Silvain Loreth
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28-11-2024, 02:15 PM
Día 64 de Verano del 724
Una rivalidad legendaria
Tal vez bochorno sea el término que mejor describa lo que siento cuando pienso en la que fue mi primera gran rivalidad al dejar mi tierra natal. Había salido allí en busca de nuevos desafíos, sin una meta clara en el horizonte más allá de buscar, encontrar y apisonar a cualquiera que tuviera alguna meta común conmigo. Evidentemente, esto daba lugar a un sinfín de posibilidades, las cuales, al mismo tiempo, no iban exentas de limitaciones. ¿Por qué? Porque para que surja una rivalidad en torno a algo debe haber interés por parte de ambas partes. Es aquí donde nace el bochorno.
Nunca jamás había mostrado el menor interés, por ejemplo, en nadar a una velocidad mayor o menor. Vale que cuando puse un pie en el Baratie el tema de nadar ya estaba bastante complicado, pero posiblemente incluso antes de eso no habría entrado al trapo de, por ejemplo, una competición de natación. No me llamaba la atención. Sin más.
Por otro lado, lo que sí había suscitado mucho interés en mí desde que era pequeño era en superar con cada vez mayor holgura situaciones que, en un momento dado, podrían tornarse en comprometedoras. Sin ir más lejos, en más de una ocasión mi madre me encontró casi desnudo, tiritando y al borde de la hipotermia, en alguna oscura caverna en medio del bosque durante los meses de frío y gélido invierno. El motivo era de lo más simple y sencillo: si aguantaba cinco minutos más que la semana anterior me habría superado. Como eso, con todo.
Aquel día de verano conocí a mi primer adversario, una suerte de enemigo acérrimo al que, si bien me enfrenté en una prueba de lo más estúpida, pocas personas lograron superar en cuanto a testarudez y tesón en el futuro. Llegó de la mano de su padre. Porque sí, era un niño que no debía superar los cinco años de edad, con su mono vaquero con tirantes algo holgados, su piruleta redonda, sus pequeñas pecas en los mofletes y su moco colgando. No sabía cuánto podía medir, porque nunca había manejado esas escalas, pero no habría tenido nada que hacer ante el dedo meñique de mi pie no dominante. Un mocoso, vaya. Pero no un mocoso cualquiera, sino uno de esos impertinentes y malcriados, de los que han vivido un divorcio siendo muy pequeños y a los que papá y mamá les permiten lo que sea para que el otro no se convierta en el favorito.
El motivo por el que me quedé mirando al crío fue el color de ese largo y denso moco, que ostentaba una tonalidad verdosa oscura de lo más llamativa, casi fluorescente. Simplemente le observé por una sencilla razón: por un momento me planteé si el niño estaría acatarrado o alguna cosa similar. Una tontería, ¿verdad? Su padre pasó frente a mí dirigiéndome una fugaz mirada, como si no quisiera importunarme, pero el niño se detuvo al darse cuenta de que fijaba en él mi único ojo sano.
¿Lo más curioso de todo? El muy condenado no se amedrentó. Supongo que será cosa de la osadía que proporcionan la inexperiencia y la juventud, pero el puñetero crío paró a su padre —que, por supuesto, no echaría a andar a menos que su todopoderoso hijo estuviese dispuesto para ahorrarse la pataleta—, giró noventa grados sobre sus talones y alineó su mirada con la mía. Chupaba la piruleta sin cesar, observándome con gesto atento y analítico. ¿Podía tener esa mirada un mico como aquél?
Entonces todo sucedió a cámara lenta: el desafío. Mi mente fue consciente de lo que estaba pasando conforme ocurría, pero ya era muy tarde para echarme atrás. De buenas a primeras, el niño dejó de lamer su dulce y cerró la boca. Los movimientos de su caja torácica se detuvieron y los agujeros de la nariz dejaron de abrirse y cerrarse para permitir la entrada de aire a pesar de los mocos. Sí, el muy condenado estaba conteniendo la respiración y, por si no fuera suficiente, me estaba retando a hacer lo mismo que él.
Fue un gesto instintivo. Más de ocho metros de adulto dejaron de inhalar prácticamente al mismo tiempo que el enano. La mirada de uno sostenía la del otro, sin descanso, en una actitud que dejaba claro que si de nosotros dependiese nos iríamos al otro barrio antes que coger una bocanada de aire.
Mi rostro comenzó a adquirir un color rojizo unos segundos antes que los del enano. No sabía cuánto tiempo llevaba sin respirar, pero cada segundo se antojaba como una pesada hora que oprimía mis pulmones con fiereza y sin clemencia. El del niño no tardó en emular al mío, acompañándose del color rojizo de sus ojos en una clara prueba de que tampoco lo estaba pasando bien. Tal vez yo tuviese pulmones más grandes, pero mis necesidades de oxígeno eran muy superiores a la de ese enclenque. No sabía cuál de los dos factores pesaría más en aquel duelo, pero no estaba dispuesto a ceder.
Pronto las facciones del mocoso comenzaron a tornarse azuladas, lo que me llevó a preguntarme cómo se me vería a mí. Por un instante sentí la atención de voltearme en la posición que ocupaba en el atracadero exterior, sentado, para ver mi reflejo en el mar y comprobarlo. Sin embargo, hacerlo le brindaría a mi enemigo acérrimo un momento de libertad no vigilada para volver a tomar aire sin que lo supiera.
Fue entonces cuando lo hizo. Creía que iba a perder —o mejor dicho, a morir— cuando pude ver a la perfección cómo esa criatura se veía forzada a abrir la boca e inspirar hasta que sus pulmones rebosaron de oxígeno. Fue la señal que esperaba para hacer lo propio, solo que en mi caso el estruendo generado por la bocanada de aire atrajo la atención de cuantos se encontraban a mi alrededor.
El niño comenzó a llorar. Todos allí, su padre incluido, parecían pensar que era por el sonido que había liberado yo al coger aire. No obstante, en el fondo ambos sabíamos que la causa era que acababa de ser humillado por su oponente. Alguien a quien con toda seguridad nadie le negaría nada jamás acababa de ser derrotado en un enfrentamiento que él mismo había planteado. Yo, por supuesto, había resultado vencedor y daba mis primeros pasos en el mundo exterior con aplomo y seguridad. Comenzaba con un triunfo.