso! —exclamó, subiéndose a la silla para ganar algo de altura— ¿Cómo te atreves a despreciar a un explorador de tortugas voladoras? Seguro que te falta imaginación, maestro. Por eso tu ron sabe a pis de rata.

Unas risas se oyeron entre los demás clientes, y el tabernero empezó a apretar los puños, claramente harto.

—¡Fuera, los dos! —gritó, señalando la puerta con un dedo tembloroso.

Raiga bajó de la silla, fingiendo resignación, y se acercó a Pepe, dándole una palmada en la espalda.

—Venga, compadre, nos largamos de aquí. Deja que este hombre amargado se pudra con su ron de quinta. Yo te creo lo de la tortuga. Es más, seguro la tortuga estaba entrenada para entregar cartas. —Se rió por lo bajo, disfrutando del caos que había sembrado.

Pepe, emocionado por el apoyo de Raiga, asintió con entusiasmo.

—¡Eso es! ¡Era una tortuga mensajera! Llevaba… llevaba una bandera en el caparazón… ¡Sí! ¡Y un parche en el ojo! —gritó mientras se tambaleaba hacia la salida.

Raiga, con las manos en los bolsillos y una sonrisa traviesa, lo siguió hasta la puerta. Una vez fuera, el borracho trató de caminar en línea recta, pero sus pasos erráticos lo hacían parecer más una marioneta que alguien con control sobre su cuerpo.

—Oye, Pepe, ¿tienes idea de adónde vamos? —preguntó Raiga con sarcasmo mientras miraba al tipo tambalearse.

—¡Claro! Vamos… a… a la aventura… —balbuceó Pepe, levantando el brazo como si estuviera señalando un horizonte invisible.

Raiga se encogió de hombros, sin perder de vista los bolsillos del borracho. Sabía que este no iba a durar mucho antes de desplomarse, y el momento perfecto llegó apenas veinte metros después de haber salido de la taberna. Pepe tropezó con una piedra inexistente y cayó al suelo como un saco de patatas.

—¡Y ahí va la tortuga voladora! —exclamó Raiga, aguantándose la risa mientras se agachaba junto a Pepe.

El mink, rápido y silencioso, metió la mano en los bolsillos del borracho, sacando un puñado de monedas y un pañuelo que olía peor que un pescado dejado al sol.

—Madre mía, Pepe… ¿Esto es lo que usas para pagar el ron? Seguro que el tabernero lo guarda como arma química. —Se guardó las monedas y dejó el pañuelo donde lo encontró.

Pepe, medio consciente, murmuró algo incomprensible y se quedó dormido en el suelo. Raiga se levantó, sacudiéndose las manos, y miró al tipo con una mezcla de burla y lástima.

—Bueno, colega, gracias por la aventura. La próxima vez, avísame cuando veas a otra tortuga voladora, ¿vale? Yo invito al ron… si no lo robo primero.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Raiga se alejó por las calles de la ciudad, contando las monedas robadas y pensando en cómo el día más absurdo podía convertirse en una de sus mejores anécdotas.
#1


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