Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Común] [Presente] Entre Onis anda el juego
Ares Brotoloigos
Día 6 de Verano del 724

Todavía había bastante luz por las calles de Loguetown para cuando Ares había abandonado el cuartel. O, más bien, se disponía a hacerlo hasta que se quedó charlando unos minutos con uno de los reclutas de la zona. Ares era un tipo alto, fornido, aunque más bien era fibroso. Pero lo que sí resaltaba en él, sobre todo físicamente, eran las escamas blancas que cubrían su cuerpo, su morro reptiliano y la corona de cuernos que iban hacia atrás en su cabeza. Retomó la caminata hacia el exterior. Algunas miradas siempre recaían en él. Iba, todavía, con su peculiar uniforme de marine, que no coincidía para nada con el del resto más allá del emblema de la gaviota en un color dorado sobre el fondo oscuro que era el resto de sus ropas. Había pedido un permiso especial para ello y se lo habían concedido tras muchos regañadientes.

Ares abandonó, entonces, las cercanías del cuartel de Loguetown para impregnarse del resto de humanidad que todavía continuaba con sus quehaceres en las calles y callejones de la llamativa y bulliciosa ciudad. Todavía podía hacer una ronda más antes de que anocheciese y se dedicase a otros quehaceres más furtivos. Al fin y al cabo, la cosas ilegales solían moverse, sobre todo, al amparo de la noche.

O, quizás, se metiese al gimnasio del cuartel a entrenar. En realidad prefería pegarse con alguien de su tamaño, pero era algo complicado. El resto de reclutas eran bastante retacos por desgracia. Y no le permitían el poder partirles la cara. Así que era lo que había.

Sus pasos lo llevaron cerca del mercado. No iba a comprar nada, al menos en primera instancia. Pero sí iba a vigilar. Ese lugar era donde más follones solía haber en el día a día, fuese por ladronzuelos, timos o cosas similares. Delitos menores, pero delitos al fin y al cabo. Suerte de su envergadura y su presencia que, en cuanto comenzó a adentrarse al lugar, con un movimiento sutil de su larga cola escamada con cada paso que daba, arrancaba casi toda la atención de los viandantes. Algunos se apartaban, y eso no parecía importarle.

Encontró, entonces, un buen lugar apartado para vigilar. Desde ahí tenía un buen ángulo de la zona central del mercado. Como una enorme estatua de alabastro.
#1
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
El verano podía llegar a ser un verdadero fastidio. Daba igual la hora que fuera, que hiciera un día soleado o que el cielo estuviera plagado de nubes: hacía calor en todo momento. No solo calor sino que, al estar Loguetown asentada en una isla, el ambiente se encontraba cargado de humedad y se sentía pegajosa en todo momento. Y para colmo, ese día no había ni una puñetera nube que le brindase algún pequeño alivio o refugio bajo los inclementes rayos del Sol. Procuraba mantenerse en la sombra todo lo posible, pero cuando uno se encuentra de patrulla lo cierto es que no puede permitirse lujos ni comodidades. De este modo, no le había quedado más remedio que ajustarse la gorra y aguantar lo que le echasen, algo que no ayudó demasiado dado que sus cuernos le impedían llevar la visera hacia delante. Putadas de ser una oni.

Por si todo lo anterior no fuera suficiente, aquel día le habían asignado el sector del mercado que era, con diferencia, uno de los más ajetreados de las ciudad. Allí se agolpaban unos con otros multitud de puestecillos, con todos sus productos expuestos y al alcance de cualquiera que quisiera echar mano de ellos. Por norma general, la gente solía comportarse, siendo tan solo unas pocas ovejas descarriadas las que intentaban largarse pitando de allí con algún tipo de botín. Ese día, sin embargo, parecía que todas las sabandijas del East Blue se habían puerto de acuerdo para darle la patrulla a Camille. Había perdido la cuenta, pero estaba segura de que al menos se habría encargado de tres intentos de hurto, un carterista y un par de disputas violentas entre vendedores que acusaban a otros de estar haciéndoles competencia deshonesta. En serio, ¿es que la gente había perdido todas sus maneras y civismo? ¿No podían comportarse y arreglar sus problemas ellos solitos? En fin, para eso le pagaban, después de todo.

Había pasado bastantes horas de pie, yendo de aquí para allá con prisas y en cierto punto hasta con mala leche, pero parecía que la situación al fin se estaba cambiando. También tenía que ver que se iba haciendo tarde, de modo que el mercadillo empezaba a desmontarse, los comerciantes recogían sus productos y, en general, la gente se disponía a regresar a sus casas para cenar y pasar la noche. Lo bueno es que, poco a poco, el sol se había ido ocultando y ya no castigaba con la misma intensidad a la pobre oni. Aún había bastante luz, pero eso cambiaría en un par de horas. La noche era el momento del día en el que las cosas se podían llegar a poner verdaderamente interesantes; los ladrones y delincuentes de poca monta le daban paso a aquellos cuyas actividades exigían la discreción del ocaso y el amparo de las sombras. Ese día le tocaría a otro, de todos modos: poco le quedaba a ella para cumplir su turno si todo iba bien.

Fue entonces cuando, distraída como estaba mientras caminaba, unos chillidos la sacaron de su ensimismamiento. Notó que algo le golpeaba en una pierna y le hacía detenerse. Había sonado un «¡Ouch!» bastante agudo al momento del impacto, lo que hizo que la oni bajase la mirada y se topase con los responsables del alboroto: dos críos que no tendrían más de cinco o seis años, probablemente. Un niño y una niña. Esta última lloriqueaba, mientras que el primero se había tropezado con Camille tras echarse a la carrera y ahora la miraba desde abajo con una mezcla de asombro y temor.

—¡Devuélvemelo! —Le exigía la chiquilla mientras se frotaba los ojos, sollozando.

—Pero... Yo también quiero jugar —le respondió el niño cuando se recuperó de la impresión, poniéndose en pie.

Camille se puso en cuclillas para dejar de ser como una torre que se alzaba sobre ellos, intentando quedar un poco más a su altura... sin demasiado éxito, pero algo era algo. Conocía a los chiquillos de otras veces y sabía que eran amigos, pero de vez en cuando se peleaban aquí y allá.

—A ver, ¿se puede saber qué ocurre aquí? —inquirió la recluta, no tardando en percatarse de que el niño llevaba un juguete de un tren en las manos. Un tren bastante parecido al de la estación de Loguetown.

—Me lo ha quitado, Cami —musitó la chiquilla, señalando a su amigo—. Y ha salido corriendo...

—¿Otra vez?

—¡Es que no me lo quiere dejar! Y yo también quiero jugar...

Camille suspiró.

—¿Le has pedido bien que te lo preste? ¿Se lo has pedido por favor? —El chiquillo negó—. ¿Y qué te dije la última vez sobre eso?

—Que no puedo quitarle sus juguetes a otros...

—Bien. —Dirigió su mirada a la niña—. ¿Y a ti que te dije?

—Que tengo que compartir con los demás...

—Vale, pues ahora quiero que hagáis las paces. Devuélvele el tren, ¿vale? Y a ti si te lo vuelve a pedir... Podéis jugar los dos con él, ¿no? —Ambos asintieron, ante lo que la oni sonrió y les revolvió el pelo a los dos—. Bien, pues que no os vuelva a ver reñir. A los niños que riñen y arman alborotos se los lleva la Marina de la oreja con sus padres, pero lo dejaré pasar esta vez. Y se está haciendo tarde, así que será mejor que volváis a casa.

Ambos asintieron al unísono y, con el problema aparentemente resuelto, salieron correteando hacia donde Camille sabía que estaban sus casas. Una vez se marcharon suspiró con algo de cansancio, pero aún con esa pequeña sonrisa, irguiéndose para echar un último vistazo por la plaza del mercado. Sus ojos, irremediablemente, se toparon con los de la columna cornuda de alabastro que se encontraba allí, vigilante.
#2
Ares Brotoloigos
Allí se había colocado, de brazos cruzados, en silencio, y vigilando desde aquella esquina, como una estatua inamovible. Esas horas, y las posteriores, eran las mejores para captar a ladrones y a otro tipo de delicuentes de poca monta. Al menos por el mercado. No era lo más óptimo a veces, pues detener a eses pequeños cacos no hacía una gran diferencia, pero era mejor que nada. Las órdenes, a veces, podían ser como un grano en el culo.Y Ares no era el recluta más obediente, en todo caso.

Fuese como fuese, sus ojos carmesíes barrían lentamente el mercado desde su ángulo de visión. De momento no había nada extraño. La gente iba de aquí para allá, mercaderes, civiles. A algunos ya los conocía de vista, con otros había tratado de vez en cuando. Y había un grupo que no le sonaba de nada. Pero, al fin y al cabo, Loguetown era una ciudad de paso para mucha gente. Como si fuese una especie de capital dentro del East Blue. Y era un punto importante de comercio, precisamente por eso.

Lo que sí llamó la atención de Ares fue encontrarse, un poco a lo lejos, con alguien bastante llamativa. Como para no verla, con la altura que tenía. Era atractiva, había que concedérselo, a su manera, pero el diablos no estaba ahi para eso. A su lado, creyendo que estaba despistado, alguien aprovechó para intentar un pequeño hurto. Una mano deslizándose hasta el bolsillo ajeno de una anciana que, simplemente, estaba comprando un poco de verduras en un puesto cercano a donde él se encontraba. La punta de la cola del escamado se movió apenas en lo que el resto del cuerpo hizo lo mismo, deslizándose silenciosamente hacia la escena. Ares era alto y, por sus rasgos, solía ser bastante visible. Pero podía ser tremendamente sutil cuando se lo proponía.

¿Qué crees que estás haciendo? — Con toda su estatura de algo más de tres metros, apenas y se inclinó. El susurro siseante fue suficiente como para que el caco se estremeciese y se diese la vuelta de inmediato. Encontrándose con aquello.

Y-Yo... Yo no estoy... — El hombre, un tipo flacucho y medio desdentado, tragó saliva cuando percibió la mirada del más alto. — ¡Lo siento, me voy!

Justo cuando iba a escabullirse, el diablos le sujetó de una mano, por la muñeca, manteniéndole ahí con cierta discrección aprovechando también que el resto de la gente estaba a lo suyo. La ancianita seguía con sus compras, así que no la alertaría ni molestaría.

Si te vuelvo a ver intentando robar a alguien, ten por seguro que te cortaré la mano y me la comeré delante tuya. ¿Te queda claro?

Debió quedarle clarísimo porque, cuando le soltó, tras asentir como un desquiciado, el delincuente salió corriendo cual cucaracha presta a esconderse en su agujero. Ares puso una expresión de ligero hartazgo, tras dejarle ir. Y cuando volvió a su lugar, sus ojos se encontraron con los de aquella mujer. Casi tan alta como él. Y con cuernos sobresaliéndole de la gorra.

Eso le llamó la atención, por lo que no tuvo reparo alguno en analizarla de arriba a abajo con la mirada. No era un gesto pervertido, sino más bien crítico.
#3


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